El mirón de las cinco
JOSÉ HUGO FERNÁNDEZ
1
¿Es normal que un hombre normal ame a un maniquí? Desde luego que sí. Lo anormal quizá fuera que el maniquí ame al hombre. Este es el tipo de menudencias en las que me gusta pensar mientras practico mi deporte favorito que es el aburrimiento. Sólo cuando me aburro siento que estoy instalado cómodamente en el tiempo. Libre por un rato de la tiranía del reloj.
2
La conocí en D´or Fashion Country Walk, de la 154 Southwest y la 137 Street. Una de esas tiendas donde las miradas de los transeúntes ensucian las cosas que son exhibidas en las vidrieras. De cualquier modo, yo no estoy seguro de haberla ensuciado. O no al mirarla. Al menos no en aquella ocasión, cuando la vi por vez primera.
3
No era la gloria vestida de tul, como la de aquel loco de Serrat. Ni tenía la mirada lejana y azul. Era negra. Es. Apenas estaba vestida. Tampoco podía sonreírme desde el escaparate, con boca menuda y granate. Porque no tenía boca. No tiene. Ni cabeza. ¿Es normal encontrarse con una maniquí negra y sin cabeza en las vidrieras de las tiendas de Miami? Sin cabeza sí. Negra no. O no es corriente, ya que no hay razón para que sea anormal.
4
Después de la partida de mi esposa, me había acostumbrado, poco a poco, a robar con los ojos.
5
¿Será normal vivir en las cosas, o hacer que las cosas vivan en uno, mediante el hecho de contemplarlas? Parece que sí. Yo en particular lo creo. Salgo a caminar cada tarde y, al igual que cierto personaje de Felisberto Hernández, atrapo cosas con la mirada. Objetos que la gente arroja a la calle o deja abandonados en los portales, en los jardines, en las vidrieras... Mis ojos, a veces aun sin consultármelo, se las apropian. Y así vienen conmigo. Para acompañarme. A ocupar el sitio que les corresponde dentro de mí casa. No estoy seguro de que sea cierto que el valor de un ser humano se puede medir por la cuantía de soledad que logra soportar. Pero si así fuera, el valor del ser humano radicaría en los ojos. Y en la materia inanimada de las cosas que les aguardan, preservando, más y menos ocultas, guarecidas, vigilantes, muchas de las valideces terrenales.
6
De inmediato fue la preferida entre las cosas que robo con la vista para llenar mi entorno. La visité cada tarde, a las cinco. Pasaba largos ratos frente a la vidriera. Contemplándola. Al principio me desconcertó. Detrás de una hilera de cinco Nefertitis vestidas según el grito de la moda, con cuellos estilizados de fibra de vidrio y con asépticas almas de poliuretano, estaba ella. Sin cuello. Sin vestido. Malamente cubiertos los senos y el pubis con un mínimo traje de baño, siempre el mismo. Así me la llevé a casa.
7
¿Habrá que ser un chiflado para buscar bajo el duro caparazón de las cosas algún norte que nos ayude a franquear sin hundirnos nuestra laguna interior de sombras e incertidumbres?
8
A pesar de no ser más que un reflejo en mis honduras -¿o justo por eso?-, se me hizo esencial, irremplazable. Fue mi cómplice y todo, como diría aquel poeta cursi. Pero transcurridas tres o cuatro semanas, ya no me sentía conforme. No porque dejase de irme bien con ella. Al contrario. Los primeros días me bastó con permanecer un rato delante de la vidriera para que se quedara a mi lado durante todo el resto de la tarde y la noche. Luego, ni siquiera necesité ir a buscarla. Estaba en mí. Por eso no me explico de dónde pudo brotar aquella insatisfacción tan destemplada. Horacio, el personaje de Felisberto Hernández, instala maniquíes en su casa, con vitrinas y todo, porque necesita practicar voyeurismo con ellas. Intenta explorar con los ojos sus intimidades que otros ojos no ven. Mi único propósito era vestirla. Devolverle los quebrados dones. Cabeza. Cuello. Labios de frambuesa. Cabellera encrespada. Conferirle dignidad, recolocándola, por encima del límite que impone la contemplación pura. Agenciármela, en fin. Exclusiva para mí. Pero no sólo a través de la mirada, o a través del recuerdo de la mirada.
