Palabras sobre palabras

JOSÉ PRATS SARIOL

Los poemas de Orlando Rossardi entran en los misterios de lo cubano, de aquellos rasgos que Cintio Vitier trata de asir o inventar como característicos de la cubanidad. Pero los poemas se encrespan. Huyen de las precisiones conceptuales y sencillamente invocan al Ángel de la Jiribilla para que rece por nosotros, sus lectores. Conjure lo peliagudo del empeño. Se lance a especular, hacia lo inefable… 

El polémico ensayista y poeta del círculo de la revista Orígenes, en la Decimoséptima Lección de Lo cubano en la poesía, pronunciada en el venturosamente elitista Lyceum de La Habana (Lyceum Lawn Tennis Club), intentó construir hace sesenta y dos años --el 12 de diciembre de 1957-- diez rasgos o “especies” de lo que consideraba característico de lo cubano: Arcadismo, Ingravidez, Intrascendencia, Lejanía, Cariño, Despego, Frío, Vacío, Memoria y Ornamento.                   

Ni antes ni después ha habido –es justo reconocerlo-- un esfuerzo exegético de tal envergadura sobre lo que aún suele llamarse “poesía cubana”: poemas escritos en español por nacidos o naturalizados en Cuba; sean residentes en el país, emigrantes económicos o exiliados políticos. Aunque el concepto hoy cede protagonismo a poesía escrita en español, quizás la intensidad afectivo-volitiva de tales especies –aunque sirvió de aliento a la fracasada teleología insular—ayude a introducir los poemas de Orlando Rossardi.

Aquí sus poemas son agrupados –no escindidos-- en nueve círculos. Esta Obra selecta comprende las siguientes colecciones: 1. Amor y desamor. 2. Vida, dolor y muerte. 3. Poesía y creación. 4. El yo y los otros. 5. Eros y el deseo. 6. Patria y suelo. 7. Presencias y homenajes. 8. Geografía del ser. 9. Tiempo, destiempo y pasatiempos. Ellas se relacionan con las especies que Cintio Vitier enunciara, de ahí la pertinencia de traer a colación aquellas lecciones. Aunque nuestros objetivos son más modestos, no se deja de participar en esa emocionante búsqueda de identidad donde la utopía se mezcla con el cansancio, la geografía inexorable –Cuba-- con la existencia en una peculiar sociedad, a pesar de que el exilio ponga a temblar recuerdos, zarandee palabras, derrote patrioterismos y sobre todo libere cualquier texto de ridículos criollismos.

Cada colección agrupa poemas donde el leitmotiv es afín, aunque estilística y cronológicamente no presenten cercanías. También, desde luego, la división trata de aliviarle al lector la búsqueda, bajo la certeza de que la apreciación de poemas casi siempre es azarosa, no lineal, como sucedería si se tratara de leer una novela.

Según he estudiado, sitúo los poemas de Orlando Rossardi en el tercero de los ríos en que de un modo general –por supuesto que con matices y excepciones— divido la poesía cubana de ahora mismo, tan llena, como cualquier otra, de hojarascas y pedruscos. Si el primero podría enunciarse como el río neobarroco –ellos mismos suelen llamarse “poetas de la dificultad”-- y el segundo como el neocoloquial, el tercero –el más ecléctico y poroso-- exhibe poéticas caracterizadas por un lirismo atemperado en textos narrativos, de una cotidianidad que se evoca para revivirla, donde la memoria afectiva es el leitmotiv básico, sin prejuicios hacia ningún artificio, por antiguo o lexicalizado que parezca, pero siempre en una tonalidad menos críptica que el primero o menos conversacional que el segundo río, con cierta tonalidad métrica y evidente sugerencia conceptualista.

