NICOLÁS ABREU FELIPPE

Cuando llegué a Miami como todo cubano que lo­graba fugarse de la harapienta isla de Cuba, vine dispuesto a ganarme la vida como fuera. Ya era libre y al fin persona. Venía sin ningún tipo de prejuicios a vivir y tratar de tener un mejor futuro. Entre otras cosas, limpié baños en FIU, tra­bajé para bandidos con los que tuve que pelear porque al fi­nal no me querían pagar. Perdí un pedazo de dedo traba­jando en una factoría en una maquina destartalada donde se hacían cubiertas para discos de los cantantes famosos de la época. Algunos de ellos fueron grandes y murieron grandes, pero a otros todavía los veo en la televisión emitiendo ron­quidos, dándoselas de pepillos. Trabajé en la construcción al oeste del Palmetto Expresway entre las serpientes cuando to­davía el Everglades colindaba con la civilización que venía arrasando. Para llegar al lugar de trabajo tenía que entrar por la 36 Calle del NW porque todavía no pensaba ni existir la salida de la 25 Calle. Una de las primeras ciudades que le pasó por encima fue Hialeah. Actualmente vivo en las tierras de lo que fue un rancho donde venía los domingos a ver los alucinantes rodeos de los vaqueros cubanos y me comía unos chicharrones deliciosos con una cerveza Löwembräu bien fría. Hialeah aún no se había convertido en el solar corrupto que es desde hace algunos años.

    Lo que nunca pensé, después de retirarme, es que tuviera que trabajar de nuevo para cubrir los gastos del seguro mé­dico que el gobierno no me proporciona porque no tengo derecho hasta el día que cumpla los 65 años. Pero yo, can­sado, después de 40 años de trabajo presenté mi retiro a los 63. Y ni pensar en el Obamacare, que como a todo lo que te obligan, es una estafa. Seguro creado, por el rojizo oscuro presidente Barak Obama bajo su mandato, según él, para ayudar a los más desvalidos. De seguro médico no tiene nada, es un atraco, con el que se están llenando los bolsillos algunos elegidos. Es verdad que las personas con muy bajos ingresos y muchos ilegales se benefician, etc., etc., etc. Todos los gastos médicos de esos pobres caen sobre los hombros de los contribuyentes que muchas veces no pueden costear un seguro médico para protegerse ellos mismos. Por otro lado te encuentras a los veteranos de guerra en silla de ruedas, pi­diendo limosna en las esquinas o en comerciales de televi­sión. Guerras que en muchas ocasiones se perdieron por co­bardía y traición del gobernante de turno. No se sabe cuántos de ellos han muerto de una enfermedad sin nunca haber sido atendidos por un especialista. Todo por culpa de la ruindad del gobierno de no hacer nada para protegerlos con todo y contra todo mientras estén vivos. Sencillamente lo que da es asco. Eso sí, el Comandante en Jefe del ejército de los Estados Unidos, es decir el presidente de turno, está protegido él y toda su familia por un seguro médico vitalicio. Si eso no es miseria y desvergüenza que venga alguien y me lo diga. Sin embargo todo el que aporta durante toda su vida semanal­mente, ni soñarlo, jamás podrá gozar algún día de un privi­legio parecido. Ah, y mantengan presente que el salario de todos los trabajadores gubernamentales y beneficios que re­ciben, inalcanzables para el ciudadano de a pie, salen tam­bién de nuestros bolsillos. Conclusión, los que le pagan a to­dos esos manganzones somos nosotros, acuérdense de que ese bando de camajanes dice ser los empleados del pueblo y que trabaja por nuestro bienestar. Dan ganas de reír a carca­jadas. Como dice el dicho quien hace la ley hace la trampa y en este lamentable saco caemos todos los infelices.

