ARMANDO DE ARMAS

Me llamo Ismael, Ismael Hernández para servir a Ud. y a Dios. Ahora estoy acá pero antes estuve tres meses de tortura e interrogatorio en las celdas del G-2 y cinco encerrado en la prisión de la fortaleza de La Cabaña. Me acusaban de conspirar para cometer magnicidio junto a otros treinta militantes del Movimiento 30 de Noviembre; causa número 15 del año 1962.

Yo era jefe de acción y sabotaje del movimiento. Me pedían pena de muerte. Dos veces suspendieron el jui­cio por falta de personal, creo, pues jueces, fiscales, testigos y abogados, aunque menos los abogados, tra­bajaban a todo tren por aquellos tiempos. Dos veces hice el recorrido entre la Capilla, como se conocía la celda de los que serían condenados a la pena capital, y la sala del tribunal. Pasaba por el puente levadizo sobre el foso de la fortaleza colonial y divisaba allá abajo el poste al que amarraban a los reos y atrás, el paredón, ambos salpicados de sangre, para ser exacto, salpicaduras de sangre que devenían oscuras manchas en las que creía adivinar un universo de figu­raciones de hombres, caballos, ángeles, dioses y demonios. La segunda vez, ya de regreso del frustrado juicio, creí ver el rostro resplandeciente de una joven mujer; lo que como era de esperar, náufrago que se aferra a una flor, tomé como de buen augurio para cuando, al tercer intento, se celebrase finalmente el jui­cio…

Me llaman por el altavoz. Era para llevarme a juicio otra vez. Te pedían que fueras bien vestido y acicalado. Me afeité, peiné, lustré los zapatos y me eché encima lo mejorcito de ropa que tenía; como para asistir a una boda o a La última cena. Salí con los custodios y ca­minamos como un kilómetro o dos hasta el tribunal. Me senté en la fría silla de madera pulida; probablemente de caoba. Empezó el juicio. Reiteraba el fiscal con gesto fiero lo de la pena de muerte. Veía a mis padres compungidos en el sitio donde se sentaban los familia­res. Finalmente, tras breve deliberar, me condenaron a pena de muerte. El abogado apenas alcanzó a decir en un tartamudeo que ciertamente yo merecía ser fu­silado, no una sino dos veces, pero que esta revolu­ción es generosa y por lo mismo él, humildemente, pe­día piedad para mi persona.

Me sacan del tribunal. Saludé a mis padres con la mano; sabía que sería esta la última vez que los iba a ver. De regreso a la celda y sobre el puente levadizo, los guardias se burlaban, señalaban para abajo y de­cían con sarcasmo cerrero, esta noche trabaja don pa­redón, es tan buen trabajador nuestro hombre de pie­dra… Me encerraron de nuevo en la Capilla. Serenidad y silencio. En mi mente empieza a pasar mi vida en vívidas imágenes; como en una película. El filme hacía énfasis en puntos clave. Las peleas de niño en el barrio allá en Sagua la Grande. La vez que tuve que pinchar al negro Potranquín en una mano con el cuchillo de mi abuelo porque me quería quitar los pati­nes; tan grande y musculoso que a ello debía su apodo equino. El momento en que viniendo de una cacería con mi tío Lalo, yo detrás con el rifle 22 y él delante, a unos seis metros con una sarta de palomas colgada en una mano, y ocurre que de pronto no puedo conte­nerme, una pulsión irresistible, y sin pensarlo mucho, le disparo a la última paloma en la sarta, que aún es­curre su sangre en la tierra reseca dejando un rastro, y del balazo la saco de la sarta, doble fusilamiento, dije triunfal, y mi tío que se vuelve una fiera y me grita, !óyeme bien, mocoso de mierda, que más nunca se te ocurra hacer algo así, que andar con armas no es asunto de juego!

Luego escenas de los tiroteos en la Habana. La vez que, tras juicio sumarísimo, tuve que despachar a un soplón de un tiro de Beretta  45 en la cabeza. La ima­gen de Fernando del Valle Galindo bajando unas es­caleras con un tabaco encendido en la boca y una ametralladora Thompson en las manos; viva estampa de su padre Shangó. Estábamos escondidos en una casa de seguridad en Lawton y esa noche hacíamos una misa espiritual, para saber qué rumbo tomar, y en­seguida bajó un ser vía la materia de la dueña de la casa que sin más nos dijo con voz grave, ¡ahuequen el ala!, y al decir ala, tocan a la puerta, y al asomarnos a la mirilla, milicianos armados hasta los dientes.

Fernando tomó la Thompson y yo la Beretta. Salimos a la azotea en un segundo piso. Yo intenté saltar a un patio en el primer piso pero había una vieja cogiendo el fresco de la noche, así que volví sobre mis pasos. Fernando me hizo señas de que lo siguiera y, al acer­carme, me dijo que en el apartamento de al lado vivía una familia simpatizante de la causa.

Entramos por la puerta entreabierta del fondo, una mu­jer joven en bata de casa lavaba los platos en el frega­dero de la cocina, iba a gritar pero hicimos la señal del silencio y ella obedeció; comprendió. Nos abrió la puerta delantera del apartamento y empezamos a bajar por las escale­ras del edificio, Fernando delante con la ametralladora y su ha­bano humeante y yo detrás con la pistola, al llegar al primer descansillo en el descenso nos topamos de pronto con que un miliciano subía armado con un fusil, pero le apuntamos al pecho y el hombre dejó caer el arma, se puso las manos a la cabeza y se acurrucó como un simio contra la pared lo más que pudo para darnos paso, salimos a la calle y cada uno tomó su rumbo; a Fernando lo mataron después en una embos­cada en las montañas del Escambray.