Orlando Rossardi pertenece al llamado “exilio histórico”, pues su salida de Cuba, a bordo del buque Covadonga, data de septiembre de 1960, hace una elevada montaña de años. Poco después –ya actor y dramaturgo-- obtendría su doctorado en la Universidad de Texas con una brillante tesis, publicada bajo el título de León de Greiff: una poética de vanguardia, con Ricardo Gullón de exigente tutor y el propio poeta –famoso por su despiadado sentido de la crítica— elogiándolo, tras tres conferencias pronunciadas por Rossardi en Santa Fe de Bogotá… Enseguida profesor universitario, pronto comienzan a ser publicados sus cuadernos de poemas, a aparecer en diversas revistas y antologías…

En una reciente entrevista comenta que en el poema “tiene que haber entrada y salida. Un poco de azoro. Tal vez Por haber sido además actor y por mi gusto por el teatro, pienso que el poema debe cerrarse como si se tratara de un telón que cae”. Y añade un signo que lo distingue: “Tiene que emocionarte. El poema debe ponerte la carne de gallina”. Ese privilegiar los efectos sensoriales dentro de la intelección, en el haz que forma el conjunto de versos, es el que se aprecia, agudamente, en el  poema “Exilio”, perteneciente a Los espacios llenos (1991), en su sección “Espacios de visitas I”. Allí las preguntas –el clásico Ubi sunt de los poetas latinos— logra transmitir la sensación del que no tiene tierra –desterrado o transterrado--, que cree sólo en “llegar”, porque “¡Es eso todo! // Lo atado es el deseo al transitar por los asuntos. // Lo que fluye en las mareas a la playa // y queda caracol por las arenas”. Similar sensación de desarraigo --de cierta melancolía del que añora--, se aprecia en muchos de los poemas agrupados en Casi la voz (1960-2008), como en “De muy niño jugaba entre cándidas ausencias” y en los incluidos en Totalidad (2012), sobre todo los del cuaderno a párrafo francés Fundación del centro. En su reciente Tras los rostros (2017), un verso sólo dice: “La noche es ámbar”, para sin ningún énfasis sugerir el tono elegíaco.                  

Su obra poética la sitúo –aunque a veces sea neobarroca-- en el tercer río, porque su conciencia de las palabras lo hace salir –sin aspavientos herméticos ni melindres coloquiales--  a los descampados de la lengua, a observar y recordar, a enriquecerse con nuevos giros y acepciones, con palabras perdidas y tan nuevas que los amantes del léxico se las arrebatan… Rossardi se arriesga al juego, logra cruzar los peligrosos tumultos.

Tal victoria contra la masificación se aprecia con fuerza en Fundación del centro. Allí logra dar en la diana. Acteón –el doble de Orlando Rossardi— recibe las flechas verbales donde se conoce a sí mismo. O al menos lo intenta. La aventura del voyeur es este poema. Pero leerlo no es descifrarlo, quitarle los misterios. De haberlo comprendido totalmente –como le ocurrió a Elías Canetti con la masa— no estaría escribiendo sobre él, disfrutándolo como otra antorcha al oído, bajo la evocación de Juan Ramón Jiménez y de un signo clave para la poesía de Orlando: la paradoja de que Diana a lo mejor se sabía observada furtivamente, nunca entera sino a fragmentos, como la vida. Parece existir un placer –tan sano como despertarse tras oír la diana— en tensar el arco y lanzar flechas, con la esperanza de que las circunferencias sucesivas de la memoria permitan la claridad del centro. Diana, por su etimología, significa el alba, la luz del amanecer, algo menos duro que la Artemis griega, hermana de Apolo. Orlando Rossardi ha salido a escribir para cazarse. Asistir a esa cacería sabemos que es un tópico en las literaturas –como estudia Pierre Klossowski en Le bain de Diane--, pero en cada desplazamiento fuerte hay una zona inédita, una excursión donde la lectura se tonifica con los secretos de otro yo, con la narración reflexiva de una sinécdoque donde la parte sugiere el todo: nuestra especie cuya experiencia existencial –siempre entre guerras— desafía al ayer y al mañana mientras los atrae desde un hoy siempre volátil.