    De camino a mi adorable compromiso de todos los do­mingos, me detuve en el liquor store y compré una botella de Vodka para tomarme unos tragos cuando terminara de tra­bajar. Por lo general siempre acabo asqueado y jurando que no volveré a pisar ese sitio. El alcohol de alguna manera me revitaliza. De paso jugué la lotería de La Florida y luego me quedé un rato hablando con la dueña que es amiga mía y es muy amable con los viejos y buenos clientes. Cuando dejé la tienda choqué con el calor que rajaba las piedras a pesar de que era temprano. Esa temperatura que no me puede faltar aunque me asfixie, por eso sigo viviendo en el sur del estado que a mi entender es el único lugar habitable de los Estados Unidos. Decir esto me ha costado peleas con amigos y enemigos, pero principalmente con envidiosos que viven en lugares que semejan témpanos de hielo el año entero. Aun­que últimamente el Estado del Sol, como se le conoce, está siendo invadido por miles y miles que se han dado por ven­cidos de seguir viviendo en las hieleras norteñas. Por suerte ya aquí no queda mucha tierra y vivir en Miami, por ejemplo, es más caro que mudarse a Mónaco. Aunque los alcaldes y comisionados sumisos, hace rato están mirando hacia los Everglades, quieren comerse los cocodrilos y hacer carteras con su piel para vendérselas a los turistas en Miami Beach. Pero el principal propósito es llenarlos de rascacielos y entre ellos algún edificio para familias de bajos ingresos. Pobreci­tos los pobres, dicen los muy cínicos. Y les digo algo para que no se asusten, al final lo logran. Poquito a poco estos cama­janes irán ganando terreno hasta desaparecer esa hermosa reserva natural. Ni la UNESCO podrá detenerlos.

    Aquí estoy ahora mismo limpiando la oficina de mi hono­rable yerno, que como tipo moderno tiene tres virtudes mal­ditas; le gusta Bad Bunny, cree en las malas energías y tiene un complejo de inferioridad tridimensional. Pero se compa­dece de mí y me paga unos quilos para cubrir el defalco del gobierno, que nunca pierde una oportunidad para saquear lo poco que le corresponde a todo el que trabaja. Porque del salario que devengo tengo que mandar la mascada que exige el IRS para que no me despedacen. Aclaro que así y todo comparado con otros países que se hacen llamar democráti­cos, éste es el engranaje más seguro y que mejor funciona hasta ahora, la grasa que lo hace moverse aún sigue siendo americana. ¡Gracias a Dios! A pesar de la tribu de delincuen­tes que tratan de ocupar un puesto en el gobierno, a sangre y fuego, para buscar beneficios personales. Pobre Capitolio en Washington. El día que caiga en manos de los que dicen que este país lo han hecho los emigrantes, bla, bla, bla, bla, bla. Lo van a convertir en un nido de guerrillas, de narcotrafican­tes, sicarios en cada esquina y en un salvajismo constitucio­nal. Los bandidos que se hacen pasar por políticos siempre luchan por alcanzar cargos públicos. Lo ven muy fácil, y lo es, por ese motivo cualquier energúmeno, con la ayuda de los votantes, que a veces son ingenuos y otras cómplices o imbéciles, puedan llegar a ser el dueño de una compañía ya establecida, como la alcaldía de una ciudad o el puesto de go­bernador, etc., etc., etc., sin haber invertido un solo centavo para fundarla. Pero eso sí, cuando llegan a ser el mandamás, mueven las fichas a su conveniencia y las de sus secuaces. La administran como le plazca, repartiendo migajas para con­vertir a los que los aplauden en mantenidos felices. No voy hablar aquí de las batallas por llegar a la presidencia, no quiero convertir este cuento en un mamotreto, ya eso son ligas mayores, en las que puede entrar a jugar cualquier co­chinada. Esa es la maravilla de este país con la que todo gáns­ter sueña.

    Tuve que estacionar bien lejos de la oficina, que a decir verdad es un apartamento de un cuarto que mi yerno aco­modó para llevar sus negocios. Como es domingo la mayoría de los que viven en esta comunidad no trabaja y se levanta tarde. El estacionamiento se mantiene ocupado todo el día incluyendo el destinado a los visitantes. Como quieras que lo mires es una jodienda. La entrada del apartamento está llena de hojas secas hasta la puerta, pero eso lo dejo siempre para el final. Entro y de lo primero que me ocupo es de la cocina, organizo todo, friego las tazas de café cubano y las más gran­des que se usan para el americano que dejan tiradas en el fre­gadero. Luego me dedico a limpiar la cafetera, en esta má­quina lo mismo se puede hacer café cubano que americano o preparar el asqueroso cortadito cubano. Yo no puedo en­tender cómo las gentes se pueden tomar esa porquería, sabe a rayo. Ya por último limpio las puertas del refrigerador que se llenan de las huellas digitales de todos los que trabajan aquí y dejo la meseta brillando. Entonces me olvido de la co­cina y me ocupó del baño que lleva más trabajo. Me encas­queto unos guantes especiales y allá voy al ataque. Hay que tomar precauciones, no tenemos idea con lo que se ha mez­clado el virus chino o si ya viene otro siguiéndole los pasos. No hay nada peor que tener un chino atrás. Y que me perdo­nen los chinos cubanos que algunos son muy buena gente. No sé si dije, creo que no, que desde que entro por la puerta voy directo al baño y salpico con desinfectante el inodoro y las losas que lo circundan, para que vaya aniquilando los mi­crobios o virus que se encuentren atrincherados y a su vez ablandando toda la porquería que se pueda haber salpicado. Por lo general siempre veo orine en ese lugar de los hombres que no tienen buena puntería. Me esfuerzo en dejar el inodoro lo más limpio y descontaminado que pueda. No hay una sola vez que no me tope con rastros de mierda que dejó algún peo explosivo en la tapa de la taza, aunque también he encontrado en las losas. Son culos nuevos, es fácil de enten­der, los peos son estruendosos y pueden irse fuera de control cuando tienes diarreas. Los jóvenes cagan como si estuvieran podridos por dentro, nadie me puede hacer creer que eso es saludable. Lo más probable es que se deba a toda la porquería que comen. Le doy guisopo por dentro al inodoro hasta que creo que está limpio y resplandeciente, como me imagino no le debe gustar a la mierda. En el interior de la sifa se escucha el aullido de algunos mojones y a otros gritando: ¡soy millo­nario, soy millonario!, no entiendo por qué ni me importa. No soy un mojón aunque creo que he dicho en algún otro cuento de este mismo libro que a lo mejor lo fui en mi vida anterior, por la fascinación que siento por los culos. Me ero­tiza solo pensarlo.