Pero ahora lo que más me dolía no era morir sino que yo era hijo único, el sufrimiento que ocasionaría a mis padres; ya viejos.

No sentía miedo sino aceptación de mi destino, resig­nación de que no había nada más qué hacer. La suerte estaba echada y sólo quedaba afrontar la muerte del modo más digno posible. Me preparaba para que así fuese. Me preocupaba, eso sí, que me dis­pararan a la cara, pero tampoco había mucho que ha­cer en ese sentido. Quizá, bueno, pedirle en el último momento a los muchachos del pelotón que tiraran al pecho, mas, ello podía ser también un incentivo para que hicieran justo lo contrario de lo que pedía; así que mejor no… Llegó la noche en la Capilla… Me vinieron a buscar a medianoche. Bajé esposado la escalerita de piedra que conducía al foso seguido por los guar­dias armados. Me llevaron al palo de fusilamiento, me amarraron con firmeza, aunque no me lastimaron. No dejé que me vendaran los ojos, el trapo blanco podía ser un referente para afinar la puntería; nada menos que en mi cara. La luz de un bombillo me encandila. Veo al pelotón formado al frente con sus rifles y des­pués el preparen, apunten, fuego

En ese momento quedé como dormido, sin dolor, pero de repente desperté y abrí los ojos. Vi a los muchachos del pelotón reunidos bajo otro bombillo algo distante; felicitaban a uno adolescente porque era su primera vez en un fusilamiento. Pensé, coño, las balas no me dieron; no me mataron. Voy a ver si escapo… y me arrastré hasta el camioncito que traía los ataúdes y se los llevaba después con los cuerpos de los fusilados. Me escondí detrás del vehículo, olía a grasa y sangre, y en un sigilo subí por las mismas escaleritas por las que me habían traído hacía unos instantes; segundos como siglos. Caminé no en dirección a la Capilla si no a la galera 8 de la Cabaña; que era la que ocupaba antes de que me llevaran para la Capilla. Entré a la ga­lera. Caminé resuelto hasta donde estaban mis com­pañeros de causa reunidos en conciliábulo. Uno de ellos comentaba, con mucha tristeza en sus ojos, ese que acaban de fusilar debió haber sido Ismael; el po­bre tan joven. Y yo,  nervioso,  apurado,  ¡no, chico, oye, no me fusilaron, estoy acá! Pero ellos, ni por entera­dos. Me sentí frustrado, confundido, y desesperada­mente insistía en hablarles y tocarles para llamar su atención.

En ese momento empecé a reconocer la situación, y me dije, coño, sí, me mataron los cabrones, soy un es­píritu por eso es que no me ven ni me sienten. Miré para la puerta de entrada a la galera y vi con asombro todas las cadenas y candados puestos, cómo carajos había entrado, y comprendí aún más la triste realidad. Entonces para estar seguro de que efectivamente es­taba muerto me dije, voy a pensar en mi casa, porque por mis lecturas sabía que los espíritus se trasladan con la velocidad del pensamiento. Luego, eso hice, pensé en mi casa y, nada más hacerlo, me vi flotando bocabajo sobre el comedor donde estaba reunida la familia, que lloraba y se lamentaba con que a lo mejor ya lo fusilaron. Ahí tuve la prueba definitiva de que me habían fusilado. Y recuerdo que pensé, si ya me ma­taron pues ya no pertenezco a este mundo; por tanto yo quiero ir con Dios. Y presto puse mi pensamiento en Dios al tiempo que rezaba un Padrenuestro. Vi mi­ríadas de luces en un cielo oscuro y sentí un zumbido a semejanza del que produciría un objeto que volara, viajara, atravesara a gran velocidad a través del espa­cio-tiempo; y me desperté. Sudaba a mares y estaba en pánico…

 Y como a la tercera es que va la vencida, al fin fue el juicio, y después sí que me fusilaron.

 

En Miami, en Miércoles Santo a 17 días del mes de abril y a 2019 años de Nuestro Señor Jesucristo.


Armando de Armas (Santa Clara, Cuba, 1958 - Miami, 2024). Ha publicado las novelas La tabla, Madrid (2008) y Miami (2020), Caballeros en el tiempo, Madrid (2013), Escapados del paraíso, Madrid (2017) y El guardián en la batalla, Miami (2017), Premio de Narrativa Reinaldo Arenas de ese año. También los libros de relatos Mala jugada, Miami (1996) y Nueva York (2012), Carga de la caballería, Miami (2006) y Luces en el cielo, Miami (2022). Cuentos suyos han sido incluidos en antologías de España, Italia, Francia, República Checa y Alemania. Sus libros de ensayo son Mitos del antiexilio, Miami (2007 y 2020), publicado en inglés, Miami (2007) y en italiano, Milán (2008), Los naipes en el espejo, Nueva York (2011), Miami (2016) y en inglés, Miami (2020), y Realismo metafísico: Un texto mistérico acerca de la creación literaria, Barcelona (2020), Premio Ensayo Ego de Kaska 2020. En 2022 la publicación InfoLibros lo reconoce entre los 15 escritores cubanos de más interés de todos los tiempos y entre los cinco del presente. De Armas fue incluido en el libro de entrevistas y valoraciones sobre vida y obra de pensadores, escritores y artistas -tanto de Occidente como del Oriente-titulado Scrittori, artisti, Spirali, Milán (2009), del académico y escritor italiano Armando Verdiglione. Ha escrito para la revista Lettre International de Berlín y en 2018 fue reconocido por el Centro UNESCO de Cultura de Puerto Rico por su excelencia “en una incansable labor cultural manifestada en cada una de sus obras literarias e históricas”.

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