Poema extrañamente existencialista en tiempos de trivialidades en el ciberespacio; poema raro entre blogs donde la serenidad es defecto con inmediato castigo en burlas y clics; poema que sabe a una madeleine enchumbada en té, cuando encontrar a un francés que lea a Flaubert es tan trabajoso como hallar a un alemán que conozca a Nietzsche; poema con horror al olvido, Fundación del centro es un drama, funciona como representación escénica donde dos actores –“él” ahora y su “otro” de siempre—  junto al coro  –“nos-otros” sus lectores—, recitan la etopeya de un Orlando que es uno y también el otro

.¿De dónde proviene Fundación del centro? ¿Podría recibir la sugerencia de que el origen se halla en el “conócete a ti mismo” que los atenienses nos legaron? ¿Es el resultado de una feroz introspección donde el análisis ha sabido tajar lo superfluo sin contemplaciones? ¿Qué lo individualiza dentro de la saga de poemas que buscan al autor a través de sus recorridos, que forman una nueva “vivencia” al escribirse?

Proviene –plausiblemente— de su sensibilidad artística. Pudo haber sido una escultura o una sonata, una coreografía o un documental, pero escritor desde la adolescencia, el poema es su sino, el azahar o signo ineludible. Es la memoria que al convertirse en texto privilegia determinados recuerdos sobre otros miles, la que es un sabor a guanábana en el atrio de la iglesia de la Virgen de Regla o el olor alquitranado de la bahía habanera. Aquí se amasa como para hornear no una autobiografía o un memorial sino lo que cree y siente su axis, imagen y señal, cuento más allá del sueño.

Recuerdo que estamos ante un autor con más de medio siglo de poemas: En 2009 su selección Casi la voz (Ed. Aduana Vieja) agrupó 520 páginas, bajo la ironía de un título que marca con la –no una— su vocación irrefrenable. En una reseña a la extensa compilación (Revista Hispano cubana,  no. 37, 2010) intenté explicar tres signos que ahora también fundan el centro: tono elegíaco, teatralidad y visiones infantiles. Estos sesgos distintivos a su vez se mueven dentro de la corriente de ese caudaloso río ecléctico que bracea sin prejuicios entre lo neobrarroco y lo neocoloquial, sin arrimarse a ninguna orilla estilística.

De ese modo también se aprecia en su libro Fundación del centro. Pasear con su “otro” se inicia al modo homérico con el reconocimiento, la identidad del doble. A párrafo sin sangrar --¿por qué afrancesado?-- irá narrando el recorrido. A “palabras como turbas” activa las curiosidades, lanza las flechas a su diana. Y sin finalidad, como aquella anécdota de Baudelaire que una tarde fue sorprendido por un amigo cuando caminaba por Les Champs-Élysées, y cuando este le preguntó a dónde iba, el poeta respondió que a ninguna parte. ¿Hacia dónde se dirige Fundación del centro? Hacia Baudelaire y hacia ninguna parte. ¿No afirmaba José Lezama Lima –el poeta de habla hispana que más ha meditado su poética-- que lo importante es la flecha, no el blanco? Porque es el trayecto quien ciñe la aventura singular –personalísima-- por las ciudades y sus calles y sus recovecos, como ocurriera en dos cuadernos fundamentales de la poesía escrita por cubanos: En la Calzada de Jesús del Monte de Eliseo Diego y Ciudad, ciudad de Francisco de Oráa.

Aunque repudio el “color local” –lexicalizado hasta el agotamiento-- casi tanto como la “politización” supuestamente otorgadora de talento, cierta dosis de informaciones al lector parece necesaria. Este poema remite a La Habana: Orlando Rossardi –reitero-- crece y escribe sus primeros poemas en el pueblo de Regla, en la ribera este de la bahía, otrora de piratas y corsarios. Y desde luego que en su atmósfera anímica está el exiliado político, sin las menos desgarradoras nociones de “emigrante” o “transterrado”. Las dos referencias por supuesto que no le otorgan al poema mayores calidades artísticas –estamos hartos de “testimonios” (sic)--, pero enunciarlas por su valor documental modulan la lectura, viabilizan la recepción. Un país en ruinas, frustrado como nación, empalidece aquella España de los poetas republicanos que murieron pensando muchas veces en el regreso, como León Felipe o Luis Cernuda.