    Limpio el espejo del baño, el lavamanos y halo dos o tres veces la cadena. Pero algo me pide, el instinto o no sé si es la misma mierda, que vaya, que me sumerja en las intricadas cañerías. Pero me da miedo intentarlo, a lo mejor no sobre­vivo el angosto paso de la sifa, fácilmente puedo quedarme trabado y ahogarme. Por algo los plomeros hacen tanto di­nero destupiendo baños por toda la ciudad. Y como la curio­sidad es mi mayor y placentero defecto me dejo llevar. Sin pensarlo me lanzo al remolino que se forma después que halo la cadena y paso la curvatura de la sifa sin ninguna difi­cultad. Tan pronto llego a la cañería arrastrado por el to­rrente de agua, me llama la atención el matorral de frijolitos chinos que me encuentro en el conducto que lleva los desechos hasta la alcantarilla principal. Voy avanzando con mucha cautela no confió en nada chino. Nadie sabe si son los mismísimos virus del Covid-19 que esperan camuflados para joder a todo el que pase. La poca luz que alumbra la cloaca se esfuma y caigo por un hueco similar a un agujero de gusano. Mientras caigo o subo, tendría que preguntarle a Einstein, grito histérico, ¡ay mamá! No sé por qué no me eché una lin­terna en el bolsillo.  Voy a tener que proponerme seriamente parar de escribir, son pocas las veces que me pasa algo agra­dable cuando me enfrento a mis pobres historias. Al poco rato de estar cayendo o subiendo, aterrizo en vez de en otra galaxia en un canal parecido al de Okeechobee. No me cabe la menor duda que he llegado a otra ciudad de Hialeah bajo tierra, debe ser un universo paralelo. No es exactamente una réplica, hay mucha más peste aquí que en la que acabo dejar atrás.  El canal donde sin ninguna dificultad flotaba era de una mierda espesa que evitaba que me hundiera. Nadé apre­suradamente hasta la orilla y subí a la calle en la esquina de Le Jeune Road. Ciertamente estaba un poco lejos de la casa pero podía llegar caminando. Los carros pasaban a mucha velocidad esparciendo mierda en todas direcciones, qué ho­rror, no podía haberme encontrado con algo menos desagra­dable. Me dispuse a salir de allí lo más rápido posible, con la Hialeah que habito ya era suficiente. Por seguro en esta le­trina nacen las ideas que suben a la superficie para que el al­calde y los comisionados legislen y establezcan. Ya se pueden imaginar lo que se les ocurre. De hermoso valle ya Hialeah no tiene nada. Me dirigí rumbo oeste buscando llegar a mi casa a como diera lugar, cueste lo que cueste, pero entre la mierda estancada, las rastras que me salpicaban cuando pa­saban por los charcos pestilentes y el sol que lo tenía clavado de frente en mi cara apenas podía caminar. Me asusta lo que escribo. Ya tengo experiencia que cuando me enfrasco en un cuento o una novela puede pasar lo inimaginable contra mí mismo. No estaba muy seguro si la bola iluminada agarrada al cielo borroso era el sol o un peo flotante que la FPL hacía que alumbrara de alguna manera como energía alternativa. Llegando ya a la 29 Way casi en la esquina de la 122 calle, de las alcantarillas salían centenares de íntimas ensangrentadas, como si hubieran limpiado con ellas una herida que no cie­rra, que coagula lenta. Venían envueltas en celofán donde era visible el cuño oficial del City Hall de Hialeah. No quiero ni imaginarme lo que parecerá Miami después de caer por un agujero de gusano. Estoy nervioso, no tengo idea de cómo, pero tengo que salir lo más rápido que pueda de esta inmun­dicia. Hace rato que siento las cañerías que quieren reventar bajo mis pies por eso no me impresionó que la tapa de la al­cantarilla en la esquina de mi casa colapsara y por allí salía cuanta cosa asquerosa se puedan figurar. Ya se me está yendo de las manos este cuento, no quiero seguir, vamos a ver cómo consigo librarme de esto. Es primera vez que no deseo en­frentarme a terminar alguna idea que se me ocurre con mu­cho placer.