9
No estoy loco. O no tanto como el loco de Serrat. Ni en sueños abrigué la idea de romper la vidriera y cargar con ella a como diese lugar. Aunque sí me fui a la D´or Fashion Country Walk dispuesto a comprarla. Fuera cual fuese el precio que quisieran ponerle. Pero no hizo falta. Llegué tarde. Ya no estaba. Una empleada a la que pregunté, no se había percatado de su ausencia. Me dijo vagamente que no creía que hubiese desaparecido durante la noche. Ningún acceso había sido violentado. Nada más faltaba en la vidriera y en todo el establecimiento. Por lo demás –resumió- era común que pasaran los días sin que mirasen hacia aquel rincón. De modo que bien pudo desaparecer mucho antes sin que fuera notado. Yo sabía que su falta era reciente. Y más que saber, tenía una corazonada. Loca. Quizá tan loca como la del loco de Serrat. ¿Acaso se habría fugado de la tienda, por mi culpa, luego de haber conocido, sabe Dios cómo, mis intenciones? Un hombre puede amar a un maniquí, no me cabe la menor duda. ¿Pero acaso puede amarlo de manera tan vívida como para otorgarle una existencia digamos normal, orgánicamente hablando? Por lo pronto, aquel día, cuando regresé a mi casa, me temblaban las manos, las piernas, los presentimientos. ¿Qué sería de mí, de mi estatus como persona cuerda, si al abrir la puerta la encontraba esperándome?
10
No la encontré. O no como temí encontrarla. Y es el motivo por el que hoy he vuelto a la tienda. Si no disfrutas las ridiculeces en que el amor te hizo caer, no has amado. Lo escribió Shakespeare, creo. Y me vino a la memoria en el momento exacto en que he vuelto a verla, aquí, en el mismo rincón de siempre, detrás de las cinco Nefertitis. Lo que me sorprende es que no me sorprenda. O no como tal vez debiera. Sencillamente la vi y me he puesto a contemplarla. Incluso, no tan absorto como de costumbre. Pues he podido darme cuenta de que dos empleadas de la tienda chismeaban entre sí y se reían, observándome de hito en hito a través del cristal de la vidriera. El Mirón de las Cinco, repetían una y la otra, alternativamente. Pude leerlo con facilidad a través del movimiento de sus labios. Les daba tanta gracia que noté que cuando lo decían, una de las dos empleadas tenía que llevarse ambas manos a la zona del pubis, y apretar, supongo que para no orinarse de la risa. Se burlan de mí, claro. Pero no me molesta. Tal vez incluso me guste su risa. Es contagiosa. Tanto que he debido esforzarme para poner cara seria mientras entraba a la tienda a pedirles aclaración sobre el asunto. Ellas también pusieron caras serias, aunque a duras penas, para explicar que la manager había retirado el maniquí de la vidriera por unas horas con el fin de que algún trabajador de mantenimiento lo limpiara un poco y le quitase las telarañas. Eso era todo. Entiendo, les dije. Y de seguida, sin saber por qué, añadí entre dientes que la duda es siempre un homenaje que tributamos a la esperanza. Entonces ya no pudieron seguir aguantando las carcajadas.
José Hugo Fernández (La Habana, 1954) es escritor y periodista. Durante la década de los años 80, trabajó para diversas publicaciones en La Habana, y como guionista de radio y televisión. A partir de 1992, se desvinculó completamente de los medios oficiales y renunció a toda actividad pública en Cuba. Premio de Narrativa 'Reinaldo Arenas' 2017, tiene alrededor de una veintena de libros publicados. Actualmente reside en Miami.