La tragedia entre exilio e insilio no debe soslayarse. Con el valor central en que este sui generis poema incluye los que uno batalla consigo mismo, exiliado de los recuerdos ya ajenos e insiliado de los que sin saber la causa suelen mantenerse. Su singularidad precisamente está ahí, en saber aludir levemente sin tropezar entre enfáticas menciones históricas o entre achicharrados lugares comunes psicológicos. Nada usual, nada al uso, que bien sabemos al sobreuso en las marejadas de textos inanes que inundan el ciberespacio.

Este diario de bitácora de un inveterado andariego constantemente salta de adentro hacia afuera, y viceversa, con su correspondiente corolario en el desenfado con que incorpora una frase popular recreada –“los dime y te diré”—, casi al lado de una culterana referencia a san Agustín, cuyas Confesiones forman una de las intertextualidades clave, a nivel conceptual, filosófico, como apertura y cierre ante la única paradoja esencial cifrada en el ser para la muerte, de ahí la dedicatoria a Juan Ramón Jiménez y la recreación de su Tiempo y su Espacio.

Los juegos de palabras –también caros al poeta de Platero y yo— tienen además, como bien dice, un “que me cuento a cuentagotas”, es decir, que sabe y asume no contarse del todo. Teme, con razón, al mal llamado “todo”, que puede ser “nada”. Porque lo casual –como en la certera cita de Robert Frost—es similar al “uno propone y Dios dispone” y recuerda que don Quijote le decía a su escudero que “no hay refrán que no sea verdadero”… A lo que se añade un pudor hacia el anecdotario de su vida que prefiere tomar las “experiencias” como sencilla motivación para seguir cabalgando de ciudad en ciudad. No hay confesiones íntimas en Fundación del centro. Y se agradece, ante tanta supuesta literatura “confesional”, novela “sucia” o supuestos poemas apropiados para estudiantes de psiquiatría.

Rossardi va por otra senda, hacia la ciudad interior, “saliendo entera de su centro”. Las referencias a personas –como aquellas que recuerdan las ediciones El Puente en La Habana de 1962— nunca van a explotar el sensacionalismo o la procacidad que tanto gusta a los lectores de revistas de chismes, a los espectadores de la televisión chatarra, tan abundante en cualquier idioma. No hay picaresca exhibicionista sino a veces una ráfaga de nostalgia, unos versos de algún amigo fallecido, la sombra inconclusa de lo que pudo ser.

La habanera no es la canción triste del que retorna a su país natal, sino la del obligado a irse, a tomar el Covadonga y ver alejarse el Malecón habanero, con su familia despidiéndolo, perdiéndose como Cuba en el horizonte del Caribe, aunque llevara en el bolso de hombro y reviviera en Madrid, los peces de Gastón Baquero. La vinculación de este poema es con “Testamento del pez”, no con otras zonas –válidas, desde luego— donde la memoria tal vez se disfraza de payaso para sufrir menos. Es con “La isla en peso”, el demoledor y tan premonitorio poema de Virgilio Piñera, quizás el más emblemático del siglo XX cubano, al continuar la saga de Martí sobre sus dos patrias –Cuba y la noche-- que vio como una, que es una.

¿”Todos somos actores”? ¿Tiene sentido la duda de Shakespeare que Juan Ramón Jiménez retoma, que Orlando Rossardi recrea? ¿Cuál es el teatro del mundo? ¿Cuál ciudad no es La Habana? ¿Cuál de nosotros deja de ser Acteón, de observar furtivamente su Diana? La lectura de Fundación del centro no satisface las respuestas a las cinco preguntas. Apenas alude y elude. Apenas abre la misma angustia que enseguida es otra, como quería Rimbaud. Salva su fragor expresivo porque no concluye. El “juego” o “fundación” sigue a la búsqueda.   

