Gastón
NELSON LLANES
Gastón
Anverso
La tarde volvía a lucir espléndida. Fue entonces que la elegí. Tenía un aire tan sereno y altivo que pensé que no me complicaría entrando y saliendo continuamente de tiendas y bazares, o subiendo y bajando de tranvías. Llevaba un bolso que parecía algo pesado, si bien no aparentaba estar completamente lleno. Suponía que la dama no rebasaba la medianía de edad; aún así, caminaba despacio, como si tuviera cierta dificultad al andar o no llevara prisa. De vez en cuando se volvía como buscando algo, mas no miraba hacia arriba. Debía ser algo pequeño para que no apartara sus ojos del pavimento. A veces hacía un ademán injustificado y emitía un sonido apenas perceptible con los labios, que al principio no logré distinguir. Muy pronto me vi tentado a enrumbar mi camino al suponer que se trataba de una enajenada de las tantas que andan errantes por el mundo, en cambio la idea de encerrarme en mi casa tan temprano me producía una indecible zozobra. Había andado tras ella por espacio de un cuarto de hora y habíamos atravesado más de una docena de intercepciones. Su comportamiento era, hasta ese momento, el mismo: hacía chasquear los dedos, y emitía un silbido muy agudo ( esta vez lo percibía ), en cierta forma quejumbroso; siempre mirando hacia el suelo. De repente se acercó a un banco en el que se sentó sin apartar su mirada del asfalto. Como no me sentía comprometido, ni era probable que me considerara peligroso, me acerqué y me senté a su lado.
—¿Busca algo? —pregunté.
—Gastón se ha tardado hoy más de la cuenta —repuso en el acto.
—¿Gastón?
‘Está más aburrida que yo’, pienso. Sin dilación me levanté y luego de superar una veintena de pasos advertí, al mirar involuntariamente hacia atrás, el intenso forcejeo que sostenía con algo que escondía dentro de su bolso. Una vez que lo hubo neutralizado, con un gran acopio de fuerza, le echó el cierre al bolso y prosiguió la marcha, esta vez más rápido. Varias preguntas vinieron a mi mente: ¿qué era lo que había encerrado en su bolso, por qué había apurado el paso, y hacia dónde se dirigía? Presa de una reanimada curiosidad enfilé mis pasos tras ella. Notaba que la carga se le hacía pesada y que el contenido se movía con gran excitación. Por un momento creí que le dejaría salir cuando puso el bolso en el piso y se llevó las manos a la cabeza. Unos segundos después siguió resuelta por un estrecho callejón que conectaba la parte nueva de la ciudad con la más antigua. La rudimentariedad de las callejuelas y la ausencia de aceras le dificultaba el avance. Sabía que la zona era peligrosa y quizá por ello miraba a hurtadillas hacia atrás, razón por la que me mantuve a una distancia prudencial. Pensaba que si me veía me reconocería y me arrepentía de haberla confrontado. Tal era la curiosidad que estaba decidido a llegar al final de su recorrido, si es que había alguno. En un abrir y cerrar de ojos creí haberla perdido de vista y corrí hasta llegar al final de una cuadra que terminaba justo al lado de un área despoblada donde se alzaban obras en construcción. Desde allí, a unos pocos metros, la vi desplazarse por un pasillo hacía el interior de una casa de vecindad. Cada vez me acercaba más hasta que me detuve cuando empujó una roñosa portezuela y entró. Dentro de la estancia escuché que decía a voz en cuello: “Amores míos, aquí está Violetta”. Y seguidamente entonó, desafinando una y otra vez, lo que tantas veces había escuchado:
Follie! follie! Ah sì! Gioir, gioir!
Sempre libera degg’io
folleggiare di gioia in gioia,
vo’ che scorra il viver mio
pei sentieri del piacer.
Nasca il giorno, o il giorno muoia, sempre lieta ne’ ritrovi,
a diletti sempre nuovi,
dee volare il mio pensier.
Mi curiosidad llegó al extremo y en cuanto me vio entrar me sostuvo por un brazo y me dijo:
“Alfredo... ¡Oh amore!” Mis ojos no daban crédito a la escena. Había reunido en aquella pequeña habitación a más de sesenta gatos, sin contar a Gastón que venía encerrado en su bolso.
