Octavio es nombre de emperador romano
LUIS CINO ÁLVAREZ
A Néstor Baguer, qué pena….
En el jardín sonaba la música de Glen Miller y olía a madreselva. Bailaba mejilla con mejilla con la mujer alta del vestido rojo. Aspiró su perfume de Guerlain y sus muslos apretaron la pierna derecha de ella. Comenzaba a tener una erección, pero cuando fue a besarla lo despertó el dolor en la cadera. La erección se convirtió en un insoportable deseo de mear. Los perfumes en una mezcla de olores nauseabundos. Alzó la vista al cielo y en vez de estrellas, su vista chocó con los desconchados y las manchas de humedad del techo del hospital.
Fue a pedir el pato para mear, pero la silla del acompañante estaba vacía. “Puñetero muchacho. Andará puteando por los pasillos con alguna enfermerita. O no vino el relevo a su hora y se habrá largado en su puñetera moto”, pensó.
Al principio, dos oficiales de nombres bíblicos se turnaban en cuidarlo. Procuraban ser amables e inteligentes. Le hablaban de libros, comentaban la situación internacional y le daban ánimo. Dejaron de venir cuando vieron que la enfermedad se prolongaba. Los sustituyeron los dos jóvenes con nombres enrevesados y aspecto de matones. Sólo pensaban en comer, templarse a las enfermeras y largarse en cuanto terminaba su turno de guardia. Porque no era otra cosa que una guardia. Velaban de mala gana a un pobre viejo en las últimas. ¿Para qué engañarse pensando otra cosa?
A sus gritos, vino una enfermera negra y de mala gana, lo puso a mear.
-Ay, negrona, si te cojo en mis buenos tiempos- le dijo, o creyó que le dijo. De todos modos, la enfermera no le hizo caso y salió del cuarto, apresurada y meneando el culo, a reanudar el chisme o retomar el sueño.
- O a verse con el maricón médico de guardia que se la debe estar templando, porque sólo para eso sirven las negras- comentó con el acompañante o con la sombra que dormitaba en la silla.
Hundió su cara entre los muslos macizos, calientes y prietos, aspiró el olor acre y dulzón, y sintió en la punta de la lengua la cosquilla de los ensortijados vellos. La Mora, una negra de facciones arábigas del bayú de Marina, enviada por el Profeta, desde su dotación de huríes, para él, sólo para él…
-Ah, El Diario de La Marina. ¡Qué tiempos esos! ¿Se creerán de verdad estos tipos que no añoro aquella vida? Que la cambié gustoso por servir a su revolución de chusmas, mediocres y mierderos? ¿Pensarán que acepto a gusto mi condición de chivato?
Ellos sabían que tenía miedo. Gozaban con el temblor de sus manos en cada entrevista. Los hacía gozar con su miedo, que en realidad, era mucho menos que el que ellos suponían. ¿Qué tiene un viejo que perder? ¿Una habitación alquilada, un montón de libros, un bastón, un gato?
Hablar un poco de mierda. Siempre hablar mal de los demás. Decirles lo que querían oír. Que fulano es un borracho y mengano, un maricón. Oír lo que querían que oyera. Fingir que lo creía todo. A cambio le prometían homenajes y devolverle la mansión de su familia.
Los honores se los podían meter por el culo, los reconocimientos no los necesitaba. La casa era otra cosa. El primer paso para volver a ser él. No Octavio ni una pinga. ¡Con su manía ridícula de los nombres bíblicos y de emperadores romanos! ¿A quién le temerían ellos? ¿Por qué la mariconería de esconder sus nombres?
A punto de volverse a dormir, cruzó el portal y montó en el carro. Bajar el Prado hacia el Malecón y coger izquierda hacia el túnel, atravesar Miramar, recto por Quinta Avenida hasta los cabarets de la playa…Las luces del Coney Island, El Chori, el Pensylvania, las mamboletas, Olga Guillot que imploraba “miénteme más, que me hace tu maldad feliz”…
Era en Quinta Avenida pero no la casa de algún amigo. Ya para entonces le quedaban pocos. Lo llevaron en un carro ruso y le dijeron que sólo querían tener una pequeña conversación. A la tercera cerveza aceptó convertirse en agente de penetración. No tuvieron que insistirle mucho. Estaba muy viejo para ir a la cárcel, pero un asilo podía ser peor…
Lo malo fue que lo llamaron compañero. Que compañero ni un coño de su madre. Compañeros son los bueyes. Era un tipo superior y ellos lo sabían. Siempre lo fue. A caballo y con pistola al cinto, en la finca de Pinar del Río. En Madrid, Paris o New York. En la redacción del periódico, cazando faltas de ortografía y tratando de enseñar modales refinados y a escribir a ese bando de incapaces y atorrantes. Observaba irónico a los imitadores del japonesito pretencioso de los retruécanos espantosos, a los convidados de piedra del banquete lezamiano y al orfanato de poetas coloquialistas, consignatarios y sin musa. Atropellados con sus penas, que son tantas que por eso no los matan. Infelices!