¿Cuál arrogancia es peyorativa? ¿Por qué no defender como hermosa autoestima el amor del poeta a la palabra? La impresión primera ante medio siglo de poemas está ahí, en la belleza de una vocación cuyo ejercicio tozudo y atrevido nos presenta este volumen de 520 páginas. Orlando Rossardi alcanza ahora, en la paradoja de un recuento a la inversa, desde las más recientes sesgaduras a las de su juventud, el eco de sí mismo, el doble que los egipcios tanto perseguían.

Disfrutar sus resonancias no es caracterizarlo. El “sin embargo” sobra. Rossardi no le teme a la cuarta piscina, cuando el nadador bracea temiendo los calambres, los “no vale la pena”. La sabia estructura del libro –homenaje a sí mismo— se burla de su propio tiempo. Y alegra. Nos alegra.

El título es un equívoco. Su ironía suelta una sonrisa. Casi la voz elude la quimera de que algo pueda ser total, como la noción de poesía. Pero a la vez, sin falsas modestias, sin hipocresía, se decide por la y no por una. Desde ese verso decisivo –el título— asoma el desafío.

¿Cuál desafío? El de perder su sombra. Desde muy joven, allá por los turbulentos años 50 del siglo pasado, Rossardi se supo parte de una élite, de una elección. Quizás aún no degustaba las etimologías, pero sabía que su parábola –tan efímera como cualquier otra— no cejaría en el empeño.

Ahora, aquí, su voz no tiene pérdidas. Da gusto seguirlo. Tal vez bajo tres impresiones, de las que se forman sin aquellos miedos semióticos o estructuralistas o deconstructivistas a la intuición. Bajo el sabor –tampoco hay miedo a las sinestesias valorativas— que sus poemas dejan.

Tres: tono elegíaco, teatralidad y visiones infantiles. Quizás argumentarlas consiga atraer los lectores que merece, porque la arrogancia del poeta también es clamor contra tanta palabra depredada, contra esa sutil pero decisiva capa de ozono verbal que día a día sufre desgarrones, mordidas, trivializaciones, apócopes. Quizás. Aunque Rossardi sólo necesite la casi voz del “oficio perdido”, como hace tiempo leyó en Séneca.

La tonalidad elegíaca lo singulariza. Dentro de la poesía de habla hispana de las últimas promociones son escasas las voces que saben modular a lo Jorge Manrique. Entre los referentes valiosos están Jaime Gil de Biedma y Rafael Cadenas. Y más cerca: el demasiado pronto desaparecido Amando Fernández, el suicida Raúl Hernández Novás.

En esta dirección Rossardi parece muy consciente de la tessera, una conciencia que va del pensamiento creador al crítico, sin contradicciones, como si su “programación genética” le impidiera otra forma de apropiarse, otros motivos temáticos. Porque el tono elegíaco también implica una permanente relación –erudita sin pedanterías— con los poetas, sobre todo con las voces que forman su canon, tan peculiar como el de cualquier otro escritor consciente de la lucha contra lo ya dicho.

La tessera –también siciliana, desde luego— Harold Bloom la revitaliza en sus excelentes estudios de la poesía romántica de habla inglesa (Poetry and represion. Revisionism from Blake to Stevens). La unión de las mitades de una taza era la señal de reconocimiento, de autenticidad. El poeta nuevo identifica así a su precursor, le da cumplimiento al potenciarlo.

Los homenajes-recuerdos de Rossardi no sólo son los poemas donde evoca a Gabriel Celaya, Miguel Hernández, Langston Hugues, Gastón Baquero, Eugenio Florit… Tampoco quedan circunscritos a menciones expresas a Juan Ramón Jiménez o Borges, a García Lorca o César Vallejo… Menos obvias –pero tan o más significativas— son las constantes intertextualidades de ellos y sus amigos, las relecturas de san Juan de la Cruz y René Char, de la gran poesía norteamericana de habla inglesa que conoce tan bien como José Emilio Pacheco. Si alguna vez entrevistase a Orlando Rossardi, me gustaría preguntarle si aquella memorable antología bilingüe que preparara Eugenio Florit –¿se ha reeditado?—no fertilizó su juvenil afición hacia Dickinson y las voces que siguieron en los Estados Unidos ese río tan íntimo como vigoroso, para mí más fuerte que el de Whitman.

