Nueve poemas de “Gastón Baquero, lo que no se ve”

GASTÓN BAQUERO

Sonetos de la muerte

Come, lovely and soothing Death,

Walt Whitman

I

Ir hacia ti, mujer de la ancha sombra,

Celosa de tus luces recogidas,

Donde enmudecen ya sendas heridas

Entre la Gracia que el silencio nombra.


Ir hacia el lirio que en tu frente asombra,

–Recia vena de aguas bendecidas–,

Por ascender en paz a nuevas vidas

Levantadas de amor contra la sombra.


Llega, madre de luz, sumando pasos

A los que da por ti lúcido y fuerte

El ser que a Dios le reclamó Sus Brazos,


El ser que fue para poder saberte,

Madre y señora de los eternos lazos,

Cabe tu dulce pecho, clara Muerte.


II

–But praise: praise: praise:

For the sure –enwinding arms of cool-enfolding

Death.

Quiero saber que llegas, Muerte mía,

No vengas en silencio, sino en gozo;

No he de fugar de ti como en retozo

Que rehuya tu rostro y tu armonía.


Por habitar de Dios más ancha vía

Erguido puente en alma desembozo,

Redescubriendo ser bajo el destrozo

De quien eterna luz al tiempo fía.


Todo el rumor hasta mi pecho llega

Adelantando sones mensajeros,

Con el verde estandarte que ya entrega


Nuncio y arribo de ángeles cimeros,

Portadores de ti, razón que anega

Alma y plegaria en himnos y senderos.


III

¿Y si al morir no nos acuden alas?

¿Y si al morir no nos acuden alas?

¿Y si de muertos damos en médula de pena?

¿Y si morase herida en la reseca arena

que arrumbará por siempre el vuelo de las alas?


¿Y si al morir no nos acuden alas?

¿Y si sólo es la tierra quien ajena

A todo concebir, siega y cercena

Este afán que nos da de tener alas?


Oh voz augusta de lejana tropa,

Avanza sobre mi corcel de alerta

Señal parida al cielo. Arropa


con el recio entender que deja abierta

al alma dada a la divina tropa

una esperanza anclada en ala cierta.


Qué pasa, que está pasando...

Qué pasa, qué está pasando siempre debajo del jardín

que las rosas acuden sin descanso.

Qué está pasando siempre bajo ese oscuro espejo

donde nada se oculta ni disuelve.

Qué pasa, qué está pasando siempre debajo de la sombra

que las rosas perecen y renacen.

Que nunca se desmiente su figura,

que son eternas sombras, idénticos recuerdos.

Qué está pasando siempre bajo la tierra oscura

donde la luz levanta rubias alas

y se despliega límpida y sonora.

Qué está pasando siempre bajo el cuerpo secreto de la rosa

que no puede negarse al cielo temporal de los jardines,

que no puede evitar el ser la rosa, precisa voluntad, sueño visible.

Qué pasa, qué está pasando siempre sobre mi corazón

que me siento doliéndole a la sombra,

estorbándole al aire su perfil y su espacio.

Y nunca accedo a destruir mi nombre,

y no aprendo a olvidarme, y a morir lentamente sin deseos,

como la rosa límpida y sonora que nace de lo oscuro.

Que se inclina hacia el seno impasible de la tierra

confiando en que la luz la está esperando, creándose la luz,

eternamente fija y libertada bajo el cuerpo secreto de la ro


Preludio para una máscara

El rocío decora los restos de un naufragio

Donde sólo la muerte palpita débilmente.

Los astros ya no agitan sus tiernas cabelleras

Sobre el rostro invisible que decora el rocío.

Sin color se adelanta por la muerte un recuerdo

Que aprisiona en sus alas la forma que mi cuerpo

Tendrá cuando sea el tiempo de que la muerte quede

Enterrada en el rostro que decora el rocío.


Yo no quiero morirme ni mañana ni nunca,

Sólo quiero volverme el fruto de otra estrella;

Conocer cómo sueñan los niños de Saturno

Y cómo luce la tierra cubierta de rocío.