Reverso
Había reunido en aquella pequeña habitación a más de sesenta gatos, sin contar a Gastón que venía encerrado en su bolso. Mi curiosidad llegó al extremo y en cuanto me vio entrar me sostuvo por un brazo y me dijo: “Alfredo... ¡Oh amore!” Mis ojos no daban crédito a la escena. Dentro de la estancia escuché que decía a voz en cuello: “Amores míos, aquí está Violetta”. Y seguidamente entonó, desafinando una y otra vez, lo que tantas veces había escuchado:
Follie! follie! Ah sì! Gioir, gioir!
Sempre libera degg’io
folleggiare di gioia in gioia,
vo’ che scorra il viver mio
pei sentieri del piacer.
Nasca il giorno, o il giorno muoia, sempre lieta ne’ ritrovi,
a diletti sempre nuovi,
dee volare il mio pensier.
Cada vez me acercaba más hasta que me detuve cuando empujó una roñosa portezuela y entró. Desde allí, a unos pocos metros, la vi desplazarse por un pasillo hacía el interior de una casa de vecindad. En un abrir y cerrar de ojos creí haberla perdido de vista y corrí hasta llegar al final de una cuadra que terminaba justo al lado de un área despoblada donde se alzaban obras en construcción. Tal era la curiosidad que estaba decidido a llegar al final de su recorrido, si es que había alguno. Pensaba que si me veía me reconocería y me arrepentía de haberla confrontado. Sabía que la zona era peligrosa y quizá por ello miraba a hurtadillas hacia atrás, razón por la que me mantuve a una distancia prudencial. La rudimentariedad de las callejuelas y la ausencia de aceras le dificultaba el avance por lo que aminoró el paso. Por un momento creí que le dejaría salir cuando puso el bolso en el piso y se llevó las manos a la cabeza. Notaba que la carga se le hacía pesada y que en contenido se movía con gran excitación. Presa de una reanimada curiosidad enfilé mis pasos tras ella. Varias preguntas vinieron a mi mente: ¿qué era lo que había encerrado en su bolso, por qué había apurado el paso, y hacia dónde se dirigía? Una vez que lo hubo neutralizado, con un gran acopio de fuerza, le echó el cierre al bolso y prosiguió la marcha, esta vez más rápido. ‘Está más aburrida que yo’, pienso. Y luego de superar una veintena de pasos advertí el intenso forcejeo que sostenía con lo que escondía dentro del bolso.
—¿Gastón?
—Gastón se ha tardado hoy más de la cuenta —repuso en el acto.
—¿Busca algo?
De repente se acercó a un banco en el que se sentó sin apartar su mirada del asfalto. Como no me sentía comprometido, ni era probable que me considerara peligroso, me acerqué y me senté a su lado. Su comportamiento era, hasta ese momento, el mismo: hacía chasquear los dedos, y emitía un silbido muy agudo (esta vez lo percibía), en cierta forma quejumbroso; siempre mirando hacia el suelo. Había andado tras ella por espacio de un cuarto de hora y habíamos atravesado más de una docena de intercepciones. Muy pronto me vi tentado a enrumbar mi camino al suponer que se trataba de una enajenada de las tantas que andan errantes por el mundo, en cambio la idea de encerrarme en mi casa tan temprano me producía una indecible zozobra. A veces hacía un ademán injustificado y emitía un sonido apenas perceptible con los labios, que al principio no logré distinguir. Debía buscar algo pequeño para que no apartara sus ojos del pavimento. De vez en cuando se volvía, mas no miraba hacia arriba. Suponía que la dama no rebasaba la medianía de edad; aún así, caminaba despacio, como si tuviera cierta dificultad al andar o no llevara prisa. Tenía un aire tan sereno y altivo que pensé que no me complicaría entrando y saliendo continuamente de tiendas y bazares, o subiendo y bajando de tranvías. La tarde volvía a lucir espléndida. Fue entonces que la elegí.
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Nelson Llanes (Cuba, 1962). Graduado de Historia del Arte. Ha publicado artículos sobre artes plásticas, cine y música en diferentes medios impresos. Algunos de sus cuentos han aparecido en la revista Conexos y Parva forma. Ha publicado Los cazadores de nieve (Editorial Silueta, Miami, 2019), El suplicio de los gatos (Editorial Casa Vacía, 2021). Próximamente saldrá su último trabajo titulado Subpapeles (Editorial Círculo Rojo, España).