“Que se quede por la ruta en que se escapa” –dice el verso final de “Salida del deseo”. Y en efecto, en esa paradoja podrían quedar obra y autor, reflejando a la vez cada una de sus lecturas de la vida, donde el exilio –elegía ontológica— ocupa el sitio clave. Porque “Tras una y otras tantas, esta muerte / que palpo cariñosa en el bolsillo” (“Esta muerte”). Porque siempre la inminencia de una pérdida --persona o lectura— ata sus versos, “en cascabeles”, como caracteriza a René Ariza; “para hurgar por adentro en su trasfondo”, como teme en “Cosas perdidas”.

“Pérdida de la fuente” –metáfora y símbolo— es el poema que tal vez sintetiza su obsesión por las remembranzas, el modo de coleccionar su propia existencia. Siempre es la angustia por las pérdidas. Siempre allí está su axis expresivo, como un “Libro viejo”. Cuando sale de ese afecto la voz pierde fuerza. Si no hay un rasgo elegíaco no hay Rossardi, tan poderosamente sencillo, tan vigoroso como “Los poemas, los poetas”, donde el párrafo francés –Rimbaud— llega al sarcasmo, a Cernuda y su burla de las autoridades que oficializan después de muerto a un autor maldito.

“Leyendo a mis poetas”, “Gramática de a uno en fondo”, “Carta a Eugenio Florit”, “Memoria de mí”, “La poesía”, “Pregunta”…, confirman su confesión: “a mí puede y me salva el sueño en poesía” –como susurra entre paréntesis en “Hambre de poema”. Esa mezcla tan apreciada por la poesía del romanticismo, donde siempre los bordes de la realidad se difuminan, es su señal, su sino y destino.

Un último argumento a favor de que este rasgo lo singulariza se halla también en los poemas más lejanos. Las imágenes de “Boston” o “New York” son elocuentes evidencias. El último –el primero— de su paradoja versal lo titula “Hombre mirando al océano”. En esas olas –las mismas de Virginia Woolf— viene y va Casi la voz.

Una voz que trata de representar –teatralizar— su diálogo con el existir. Donde la presencia del interlocutor se entiende sobre o bajo el supuesto monólogo, como ocurre en “El mundo no está para palabras raras”, más allá de su controversia de homenaje a Lezama Lima, donde desprecia a los que en el “no entiendo” esconden su mediocridad. Como ocurre en “A Gastón Baquero que visitaba a diario todos los arcanos", uno de los poemas donde conversa con el genio del poeta de Memorial de un testigo, para soltar con fuerza sus jinetes, su Apocalipsis de vida con los demás donde la puerta (o la ventana en este caso) nunca puede cerrarse del todo, donde siempre queda un resquicio.

Una voz que se refugia en la infancia, que lucha para que permanezca aquella mirada sin las experiencias que después van a nublarla, según se lee en “De muy niño jugaba entre cándidas ausencias”, cuando recuerda que “se ponían a contar sus cuentos las adelfas”. Porque su “Rito para el viaje” –poema inconfundible de su casi voz— tiene un epígrafe decisivo, quizás válido para el conjunto de su obra. Es de Nicanor Parra y dice: “El que se embarca en un violín naufraga”. Naufragio y salvación, la “isla” de Rossardi juega contra su propio tiempo, aunque de antemano sepa que el juego está perdido, como el de Proust.            

La pertinencia del tercer río expresivo donde parece insertarse la obra de este inexcusable poeta cubano, también se refuerza en su más reciente cuaderno: Tras los rostros. Allí Orlando Rossardi hilvana una elegía con la endecha de quien se sabe testigo y anhela ser voz, romper cualquier silencio cómplice con la larga dictadura cubana que aún nos avergüenza. El poeta inspira la tristeza que desea transmitir sobre los impactantes retratos de los fusilados por el castrismo, que a diferencia de las tumbas de los soldados desconocidos sí tienen nombre y apellido para imponerse a la desmemoria histórica. Sus versos nacen desde los retratos que singularizan a cada fusilado; tal como los pintara –y pinta desde su exilio en Barcelona— el talentoso Juan Abreu.

