Bajo el fuego de los guardacostas

ARMANDO DE ARMAS

“Me convertí en un prófugo de la injusticia revolucionaria.” Con el descalabro del bloque soviético y la instauración en Cuba, en 1991, del “periodo especial en tiempos de paz”, que correspondía a la oficialización del estado de penuria y de escasez, las salidas ilegales se multiplicaron.

Al cabo de los años, se volvieron cada vez menos clandestinas. Para intentar escapar de la miseria y la opresión, familias enteras se lanzaron al mar en toda clase de embarcaciones.

En 1994, en los lugares más recónditos del país, hasta los campesinos se organizaron colectivamente, arriesgándolo todo para esconderse de los guardacostas encargados, por todos los medios y sin ninguna piedad, de impedirles la huida. Pero las autoridades fueron desbordadas por el carácter masivo de ese éxodo y se vieron obligadas, durante el verano, a permitir la salida de decenas de miles de balseros hacia los Estados Unidos.

El escritor Armando de Armas no esperó a que se produjera ese brote masivo. Ya estaba preparando su salida desde mucho antes. Cuando se presentó la ocasión, no dudó un instante. Con varias decenas de personas, logró tomar un barco que se dirigía no en dirección al Norte, hacia la Florida, sino al Sur, hacia México –una travesía aún más larga y aleatoria. Las autoridades de ese país no dudaban en devolver a los fugitivos a las autoridades cubanas, en nombre de las buenas relaciones mantenidas con la isla por sus sucesivos gobiernos, hasta 2000.

Una vez alcanzadas las costas mexicanas, el periplo sigue hasta los Estados Unidos… Es un itinerario practicado por un gran número de fugitivos.

Una huida colectiva hacia México

Armando de Armas: “Cuando se produjo el éxodo del Mariel en 1980, yo estaba con una tía en Santa Clara y, por uno de esos hechos que vienen a determinar una vida entera, había yo salido de la casa por unas horas y, al regresar, me topé la vivienda llena de carteles de “Abajo la escoria”, “Abajo la gusanera”, “Prostituta del imperio”, y otras lindezas por el estilo, huevos reventados contra la fachada, y las turbas embravecidas apropiándose de lo poco que había dentro.

El caso es que yo tenía acordado con mi tía irme con ella hacia los Estados Unidos cuando su hija viniera a buscarla en un barco por el Mariel, pero no hubo un aviso previo, no podía haberlo dada la situación de crisis, y se apareció una guagua del Ministerio del Interior a buscarla justo en el momento en que yo estaba fuera y, sin tiempo ni manera de localizarme, tuvo que arrancar con sus dos hijos y apenas la ropa que traía encima.

Posteriormente me vinculo al movimiento de derechos humanos y de cultura independiente, en Cienfuegos artistas e intelectuales disidentes nos nucleamos en torno a lo que se conoció como Grupo Ex-tropistas, por “tropo”, salir del tropo a la realidad, a actuar en la realidad, y, con los acontecimientos que se sucedían vertiginosamente en Europa del Este, teníamos la esperanza de que un país mejor era posible, de que la libertad era posible en el propio país. De más está decir que el grupo fue dramáticamente desarticulado por la policía política. Pero, en 1989, en un acto de desobediencia cívica que devino en un enfrentamiento con elementos de Tropas especiales, me encarcelaron y me acusaron de desacato, rebelión y no sé qué más.

Una madrugada logré evadirme a pesar de tener una herida en la cabeza, producida por un culatazo de pistola, y una pierna seriamente dañada de los golpes recibidos. No hubo nada heroico en eso, la verdad, sino miedo, mucho miedo a podrirme en una prisión. Sabía que tarde o temprano, aunque quizá ni siquiera porque me anduvieran buscando, darían conmigo, con mis huesos en la cárcel. No tenía muchas opciones, y el salir de la isla se convirtió para mí no ya en una prioridad, sino en una obsesión.