No se traiciona a los que son inferiores, sólo se les utiliza. Lo aprendió desde niño. Su padre se lo repetía y nunca lo olvidó.
Sólo tuvo reparos en vigilar al Grande. Llegó a ser su amigo, pero nunca un igual. Tenía talento para escribir cuentos, pero le faltaba clase. La revolución lo sacó del campo, lo becó y lo hizo persona. Un personaje a la medida de estos tiempos: Un palurdo talentoso con más de oso que de talento. En un país de ciegos, el tuerto es rey.
Nunca se atrevió a llevar al Grande al Parnaso. Allí no bastaba con proclamarse seguidor de Salinger o Faulkner o de la anti poesía de Nicanor Parra. Hablaba demasiada mierda cuando se emborrachaba, aún antes de la Gran Desilusión.
El Parnaso era otra cosa. Al jardín de Dulce María Loynaz no llegaba cualquiera. Sólo los elegidos. Miró de reojo al maricón pinareño, siempre inoportuno e impostor, y apuró con resignación su taza de té, porcelana de Cevres 1913.
Empezó a leer un poema, pero en lugar de un alejandrino se le escapó un peo. Iba a bromear con el viejo de la cama vecina cuando recordó que había muerto ayer al mediodía.
Entonces, volvió a sentir como si le resbalaran piedras calientes por el estómago y se acordó de sus hijos. Los vio por última vez hace 30 años en Lima, cuando aún no era la horrible y a él le permitían viajar. Luego de una charla en San Marcos, harto de whisky, en correría del puente a La Alameda. Les dijo que no se quería ir de Cuba. Fue su último viaje. ¿O el último fue a Moscú?
Iba a preguntarle al Grande cual fue el último viaje, pero recordó que estaba preso. Lo condenaron a 20 años. Por suerte, no tuvo que estar en el juicio. Su declaración la llevaron en un video. Lo filmaron con boina y camisa blanca, en una silla de ruedas, hablando mierda hasta por los codos. Todo por la casa de su familia. En la vida todo tiene su precio.
Algo le apretó la garganta. Pidió a gritos que le trajeran agua. Un vómito de sangre le impidió volver a gritar. No hizo falta. Todos acudieron en tropel: su padre, la enfermera negra, La Mora, los guajiros de la finca, todas sus mujeres, el Grande, sus hijos, el acompañante de nombre impronunciable y cara de matón, los oficiales de nombres bíblicos, Dulce María Loynaz, la rubia alta del vestido rojo, la sombra que dormitaba en la silla…
Vio tanta gente junto a la cama que supo que iba a morir. Sintió alivio. Sólo lamentó que ya no podría recuperar la casa de la familia Galarraga. Su casa.
Murió de madrugada. Lo enterraron a las 9 de la mañana, sin poemas, pero con honores militares. En las cintas de las dos coronas de flores rojas y amarillas, enviadas por la UPEC y el MININT, no escribieron el apellido de su familia, sino Octavio. Un nombre de emperador romano. Su nombre de agente. El suyo, el verdadero, se extravió. Fue otra más de las cosas que perdió.
Arroyo Naranjo, 2007
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Luis Cino Álvarez (La Habana, 1956) Escritor y periodista independiente desde 1998. Fue miembro del Consejo de Redacción de la revista De Cuba y de Primavera Digital. Colaborador habitual de Cubanet desde 2003. Ha publicado los libros Los tigres de Diré Dawa (Neo Club Ediciones, 2014), los más dichosos del mundo (Neo Club Ediciones, 2018) y Volver a hablar con Nelson (Bokeh, 2022). Reside en Arroyo Naranjo, La Habana.