Algo visible y cierto me arrastra por el alma

Hasta un balcón vastísimo donde nada aparece;

Allí me quedo inmóvil escuchando que muero;

Presintiendo aquel rostro que decora el rocío.


El árbol que mi sombra levanta cada día Sediento

de los cielos devora sus raíces;

Toca en las puertas blancas del naufragio lejano

Y florece en el rostro que decora el rocío.

Con el sol que solloza por la muerte que un día

Le hará rodar oscuro debajo de la tierra,

De súbito ilumino mi estancia venidera

Donde deslumbra el rostro que decora el rocío.

No soy en este instante sino un cuerpo invitado

Al baile que las formas culminan con la muerte.

Dondequiera que al tiempo disimulo o niego

Surge radiante el rostro que decora el rocío.


Ahora me reconozco como un huésped que llega

A una estación extraña a pasar breves días.

Mi patria se desnuda serena entre las nieblas:

Su extensión es el rostro que decora el rocío.

No importa que la muerte sea una nieve eterna

Que a la forma en el tiempo aprisiona y exige.

Un valle silencioso florece en mi recuerdo,

Y siento que a mi rostro lo decora el rocío.


Memorial de un testigo*

I

Cuando Juan Sebastián comenzó a escribir la Cantata del café,

yo estaba allí:

llevaba sobre sus hombros, con la punta de los dedos,

el compás de la zarabanda.


Un poco antes,

cuando el siñorino Rafael subió a pintar las cameratas vaticanas

alguien que era yo le alcanzaba un poquito de blanco sonoro

bermejo,

y otras gotas de azul virginal, mezclando y atenuando,

hasta poner entre ambos en la pared el sol parido otra vez,

como el huevo de una gallina alimentada con azul de Metilene.

¿Y quién le sostenía el candelabro a Mozart,

cuando simboliteaba (con la lengua entre los dientecillos de ratón)

los misterios de la Flauta y el dale que dale al Pajarero y a la

Papagina?

¿Quién, con la otra mano, le tendía un alón de pollo y un vasito de

vino?


Pero si también yo estaba allí, en el Allí de un Espacio escribible

con mayúsculas,

en el instante en que el Señor Consejero mojaba la pluma de

ganso engadino,

y tras, tras, ponía en la hojita blanca (que yo iba secando con

acedera meticulosamente)

Elegía de Marienbad, amén de las lágrimas.

Y también allí, haciendo el palafrenero,

cuando hubo que tomar de las bridas al caballo del Corso

y echar a correr Waterloo abajo. Y allí, de prisa, un tantito más

lejos, yo estaba

junto a un hombre pomuloso y triste, feo más bien y no demasiado

claro,

quien se levantó como un espantapájaros en medio de un

cementerio, y se arrancó diciendo:

Four score and seven years ago.

Y era yo además quien, jadeante, venía (un tierno gamo de ébano

corre por la orillas de Manajata)

de haber dejado en la puerta de un hombre castamente erótico

como el agua,

llamado Walterio, Walterio Whitman, si no olvido,

una cesta de naranjas y unos repollos morados para su caldo,

envío secretísimo de una tía suya, cuyo rígido esposo no admitía

tratos

con el poco decente gigantón oloroso a colonia.

II

Ya antes en todo tiempo yo había participado mucho. Estuve

presente

(sirviendo copas de licor, moviendo cortinajes, entregando

almohadones, cierto, pero estuve presente),

en la conversación primera de Cayo Julio con la Reina del Nilo:

una obra de arte, os lo digo, una deliciosa anticipación del

psicoanálisis y de la radioactividad.

La reina llevaba cubierta de velos rojos su túnica amarilla,

y el romano exhibía en cada uno de sus dedos un topacio

descomunal, homenaje frustrado

a los ojos de la Asombrosa Señora. ¿Quién, quién pudo engañarle

a él, azor tan sagaz, mintiéndole el color de aquellos ojos?

Nosotros en la intimidad le decíamos Ojito de Perdiz y Carita de

Tucán,

pero en público la mencionábamos reverentemente como Hija del

Sol y Señora del Nilo,

y conocíamos el secreto de aquellos ojos, que se abrían grises con

el albor de la mañana,

y verdecían lentamente con el atardecer.