Hice varios intentos desesperados y descabellados, en balsa o en cualquier cosa que flotara, y a como diera lugar. Una noche con unos amigos intenté apoderarme de un camaronero por el puerto de Caibarién, pero parece que alguien nos delató o quizá no fuera más que un montaje, una celada de la Seguridad del Estado. Cuando nos estábamos acercando sigilosamente al barco empezaron a disparar en ráfagas, casi a bocajarro, una oscuridad del demonio en una ciudad que no conocía, había un apagón, el desmadre. Entonces junto a un amigo empecé a correr a la buena de Dios por las callejuelas del puerto hasta que finalmente, suerte tremenda, fuimos a parar en la salida de Caibarién hacia Santa Clara. Allí hay una rotonda con un enorme monumento de concreto en forma de cangrejo, que es el símbolo que identifica a la ciudad de Caibarién, y que por fortuna tenía al frente una parada de ómnibus. Nos tiramos debajo del cangrejo y permanecimos de bruces contra la tierra, en tanto los autos patrulleros pasaban doblando en la rotonda chillando gomas, en alarde de luces y sirenas. Una noche mala sin dudas, no sólo por todo lo que había sucedido, sino porque los jejenes y los mosquitos y las hormigas bravas se cebaron en nuestras pieles con furia patriótica y revolucionaria. Dentro de todo eso hubo, no obstante, algo que pudiéramos nombrar fascinante, una lluvia de meteoritos, de estrellas fugaces, sacábamos un poco la cabeza y nos admirábamos de aquello, y cada vez que cruzaba el cielo un chisporrotazo de luz yo pedía mental, fervorosamente, el consabido deseo, mi deseo como un mantra: “¡Dios mío, haz que pronto pueda yo escapar de este país!” Al amanecer, justo entre dos luces, descubrimos que venía el ómnibus rumbo a Santa Clara y que, precisamente, habíamos estado ocultos a unos escasos metros de su parada, salimos corriendo de bajo el cangrejo, cangrejo prodigioso éste, y lo abordamos, nadie reparó en nosotros, demasiado cansados o dormidos los pasajeros a esa hora, y nos acomodamos como pudimos en los asientos del fondo. Finalmente, en abril de 1994 es que logro evadirme de la isla.

Yo y mi amigo continuamos en los intentos, entre ellos apoderarnos de un yate por Varadero, y otro por La Habana, inclusive llegamos a comprar un motor para adaptárselo a una balsa, y otros intentos que no nombro por no alargar la lista y porque a estas alturas me parecen no sólo locos, sino hasta ridículos. Hubo inclusive algunos planes de arreglos para mi salida más o menos legal por un aeropuerto, pero nunca confié en eso y estuve receloso por mi condición de prófugo. En esas estaba cuando la providencia vino a hacer su trabajo y conocí a Daymis (Mimí) Sánchez, mi novia de ese tiempo y actual esposa. Cuando profundizamos en la relación me contó que ella, sus padres, y unos amigos de éstos estaban planificando una fuga.

Mi suegro Jorge (el Gallego) Sánchez era un experimentado marino, había sido capitán de barcos pesqueros por más de veinte años, expulsado de la flota por no ser ideológicamente confiable, mantenía prestigio y contacto entre sus ex compañeros, entre ellos su concuño Rubén Naranjo. Mimí no soportaba, odiaba el sistema, había abandonado la universidad por el ambiente asfixiante que allí primaba, y yo en cualquier momento podía caer preso, así que nuestra relación, que había iniciado a partir de eso que nombran amor a primera vista, no tenía otra oportunidad de realizarse que no fuera más allá de los límites de la isla.