La melancólica evocación logra en sus versos ser una estremecedora sinécdoque, parte por el todo donde un fusilado representa a todos los fusilados, donde un dolor asciende o desciende a ser el dolor, lo doloroso, la tragedia. Porque en este cuaderno que publica la Colección Atril de la hispanocubana editorial Aduana Vieja, no se encuentran ni proclamas ni consignas. El recuerdo de los cientos de fusilamientos de disidentes elude los lugares comunes de las arengas políticas. Apenas, es decir, casi implícitamente, condena la violencia fanática, la venganza criminal. Y de ahí su mayor fuerza expresiva.

Elude Rossardi la tentación de seguir las evidencias históricas. Su intención poética va por los senderos que verificamos en sus epígrafes. Sobre todo en los versos del ya mencionado Gastón Baquero --tomados del poema “El álamo rojo en la mirada”--, que dicen: “Porque sí Porque si nadie muriese / Quién olvidaría a quien / Qué semilla qué torre no sería / Con sólo un helecho que sobreviviese / Toda cadena estaría confirmada”.

Y el lector siente, experimenta, que el tono elegíaco precisamente exige tal contención, en la fuerte tradición occidental de la elegía, que como se sabe se remonta a Solón y Teognis, a Horacio y Propercio, para no ir más atrás o hacia el Oriente, para no reseñar la saga hispana que sigue teniendo desde el siglo XV a Jorge Manrique como su mejor representante, en virtud de sus conocidas “Coplas a la muerte del maestre don Rodrigo” (su padre).

Tras los rostros, aparece dividido en tres secciones, precedidas no sólo por el epígrafe del poema de Gastón Baquero, sino también por unos versos de Juan Ramón Jiménez (del poema “Romances de Coral Gables”), escrito en el mismo hermoso barrio del gran Miami donde ahora reside Orlando Rossardi; de ahí la pertinente referencia que une a los dos exiliados, con dos versos clave que llevan la respuesta implícita: “¿Desde aquí se va también –pregunta el gran poeta andaluz— a la eternidad sin patria?” Además, tres versos de la también exiliada cubana Magali Alabau, del poema “Amor fatal”, que dan el leitmotiv de su elegía, el empuje motivacional con otra pregunta decisiva: “¿Por qué una canción, / un rostro nos arroja hacia el pasado / que ya no puede recorrerse?”

Tras las notas introductorias que contextualizan la exposición de retratos de Juan Abreu y la subsecuente elegía de Rossardi, entra la zona I: “Todos los rostros”, donde el juego con “todo” recuerda a sor Juana Inés de la Cruz, se inscribe en el serpenteante río ecléctico, que convive controversialmente con ríos neobarrocos, coloquiales y recreaciones métricas, que parecen predominar después del fin de las post vanguardias del siglo pasado.

Tal eclecticismo –aquí con predominio neobarroco-- decide el timbre de Tras los rostros desde “los rostros que nos miran”, y se abre en la zona II, dividida en cuarenta partes. Allí el poema cruza por el difícil borde ante el precipicio del énfasis. Logra salvarse de la hinchazón explicativa y sobre todo de las empecinadas trivialidades… La 14 quizás sintetice la melancólica evocación de cada fusilado, la 16 de su dolor, angustia donde el recuerdo cristaliza con la misma fuerza de los museos judíos que guardan las pesadillas del holocausto. En la 14 los “hasta luego” salen “a rodar por la memoria”. En la 16 “la noche es ámbar”. Y más adelante, en la 21 –quizás la de mayor intensidad—, logra intimar los tributos a los fusilados, a una “mañana” donde recibirán en Cuba el justo homenaje que merecen. Porque –dice en la parte 33— “Más allá de este no ser / vive en vilo el haber sido” de cada uno de ellos. La capacidad del pintor Juan Abreu para que cada uno de aquellos hombres se inmortalice en su retrato,  se vuelve metáfora antes de retornar al silencio, al tópico del callar que forma la tradición elegíaca.