III

Luego bajé a saltos las escaleras del tiempo, o las subí, ¡quién

sabe!

para ayudar un día a ponerse los rojos calzones al Rey Sol en

persona,

(la música de Lalande nos permitía bailar mientras trabajábamos):

y fui yo quien en Yuste sirvió su primera sopita de ajos al Rey,

ya tenía la boca sumida, y le daba cierto trabajo masticar el pan,

y entré luego al cementerio para acompañar los restos de

Monsieur Blas Pascal,

que se iba solo, efectivamente solo, pues nadie murió con él ni

muere con nadie.

¡Ay las cosas que he visto sirviendo de distracción al hombre y

engañándole sobre su destino!

Un día, dejadme recordar, vi a Fra Angélico descubrir la luz de

cien mil watios,

y escuché a Schubert en persona, canturreando en su cuarto la

Bella Molinera.

No sé si antes o después o siempre o nunca, pero yo estaba allí,

asomado a todo

y todo se me confunde en la memoria, todo ha sido lo mismo:

un muerto al final, un adiós, unas cenizas revoladas, ¡pero no un

olvido!

porque hubo testigos, y habrá testigos, y si no es el hombre será el

cielo quien recuerde siempre

que ha pasado un rumoroso cortejo, lleno de vestimentas y

sonatas, lleno de esperanzas

y rehuyendo el temor: siempre habrá un testigo que verá

convertirse en columnilla de humo

lo que fue una meditación o una sinfonía, y siempre renaciendo.

IV

Yo estuve allí,

alcanzándole su roja peluca a Antonio Vivaldi cuando se

disponía cantar el Dixit,

yo estuve allí, afilando los lápices de Mister Isaac Newton, el de

los números como patitas de mosca,

y unos días después fui el atribulado espectador de aquel médico

candoroso

que intentaba levantar una muralla entre el ceñudo portaestandarte

Cristóbal Rilke

y la muerte que él, dignamente, se había celosamente preparado.


Sobre los hombros de Juan Sebastián,

con la punta de los dedos, yo llevaba el compás de la zarabanda.

Y no olvido nada,

guardo memoria de cada uno de los trajes de fiesta del Duque de

Gandía, pero de éstos,

de estos rojos tulipanes punteaditos de oro, de estos tulipanes que

adornan mi ventana,

ya no sé si me fueron regalados por Cristina de Suecia, o por

Eleonora Duse.

* Suite para orquesta no 1 (1066), de J. S. Bach.


Marcel Proust pasea en barca por la bahía de Corinto*

A la sombra de la juventud florecida

sentábase todos los días el viejo Anaximandro.

Tan viejo estaba el famoso mandrita,

que no despegaba los labios, ni sonreía, ni parecía comprender

la fiesta de aquellas cabelleras doradas, de aquellas

risas y picardías de las muchachas más bellas de Corinto.


Fue hacia el final de su vida,

cuando ya decíase la gente a sí misma al verle pasar:

a Anaximandro le quedan, cuando más, tres o cuatro girasoles por

deshojar;

fue en aquel pedacito de tiempo que antecede al morirse,

cuando Anaximandro descubrió la solución del enigma del

tiempo.

Fue allí en Corinto, junto a la bahía, rodeado de muchachas

florecidas.

Le había dado por la inofensiva manía

de protegerse con un quitasol mitad verde mitad azul a la hora del

mediodía;

no saludaba a las gentes de su edad, no frecuentaba los sitios de

los ancianos,

ni parecía tener en común con los del ágora

otra cosa que senectud y nieve alrededor de las mandíbulas:

Anaximandro

se había mudado al tiempo de la juventud florecida,

como quien cambia de país para curarse una dolencia vieja.

Llegaba con el mediodía a la sombra sonora de aquellas

muchachas de Corinto;

arrastrando los pies, impasible, con su quitasol abierto, y

sentábase calladito,

sentábase en medio de ellas a oír sus gorjeos, a observar la

delicada geometría de aquellas rodillas de color de trigo, a

atisbar alguna fugitiva paloma de rosado plumaje,

volando bajo el puente de los hombros.