Los preparativos duraron aproximadamente un año. Al comienzo todo se reducía a esperar que terminaran de reparar en los astilleros un barco bastante pequeño, realmente un bote de madera, que capitaneaba Rubén; ¡que terminaran de repararlo para saltar, hacernos con el mismo! Pero ocurrió que en ese tiempo le asignaron al buen Rubén un barco recién reparado, diez nudos por hora, funcionaba con el motor de un tanque de guerra soviético de la Segunda Guerra Mundial... Un barco de cabotaje destinado al transporte de mieles. El asunto era cómo abordaríamos la nave, puesto que el único autorizado por obvias razones a pasar por el punto de control hacia el golfo era Rubén. Al principio el plan consistía en blindar el barco con planchas de acero, y pasar por el punto de control aún bajo el fuego de las ametralladoras, situadas en dos casamatas sobre promontorios a cada lado de la boca del puerto. Opción sumamente riesgosa, suicida casi. Pero una noche Rubén despertó de un sueño con la solución, aprovecharía la próxima vez en que lo mandaran a transportar un cargamento de mieles, y no regresaría. Nosotros lo esperaríamos en un punto de la costa fuera del puerto, y someteríamos entonces a la parte de la tripulación que no estuviera en los planes (no hubo necesidad de someter a nadie, todos encantados de largarse con su música a otra parte).

Los preparativos incluyeron buscar una carta de navegación adecuada, conseguir comida y agua suficientes, gasolina y un auto que sirviera para trasladar a los de Cienfuegos hacia el punto de donde partiríamos, cosa esta última de la que nos ocupamos mi amigo y yo. También hicimos un viaje previo al lugar, donde pasamos todo un fin de semana con el objeto de estudiar bien el terreno y no despertar sospechas en el poblado, en caso de que nos vieran merodeando el día de la fuga. Lo principal era mantener absoluta discreción, nadie ajeno debía saber nada, y aún los que estaban incluidos, sólo sabrían lo estrictamente necesario, en algunos casos, y en otros ni siquiera sabrían que estaban incluidos. Así era la cosa. Un aproximado de cuarenta personas, hombres, mujeres y niños, estaban en los planes iniciales, pero sólo ocho sabíamos, estábamos en el secreto de todo. Por ejemplo, mi hermano Omar, sólo supo que se iba en ese viaje justo en el momento de la partida, y no es que no fuera confiable, es que esos son los códigos a cumplir para poder burlar con éxito la vigilancia bajo una dictadura comunista, mi madre se enteró también en ese momento. Mis dos hijos se despidieron de mí como si yo fuera de viaje para La Habana, en el fondo creo que intuían algo definitivo, pues se abrazaban y aferraban a mí, como retardando el tiempo de la separación, y me hacían muy difícil, duro ese último momento en Cuba. Este día en la mañana había recibido la llamada por teléfono de mi suegra donde, en clave amorosa, haciéndose pasar por una amante mía, me hacía saber que todo estaba en orden y que, finalmente, esa noche íbamos a proceder.

Escapamos por el puerto de Tunas de Zaza, en Sancti Spíritus... Escapar por el sur tiene la ventaja de que hay menos vigilancia, pero la tierra libre más cercana se encuentra a unas ciento cincuenta millas de distancia, las Islas Caimán, y dar con ellas en medio del mar es como encontrar una aguja en un pajar. Navegamos un aproximado de seiscientas millas de Cuba a las Caimán y de estas a las costas de México.