    No titubeo ni un segundo y hago un clavado perfecto en la boca del desagüe sin ningún tropiezo de momento, ni yo mismo sé qué pueda pasar cuando estoy ensimismado escri­biendo. Puedo respirar en un espacio que queda libre de por­querías cuando caigo en el sumidero principal aunque no sin dificultad, hay mucha urea de orine concentrado en el am­biente y me quema la nariz y hace que me ardan los ojos.  Camino contra la corriente de inmundicias, entre las cuca­rachas, ratones y centenares de gusanos que me reciben con aplausos y vivas. No tengo idea de cómo pueden vivir en esta fosa esos bichos, aunque se ven saludables. Pero lo impor­tante ahora es mi supervivencia, por lo que no puedo seguir en estas tuberías ni un minuto más. De ninguna manera quiero ser expulsado al mar por el “hueco de los cubanos”, ese es uno de los salideros más famosos donde la comunidad va a pescar por la variedad de peces que va a alimentarse a ese lugar. Supuestamente, por ese desagüe, se deshace la ciu­dad del agua procesada y descontaminada, según el Depar­tamento de agua y alcantarillado de Miami, aunque nadie se lo cree. Ojala que no, con este aspecto que tengo no quiero que me confundan con una claria cubana y caer en manos de un pescador hambriento. Estos sumideros son una de las ra­zones por lo que las playas del sur de La Florida se pasan la vida contaminadas. Sin embargo los turistas las disfrutan como si fueran playas paradisiacas, incluyendo la asquerosi­dad de South Beach, donde se emborrachan, endrogan y las pandillas ambientan Ocean Drive con tiroteos que a menudo le cuesta la vida a un inocente turista. Algunos fanfarronean, se hacen selfies y disfrutan el agua como si estuvieran en las playas de Grace Bay, en las islas Turcas y Caicos donde sí te dan ganas de entrarle a mordidas a la arena.

    Atropelladamente llego jadeando y sin fuerzas hasta la ca­ñería que sale de mi casa con los desechos de la familia. Todo oscureció repentinamente, apenas podía verme la palma de mi mano y presentí que la posibilidad de escape a la superfi­cie o a la otra Hialeah, como quieran ustedes, se esfumaba. No necesité haber traído linterna ni un carajo, mis antepasa­dos vinieron en mi auxilio. Tal vez había reencarnado en una Hialeah futurista o estaba en otra vida. Con sólo pensarlo me recorrió un escalofrío tal que congeló mis huesos hasta para­lizarme. No he sido tan malo como para merecer que me per­siga la mierda de esta manera, hace años me sumergió en Cuba y ahora intenta hacerlo también en esta pocilga. Les parecerá estúpido pero creo firmemente en la reencarna­ción, es muy fácil creer, es suficiente con mirar como este mundo ha sido poblado por una mayoría de imbéciles desde que fue habitado por los seres humanos. Yo apostaría que es así desde que existió la primera ameba, pero no quiero que me acusen de hiperbólico. Es obvio que existió y existe una regeneración sistemática de subnormales. Para mi suerte, al rescate apareció la cabellera blanca de mi abuela María Blanco iluminando con la suficiente luz para que yo pudiera ver la tubería que conecta a mi casa con el alcantari­llado principal. Gracias a Dios, no había ido nadie al baño a hacer su necesidad y estaba aceptablemente limpia, compa­rándola con las que había transitado. Me salvé, pensé, pero me desanimé cuando me percaté de que al lugar donde tenía que dirigirme era a la oficina de mi yerno. La luz que proyec­taba la cabellera latía sobre mí y me incitaba que saltara al agujero de gusano que burbujeaba a unos pasos atrayén­dome ferozmente. Salté sin miedo dejando atrás el tiempo de mierda líquida que me envolvió por un rato. Ahora iba gi­rando hacia arriba o hacia abajo por el agujero de gusano, la luz de la cabellera es muy intensa, linda y palpitaba como si estuviera viva. Las paredes del remolino o lo que fuera están forradas de enredaderas repletas de chayotes, lindos como los que le llevaba a mi abuela María Blanco que vivía en El Vedado. Se los robaba en mi barrio a Rosario la Bruja que tenía toda la cerca que rodeaba la casa forrada con lianas de donde colgaban, casi todo el año, unos chayotes zangandon­gos. Ha venido a salvarme la hermosa cabellera blanca de mi abuela que le llegaba hasta la cintura. Me parece estar viendo a alguna vecina que venía a peinarla de tarde en tarde y se deleitaba desenredándole el cabello. Un día, por desgracia, cayó en un hospital y la dictadura del mayoral Fidel Castro se lo cortó. La fustigaron con una terapia de electroshock para curar una depresión nerviosa que se podía tratar con medicamentos. Nos enteramos más tarde, porque los su­puestos médicos que la trataron nunca lo dijeron cuando toda la familia se quejó por aquel procedimiento salvaje. Su precioso pelo canoso lo usaron para confeccionar pelucas y venderlas en el exterior y traer divisas al país que luego Fidel Castro usaba para saciar sus frustraciones entrañables con los negros africanos.