Nada decía el viejo Anaximandro

ni nada parecía conmoverle bajo su quitasol, sintiendo el tiempo

pasar entre las dulces muchachas de Corinto, el tiempo

hecho una finísima lluvia

de alfileres de oro, de resplandor de cerezas mojadas,

el tiempo fluyendo en torno a los tobillos de las florecidas palomas

de Corinto,

el tiempo que en otros sitios acerca a los labios del hombre una

copa de irrechazable veneno,

ofrecía allí el néctar de tan especial ambrosía,

como si él, el tiempo, también quisiese vivir, y hacerse persona, y

deleitarse

en el raso de una piel o en el rayo de una pupila entre verde y azul.

Silencioso Anaximandro

como un cisne navegaba cada día entre las nubes de la belleza, y

permanecía;

estaba allí, dentro y fuera del tiempo, paladeando lentos sorbitos

de eternidad, con el ronroneo del gato junto a la estufa. Al

atardecer volvía a su casa,

y pasaba la noche dedicado a escribir pequeños poemas para las

rumorosas palomas de Corinto.

Los otros sabios de la ciudad murmuraban sin descanso.

Anaximandro había llegado a ser, más que el ritmo de las cosechas

y que el vaivén de los navíos,

el tema predilecto de los aburridos conciliábulos:

–“Siempre os dije,

oh ancianos de Corinto, afirmaba su viejo enemigo Pródico,

que éste no era un sabio verdadero ni siquiera un hombre

medianamente formal. ¿Su obra?

Todo copiado. Todo repetido. Pero vacío por dentro. Vacío como

un tonel de vino cuando los hijos de Tebas vienen a

saborear la luz de los viñedos de Corinto”.

Anaximandro cruzaba impasible las calles de la ciudad, rumbo a

a bahía.

Llevaba abierta su sombrilla azul, y cazaba al vuelo los rumores

de cuanto ocurría:

un día tras otro se iba hacia los sótanos del tiempo algún profundo

anciano.

Los sabios eran talados, día a día, por las mensajeras de

Proserpina, y sólo sus cenizas

pasaban, rumbo al mar, entre las aguas cubiertas de violetas que es

el mar de Corinto.

Todos se iban, y Anaximandro seguía allí, rodeado de muchachas,

sentado bajo el sol.

Un pliegue de la túnica de Atalanta, la garganta de Aglaé,

cuando Aglaé lanzaba hacia el cielo su himno para imitar las

melodías del ruiseñor,

una sonrisa de Anadiomena, eran todo el alimento que

Anaximandro requería: y estaba allí, seguía allí, cuando

todo a su alrededor se había evaporado.

Un día, allá, desde lo lejos,

se vio dibujarse una pequeña barca

en el trashorizonte de la bahía de Corinto.

Venía en ella, remando con fatigada tenacidad de asmático, un

hombrecito:

cubría su cabeza un sombrero de paja, un blanco sombrero de paja

encintado de rojo. Desde su confín

el hombrecito miraba hacia el corazón de la bahía, y descubría a

lo muy lejos

una sombrilla azul, un redondelito aureolado como el sol. Hacia

allí bogaba.

Terco, tenaz, tarareando una cancioncilla, el hombrecito de manos

enguantadas

remaba sin cesar. Anaximandro comenzó a sonreír. La barca,

inmóvil en medio de la bahía,

vencía también el tiempo. Despaciosamente el blanco sombrero

de paja anunció que el hombre regresaba.

Esa noche, poco antes de irse a dormir,

Marcel Proust gritaba exaltado desde su habitación:

“Madre, tráigame más papel, traiga todo el papel que pueda.

Voy a comenzar un nuevo capítulo de mi obra.

Voy a titularlo: “A la sombra de las muchachas en flor”.

* Castor y Polux, Rameau.

[1973]

El hombre habla de sus vidas anteriores

El hombre habla de sus vidas anteriores

Cuando yo era un pequeño pez,

cuando sólo conocía las aguas del hermoso mar,

y recordaba muy vagamente haber sido

un árbol de alcanfor en las riberas del Caroní,

yo era feliz.