Viajamos de Cienfuegos a Tunas en un auto soviético Moscovich, propiedad de un amigo que no se iba, mi amigo, Mimí, mi hermano y yo. El auto nos dejó a las cuatro de la tarde en un terraplén polvoriento, no conocíamos la zona y estábamos medio perdidos. Hasta que dimos con el cementerio de Tunas que era el punto de referencia y nos internamos en un monte de mangles a esperar la noche, vuelta a los jejenes y mosquitos que ya nos habían castigado a mi amigo y a mí en Caibarién. Al oscurecer corrimos más de cinco kilómetros rompiendo por entre la manigua y los potreros hasta el río Zaza donde nos esperaba la gente de la zona en chalanes. Íbamos en el fondo de los chalanes, no nos vieran los vigilantes del río, mientras los lugareños remaban diestramente hasta que desembarcamos en la Ensenada de Carenero, y hubo entonces que cargar a lomo los chalanes hasta el mar. Allí esperaban el Gallego y los demás. Luego cuando apareció el barco al pairo como a las once de la noche, aquella ensenada estaba llena de gente, más gente que botes para llegar al barco, y el bote en que habíamos navegado por el río se hizo al mar por debajo de la línea de flotación, hundiéndose por el sobrecargo de personas, entre ellas una gorda que parecía una tonina y gritaba y gesticulaba y se meneaba sentada en la proa, y claro, terminó por hundir el bote. Yo apenas sé nadar. Entonces Mimí se encargó de salvar, nadar con mis manuscritos, y los numerosos ensayos y documentos de denuncia de violación de derechos humanos que yo portaba, un bulto enorme de papel, envueltos en plástico dentro de una mochila. Mimí y yo encontramos otro bote, vacío y a la deriva, de la gente que ya había logrado llegar al barco. Arribamos por la proa, el barco maniobrando ya para partir. Ayudé a Mimí a subir y a mí me izaron como pudieron desde arriba. Tengo una herida de veintidós puntos en el brazo derecho y a veces se me descuelga la articulación, dolor de infierno, y si eso llega a ocurrirme allí en ese instante, creo que hubiera caído al mar y probablemente todo hubiese terminado. No ocurrió. Ocurrió después cuando todo había pasado, no había peligro y estábamos lejos de las costas cubanas.

La travesía resultó relativamente tranquila, incluido avistamiento de delfines que parecían saludarnos, pero el problema serio estuvo justo en la salida. Uno de los complotados parece había hablado demasiado y la noticia de que un grupo se llevaría un barco corrió como la pólvora por los pueblitos gemelos de Tunas de Zaza y el Mégano y la costa se llenó, no de moros, pero sí de gente desesperada para abordar el barco. Las cuarenta personas iniciales se transmutaron en noventa y seis que a nado o en chalanes se subieron al barco, un despelote de gritos en la noche, niños llamando a sus madres, en fin. Tal alboroto tenía que llegar a oídos de los chivatos y guardacostas. Por suerte los militares llegaron a la orilla después de que los cuarenta iniciales, incluyéndome a mí que fui el último en subir, más los cincuenta y seis que se agregaron, estaban dentro de la embarcación que arrancaba ya hacia el golfo. Muchos no pudieron llegar a la nave y se quedaron a medio camino entre el barco y la orilla.

Desde la costa empezó a traquetear un nutrido fuego en ráfagas de AKM, balas trazadoras y luces de bengala, un infierno aquello, la noche se puso como el día. Gente apendejada, hombres, no mujeres, que querían virar y entregarse. Rubén un león parado frente al timón. Veníamos allí un grupo de hombres escapados de las cárceles. Nos impusimos. Para nosotros no había regreso y nos preparamos para resistir en caso de que vinieran al abordaje. No hubo necesidad. Empezaron a perseguirnos en otro barco de pesca (esas maravillas producen las sanciones a una dictadura, que ni siquiera podían ellos hacer funcionar sus lanchas de combate Griffin) que navegaba por debajo de los diez nudos que hacía el nuestro. Continuaron disparando y permanecimos de bruces contra cubierta, pero a medida que las luces verdes del perseguidor iban quedando atrás cundía el entusiasmo entre nuestras filas, y los mismos que hacía sólo unos instantes se mostraban acobardados y llorosos, ahora gritaban envalentonados: “Pa´ la pinga aquí no se rinde nadie”. Pero, cuando nos habíamos escapado de la embarcación que nos perseguía, aparecieron los helicópteros. Nosotros lógicamente íbamos con las luces apagadas y los helicópteros sobrevolaban en círculo un pequeño cayo a unas escasas millas a estribor, barriéndolo con los reflectores, ametrallándolo. Un espectáculo aterrador, la verdad. A ese cayo se suponía que llegáramos a trazar rumbo, es lo que hacen los barcos que escapan de Cuba por esa ruta, pues de allí pueden orientarse con facilidad hacia las Caimán, las autoridades comunistas les quitan a las embarcaciones de pesca y cabotaje los instrumentos de navegación para que no puedan fugarse, para que se pierdan en el mar si lo intentan… Momentos antes el Gallego y Rubén habían discutido sobre la conveniencia o no de hacer escala en ese cayo, pero fortunadamente la decisión final fue seguir hacia las Caimán a como diera lugar.

