La gran estafa
MANUEL SOSA
Haber sido estudiante en la Cuba de las altísimas promociones no equivale a tener créditos o a cargar la desazón del que se sabe parte de una estafa. Bueno fue bastarse a sí mismo cuando era fácil depender del trucaje. Y los que accedieron al conocimiento prestado, que se las entiendan ahora con su conciencia. Entre ellos, casi todos nosotros, que preferíamos usar el aprendizaje como prenda de canje. Mi propio ejemplo sirve para ilustrarlo: nunca necesité aprender matemáticas o ciencias abstractas; mis ventajas con el idioma inglés y mis aptitudes para la literatura o la historia me servían para abastecerme de lo que carecía. En la etapa de exámenes, cada cual buscaba sus correspondencias. Y nadie se sentía culpable.
Todo empezaba por el Ministerio de Educación, necesitado de abultados porcentajes que ofrecer al gobierno. Y el gobierno revolucionario sólo entendía (entiende) de grosor e índices cuantitativos. Eran los logros que se anunciaban al mundo, en materia educativa: miles de egresados, graduaciones espectaculares, altos rendimientos académicos. Las provincias pedían promoción a los municipios; los municipios pedían promoción a las escuelas; los directores a los respectivos profesores. Si un número significativo de alumnos suspendía ciertas materias, se cuestionaba la eficiencia de los educadores. De modo que la fórmula estaba planteada: a mayor rendimiento, menor escrutinio. El fraude se hizo parte imprescindible de la numerología y las estadísticas que proclamaban la excelencia de nuestro sistema de enseñanza.
En mi época de estudiante, existían unos cuantos trucos para sobrevivir ignorancias y perezas. Las muchachas se garabateaban los muslos con fórmulas, enumeraciones, ejemplos, nombres difíciles, ecuaciones. Los varones pasaban la noche anterior al examen elaborando complejos y minúsculos acordeones, usando tiras de papel, donde copiaban los recetarios más largos, las respuestas de todo un semestre. Lo más común era “soplar”, verbalmente o por señas, cuando los profesores no miraban. Y copiar abiertamente de los vecinos de pupitre. Nadie se enfadaba por ello; de alguna manera se había implantado en todos aquella mentalidad de engañar al sistema. Y de engañarse a sí mismos.
El fraude colectivo era usual, y en las becas era una cuestión de solidaridad elemental. Cuando los grupos se diseñaban según el lugar de origen, los alumnos aventajados no abandonaban a los coterráneos a su suerte. Toda la gente del pueblo tenía que aprobar. Era una regla silenciosa: no entregar el examen hasta asegurarse de que los amigos habían respondido correctamente aquellas preguntas punzantes.
Cierto era que no todos los profesores se prestaban para el fraude abierto. De ahí su clasificación de “suaves” y “duros”. Sin embargo, aquellos que dependían estrictamente del nivel de promoción y no de su maestría, eran capaces de copiar las respuestas en la pizarra. Yo pude presenciar varias salidas de ese tipo: luego de un curso de improvisaciones y dictado robótico, y luego de los obligatorios y precarios repasos (los exámenes venían desde la provincia, y a veces ni los propios profesores sabían con certeza qué sorpresas podrían encontrar) tenían que acudir a rescatarnos si nos tocaba una pregunta inesperada. Escribían la respuesta, la borraban aprisa, y se marchaban a “aclarar dudas” en el aula siguiente.
Ese método de “aclarar dudas” era tremendamente efectivo, ya que se garantizaba que la mayor cantidad de respuestas fuesen correctas, sin necesidad de copiar en la pizarra. Bastaba el énfasis en la entonación, o el guiño de un ojo. El profesor leía las preguntas y nos daba indicios, recorría los pupitres, asintiendo o negando, sugiriendo respuestas por asociación.
Existe un catálogo de historias, ficticias y reales, sobre el fraude en Cuba. Se dieron muchos casos de alumnos que tenían coeficientes mentales propios del Paleolítico y que lograron graduarse del bachillerato. Circulaba el cuento (una suerte de leyenda urbana) de un profesor que le decía al alumno: “No te puedo decir la respuesta. Pero es fácil: el poder fue tomado por …son dos palabras… la primera es lo que más nos gusta del puerco…la segunda es una marca de cigarros… ¿entiendes?”. En vez de masas populares, aquella bestia uniformada escribió: El poder fue tomado por los chicharrones vegueros.
De esas mismas fuentes se derivaron otras cosas increíbles: El ingeniero hidráulico Don Quijote de La Mancha, el destacado escritor Anónimo, la caza despiadada del dinosaurio, el Negro cediéndole el asiento al Rojo en la guagua, etcétera. Recuerdo el rostro despavorido de aquellos que preferían escribir cualquier cosa antes que dejar una pregunta en blanco. Muchos lograron ingresar a la universidad, y de algún modo graduarse, posiblemente usando las mismas estrategias de apropiación de conocimientos.
En la actualidad, la ilusión de los números continúa cegando al gobierno. En comparación con las décadas precedentes, debe haberse atenuado. Se sigue vendiendo la imagen del nivel de preparación e instrucción en la masa popular (que no el chicharrón veguero), de la calidad de la medicina y la enseñanza. La sociología cubana, si pudiese implementarse debidamente, pudiera constatar cuánto de ficticio tiene el nivel cultural del profesional medio. De los educadores, cuántos pueden alardear de buena ortografía, por ejemplo; de los médicos, cuántos mantienen un comportamiento civil que se atenga a la tradición hipocrática. Yendo a sus términos, los síntomas revelan la dolencia. Convertir en patricio al plebeyo, si bien funciona como retórica jacobina, no es dable en forma de proyecto inmediato y verificable.
El fraude académico, como vía soterrada de esgrimir cifras portentosas, no es recuerdo ni vivencia castrista. Forma parte aún, junto a otros, del Fraude mayor que nos mantiene en la sed de los espejismos. Sus desprendimientos siguen nuestros pasos, viven en la isla, se reparten por el mundo. Ahora nos toca sobrevivir al papel que nos endilgaron y que ejecutamos en la farsa.
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Manuel Sosa, poeta y ensayista, nació en Meneses (Las Villas, Cuba), en 1967. Se graduó de Licenciatura en Lengua Inglesa y ejerció como profesor de Fonética y Estilística en el instituto Pedagógico de Sancti Spíritus hasta 1998, año en que salió definitivamente de Cuba. Vivió sucesivamente en Toronto, Charlotte y desde 1999 en Atlanta, Georgia. Su primer libro, Utopías del Reino (1992), fue Premio David de Poesía y Premio de la Crítica 1994. Ha publicado además los poemarios: Saga del tiempo inasible (1995), Canon (2000), Todo eco fue voz (2007) y Una doctrina de la invisibilidad (2008). De 2007 a 2010 coordinó el blog La Finca de Sosa.