La zona III --titulada “Calendario de rostros”-- es la coda turbadora, aunque de nuevo un duro sentido de la contención impida despeñarse en gritos. “Antes” “y después” son sus dos partes sobrias, donde el luto parte de cuando estaban vivos y se abrían a la vida desde la infancia en los años 40 y 50, entre juegos y canciones… Para cerrar con el triunfo de la revolución y la rápida instauración de un terror jacobino, de los fusilamientos para reprimir a los osados y amedrentar a cualquiera que decidiera enfrentarse a los guerrilleros en el poder.

“Y los gritos salían de sus bocas, / de sus ojos, / de su lengua resolviendo primaveras” –dice el poema. Y así la palabra que hoy, casi cerrando la segunda década del siglo XXI rompe los olvidos, traspasa los muros de la tenebrosa fortaleza de La Cabaña -donde cada día había por lo menos un fusilamiento--, en la orilla este de la bahía habanera, en lo alto del caserío de Casablanca con el pueblo de Regla al sur.

La actitud elegíaca prevaleciente en Tras los rostros cumple su cometido, desafía el status quo y atestigua la rebeldía contra la trajinada historia de Cuba de los últimos sesenta años. Tanto Orlando Rossardi como Juan Abreu, dueños de su tristeza ante los fusilados, logran hacernos partícipes. Logran conjurar las amnesias y  omisiones que pretenden saltar hechos, evadir responsabilidades, ocultar desmanes y crímenes. Al entrar Tras los rostros vemos y leemos distinto. Por unos minutos tal vez seamos menos olvidadizos, reales defensores de los derechos humanos que aquellas balas cercenaron, donde un rostro es cada rostro. 

La precedente valoración crítica de su más reciente libro empalma perfectamente con los nueve círculos de esta Obra selecta, porque no sólo se mantiene equidistante en lo estilístico del río neobarroco y del coloquial, sino que no deja de frotar los rasgos de lo cubano en la poesía que Cintio Vitier explicara en sus lecciones de 1957. Y cuyos límites fueron formulados por él mismo en la Decimoséptima Lección final, cuando dijo algo perfectamente válido para cualquier antología –como la presente, con su útil división por motivos temáticos--, referido a las diez especies de lo cubano: “Desde luego que estas categorías son útiles únicamente si comprendemos la artificialidad de su separación. Los elementos registrados y los otros que puedan añadirse, se completan, se rectifican, se matizan mutuamente y aparecen fundidos de modo inextricable en cada unidad de actitud real y viviente”.

Da gusto –un buen gusto— leer esta Obra selecta. Arrogancia de vocación realizada, elegía de tributos, diálogo con los otros y sus otros, infantil chaqueta marinera que juega a observar… Rossardi siente y sabe por qué se preparó –nos preparó— este regalo. Allá lejos, desde la bahía de Corinto, su amigo Gastón Baquero le sonríe.

           José Prats Sariol,

          En Aventura, Florida, mayo  2019                                                      


José Prats Sariol (La Habana, 1946) es narrador, ensayista y crítico literario. En Cuba se desempeñó como Asesor Nacional de Literatura y como profesor de la Escuela Nacional de Arte, así como de la Escuela de Instructores de Arte (La Habana), entre otras instituciones. Ha impartido cursos, conferencias y participado en eventos celebrados tanto en Europa, América Latina como Estados Unidos y Canadá. Su novela Mariel (1997) fue finalista del prestigioso premio Rómulo Gallegos.

Prats Sariol prologó numerosas ediciones para Casa de las Américas, Letras Cubanas, Arte y Literatura y otras editoriales cubanas. En 2001 obtuvo la beca creativa de la Ford Foundation (Georgia, USA). Es Director de la Colección Obra Selecta de Aduana Vieja, donde además ha publicado su libro Bagatelles (2019), donde mezcla crítica y ficción. Reside en Estados Unidos.

Previous
Previous

El Inodoro

Next
Next

Los sueños y pesadillas del escritor