    Sin saber si cayendo o subiendo seguí por aquel atajo en el espacio-tiempo que tanto añoran descubrir los científicos, quién me lo iba a decir. Creo, si no es que lo soy, ser el pri­mero en verlo y disfrutarlo como si me estuviera tirando por una canal. Envuelto en una tristeza que cantaba a mi alrede­dor me creí que todavía era yo. Medio mareado pero satisfe­cho salí expulsado bruscamente al exterior, pero las enreda­deras de cundiamor que tupían toda la salida amortiguaron el golpe sobre las losas. Estaba de vuelta en el baño de la ofi­cina de mi yerno. Después de todo, como quiera que lo mire yo o ustedes, he tenido suerte o de alguna manera la locura ha estado a mi favor. Aunque no sin la ayuda oportuna de mis antepasados, aquel maravilloso agujero de gusano me había llevado a donde tenía que ir. Por lo menos ya podía decir que algo me había salido bien e iba a tratar por todos los medios de no complicarme más con este cuento, ya se me estaba convirtiendo en una novela de misterio y eso sí no lo iba a permitir ni muerto. El desgraciado cuento se me quería ir fuera de control. Pero no lo iba a dejar que escapara tam­bién por un agujero y me echara todo el libro de cuentos a perder con tanto tiempo que le he dedicado. Ya bastante tra­gedia arrastro con las tres novelas que tengo empezadas sin terminar, las dos que tengo en mente por empezar a escribir en cualquier momento. Para no hablar del interminable poe­mario en el que he malgastado más de diez años confeccio­nándolo. Ni pensar en eso, lo importante ahora es que estoy a salvo y me envuelve una alegría inusitada. Lleno de energía salgo afuera a barrer el reguero de hojas en la acera y el por­talito. Mientras las recogía llegó la vecina con su culo esplen­doroso para animarme lo suficiente. Entré, abrí la ventana y me preparé un Vodka con hielo y limón para contrarrestar un poco la infección que había atravesado y tratar de desin­festarme por dentro. Afuera un lindo día se confundía entre la luz que seguía su camino con tiempo todavía para prepa­rar alguna otra emboscada. Pero algo inquietante taladraba mi interior y me mantenía confundido. ¿De verdad sigue siendo yo, Nicolás Abreu Felippe, el que volvió para termi­nar de limpiar el inodoro?

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Nicolás Abreu Felippe (La Habana, 1954) llegó a los Estados Unidos en 1980, a través del puente marítimo Mariel-Cayo Hueso. Es autor de Al borde de la cerca (Madrid, 1987), testimonio de sus experiencias como asilado en la embajada de Perú en La Habana; de las novelas El lago (Miami, 1991), Miami en brumas (Miami, 2000), La mujer sin tetas (Santo Domingo, 2005) y En Blanco y Trocadero (Miami, 2015). Es coautor con sus hermanos, de Habanera fue (Barcelona, 1998). Su poemario Las hojas al caer (Pensilvania, 2019) fue finalista del Premio Paz de Poesía (2016). Cuentos y poemas suyos han aparecido en distintas publicaciones de Estados Unidos, España y América Latina. En la actualidad trabaja La ribera, una novela y en Tiempo podrido, cuentos.

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