A nuestros familiares la Seguridad del Estado dijo que nos habían hundido en el mar, a mis hijos, a mi madre. Luego Radio Martí transmitió la noticia de nuestro arribo a las islas Caimán y la lista de nuestros nombres, y en Cienfuegos, Tunas de Zaza y el Mégano la gente simple celebró un triunfo que asumía como de ellos.

Llegamos a las ocho de la noche del 16 de abril a Caiman Brac, nos recibió el gobernador de las islas a nombre de su Majestad inglesa. Las autoridades caimaneras nos escondieron en una ensenada de un barco de la marina de guerra cubana que al otro día llegó indagando por los piratas, es decir nosotros. Fuimos en un periplo por las tres islas y el 18 de abril, apertrechados de alimentos y de petróleo que generosamente nos dieron en las islas, gesto que no olvido, partimos bajo una amenaza de ciclón rumbo al estrecho de Yucatán. Al arribar a las costas de México nos rodearon naves de la armada de ese país. Corríamos el riesgo de que nos devolvieran a Cuba y nos declaramos en rebeldía dentro del barco y, cada dos o tres horas, nos sacaban a parlamentar con las autoridades mexicanas al grupo de ocho hombres, escoltados entre dos filas de soldados fuertemente armados, que habíamos organizado la fuga y que la prensa local, siempre tan solidaria con el castrismo, nombraba como el grupo de cabecillas piratas. Había protestas en Miami, los dos congresistas cubanoamericanos por la Florida en aquel momento, Lincoln Díaz-Balart e Ileana Ros-Lehtinen, denunciaron nuestro caso. Entonces las autoridades de Gobernación llegaron a un acuerdo no escrito en que podíamos, tras entregar el barco, permanecer por tres meses en México, y en el transcurso de los cuales ellos nos facilitarían el paso de la frontera hacia los Estados Unidos.

El 3 de junio de 1994 pasamos la frontera a través del Río Bravo. Así que, en un corto periodo de tiempo, pasamos de la categoría de balseros a la de mojados. A Mimí, a mi amigo, a mí y a un grupo reducido nos metieron en una cárcel de inmigración en Texas, a pagar una fianza de cincuenta mil dólares, pero la gente de Miami se movilizó nuevamente y terminaron por dejarnos partir. Presos en una cárcel americana teníamos más derechos que sueltos en Cuba. Yo había sido perseguido por intentar ejercer el derecho a la libre expresión en mi país, y no podía dejar de asombrarme ante el hecho de que allí, en la cárcel de un país ajeno, las autoridades carcelarias estaban obligadas a sacarme cada día a entrevistas con los medios de prensa locales y nacionales interesados en nuestra aventura y, lo más importante, a tratarme con respeto.

La responsabilidad del escritor

Sufrí represión desde muy joven por cosas tan simples como usar el pelo largo y vestir a la moda occidental, por mi comportamiento y estilo hippie, por mis creencias religiosas, por mantener relaciones con mis familiares que habían partido al exilio en los años 1960, por mi independencia y carácter díscolo. A pesar de todo ello me las arreglé, falsificación de documentos y avales incluido, para estudiar una carrera de letras en la Universidad Central de Las Villas, Licenciatura en Filología, pero al graduarme me topé con que no me dejaban ejercer sino en trabajos que no tenían mucho que ver con lo que había estudiado, primero, y después en trabajos que nada tenían que ver con lo estudiado (hubo un momento en que me ofrecieron como únicas opciones el oficio de sepulturero en el cementerio local o cazador de cocodrilos en la Ciénaga de Zapata), y más tarde en trabajos de ningún tipo. Para esa fecha ya había sido varias veces arrestado, sometido a juicio y multado, fundamentalmente bajo las figuras legales de desórdenes públicos y desobediencia.