Después, cuando mi destino me hizo

reaparecer encarnado en la lentitud de un leopardo,

viví unos claros años de vigor y de júbilo,

conocí los paisajes perfumados por la flor del abedul,

y era feliz.


Y todo el tiempo que fui

cabalgadura de un guerrero en Etiopía,

luego de haber sido el tierno bisabuelo de un albatros,

y de venir de muy lejos diciendo adiós a mi envoltura

de sierpe de cascabel,

yo era feliz.


Mas sólo cuando un día

desperté gimoteando bajo la piel de un niño,

comencé a recordar con dolor los perdidos paisajes,

lloraba por algunos perfumes de mi selva, y por el humo

de la maderas balsámicas del Indostán.


Y bajo la piel de humano

ya llevo tanto sufrido, y tanto, y tanto,

que sólo espero pasar, y disolverme de nuevo,

para reaparecer como un pequeño pez,

como un árbol en las riberas del Caroní,

como un leopardo que sube al abedul,

o como el antepasado de una arrogante ave,

o como el apacible dormitar de la serpiente junto al río,

o como esto o como lo otro, ¿o por qué no?,

como una cuerda de la guitarra donde alguien,

sea quien sea,

toca interminablemente una danza que alegra de igual modo

a la luna y al sol.

[1969]


Charada para Lydia Cabrera

Uno caballo, dos mariposa, tres marinero,

mira el caballo, mira el marino,

mira la mariposa.

Va de blanco vestido el marino,

blanca es la pelliza del caballo,

ríe la mariposa blanca.

Tres marinero, dos mariposa, uno caballo,

sobre el blanco caballo vuela el marino,

sobre el marino va la mariposa,

dos mariposa, uno caballo, tres marinero,

mira el caballo a la mariposa,

mira el marino la blanca risa de su caballo,

la mariposa mira al marino, mira al caballo,

vuela el caballo, canta el marino

canción de cuna a la mariposa,

duerme el caballo y sueña con el marino,

duerme la mariposa y sueña que es el caballo,

duerme el marino y sueña ser mariposa,

uno caballo, dos mariposa, tres marinero,

tres mariposa, dos marinero, uno caballo,

uno marinero, uno caballo, uno mariposa.

[1968]


Epitafio para María Kodama

Me gusta que se llame

María Kodama

el invento póstumo de

Jorge Luis Borges.


María Kodama es

el nombre borgiano de la esposa

del Impertinente Maestro de Ceremonias

Kiro Kotsuké No-Suke,

llamado también Ochi Kotsuké No-Suki,

que era a su vez la verdadera

Madame Pechogris, novia

favorita de mi temido amigo

Yuko Mishima.

Mishima fue, como todos saben,

el pseudónimo oriental de

Jorge Luis Borges.


Jorge Luis Borges,

el jardinero japonés que un día,

desesperado de soledad,

engendró a María Kodama.


Festín de Alejandro

Para desayunar,

Alejandro el Grande prefería

testículos de tigre

con salsa de caviar;


Para la merienda,

el omnipotente Alejandro exigía

frituras de unicornio

con néctar de mandarinas;


Para cenar,

el dueño del mundo, Alejandro,

se contentaba

con una corteza de manzana calentada

entre los senos de Astarté.


GASTÓN BAQUERO (1914-1997). Es uno de los poetas más importantes de Cuba y de la lengua. Dejó de publicar poesía durante gran parte de su vida,mientras se dedicaba al periodismo. En los años 60 volvió a publicar desde su exilio en España, donde pasó el resto de su vida. Ambas etapas, la cubana y la española, están marcadas por dos modos de interpretar el poema con una calidad que no se corresponde con el silencio que rodeó a su obra. Esta selección de sus poemas, basada en el criterio particular que el poeta tenía de su poesía, intenta acercarse a lectores nuevos de Cuba y del mundo donde quiera que vivan, como él mismo quisiera en la dedicatoria que hizo en sus Poemas invisibles (1991).

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