Cuando empecé a escribir enseguida sentí la represión por el libre ejercicio de mis ideas. El primer tropiezo en ese sentido resultó ser el ensayo Félix Varela y las ideas democráticas, censurado, interrogado por la Seguridad del Estado debido a un Varela aguafiestas que condenaba radicalmente la tiranía en sus apuntes sobre la Constitución española de 1812. Como le dije al seguroso de turno: “Ustedes censuran hasta el mismísimo Padre Varela”. A partir de ese momento se sucedieron para mí no ya los arrestos, sino los allanamientos de morada. La Seguridad del Estado estaba interesada particularmente en dos novelas que había escrito. La primera por haberse convertido en una especie de leyenda dentro del underground literario y la segunda porque uno de sus personajes era nada menos que el líder de la Fundación Nacional Cubanoamericana, el difunto Jorge Mas Canosa, en lo que yo creo era y sigue siendo la primera aproximación literaria a la personalidad de este hombre que sería a los comunistas criollos como la cruz al demonio. En esto hay que ver no sólo la represión contra uno, sino las repercusiones en la familia, y hasta en los amigos… A ese punto de ensañamiento llegaron las cosas.

El escritor exiliado debe aprovechar su prestigio y reconocimiento para denunciar la dictadura de la que un día escapó o le expulsaron. No debe nunca regresar a su país mientras en el mismo imperen las condiciones que le obligaron a salir. Debe apoyar las sanciones contra la dictadura que oprime a su país, y aprovechar toda oportunidad de defender a los presos políticos, intelectuales o no, que permanecen tras las rejas y de los cuales la correctísima opinión pública internacional, ¡ay!, suele y prefiere olvidarse. Esto es especialmente válido para el escritor exilado de la tiranía comunista de Castro.”

 Testimonio recogido en El libro negro del castrismo (Ediciones Universal, 2009), de Jacobo Machover. 

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Armando de Armas (Santa Clara, Cuba, 1958 - Miami, 2024). Ha publicado las novelas La tabla, Madrid (2008) y Miami (2020), Caballeros en el tiempo, Madrid (2013), Escapados del paraíso, Madrid (2017) y El guardián en la batalla, Miami (2017), Premio de Narrativa Reinaldo Arenas de ese año. También los libros de relatos Mala jugada, Miami (1996) y Nueva York (2012), Carga de la caballería, Miami (2006) y Luces en el cielo, Miami (2022). Cuentos suyos han sido incluidos en antologías de España, Italia, Francia, República Checa y Alemania. Sus libros de ensayo son Mitos del antiexilio, Miami (2007 y 2020), publicado en inglés, Miami (2007) y en italiano, Milán (2008), Los naipes en el espejo, Nueva York (2011), Miami (2016) y en inglés, Miami (2020), y Realismo metafísico: Un texto mistérico acerca de la creación literaria, Barcelona (2020), Premio Ensayo Ego de Kaska 2020. En 2022 la publicación InfoLibros lo reconoce entre los 15 escritores cubanos de más interés de todos los tiempos y entre los cinco del presente. De Armas fue incluido en el libro de entrevistas y valoraciones sobre vida y obra de pensadores, escritores y artistas -tanto de Occidente como del Oriente-titulado Scrittori, artisti, Spirali, Milán (2009), del académico y escritor italiano Armando Verdiglione. Ha escrito para la revista Lettre International de Berlín y en 2018 fue reconocido por el Centro UNESCO de Cultura de Puerto Rico por su excelencia “en una incansable labor cultural manifestada en cada una de sus obras literarias e históricas”.

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