De afectos, filiaciones y afiliaciones
ELENA PALMERO GONZÁLEZ
(Reseña de “Preso el antílope”. Iraida Iturralde. Madrid: Editorial Verbum, 2022)
La editora Verbum ha entregado este año a sus lectores un nuevo libro de Iraida Iturralde, Preso el antílope (2022), un poemario que configura un singular momento de plenitud creativa en la obra de la escritora cubana. Su publicación consagra un camino que, iniciado en 1979 con Hubo la viola, se extiende por más de cuatro décadas con títulos como El libro de Josafat (1983), Tropel de Espejos (1989), Discurso de las Infantas (1997), La isla rota (2002), Like Love’s Lament (2021) y una notable cantidad de textos poéticos publicados en revistas y antologías. En ese camino se revelan zonas de aproximación a un lenguaje de estirpe neobarroca, sobre todo en sus primeros libros Hubo la viola (1979) y Tropel de espejos (1989), zonas donde la expresión conversacional de acentuado lirismo descriptivo es dominante, como en Discurso de las Infantas (1997) y zonas donde emerge una poesía depurada, de apego referencial y testimonial, como en La Isla Rota (2002), entregándonos ahora en su último libro un refinado trabajo que integra todas esas posibilidades expresivas en una voz madura, decantada y profunda.
Ya la crítica se ha encargado de estudiar con bastante acuidad las direcciones poéticas por donde ha transitado la obra de Iturralde. Su afección por la imagen proliferante y la metáfora en movimiento de ascendencia neobarroca es reconocida, entre otros críticos, por Ada Ortúzar-Young (1990) y por Olympia González (2018); su conversacionalismo lírico es apuntado por Jorge Febles (2018) y Jorge Luis Arcos (1999). Febles aproxima el conversacionalismo de Iturralde a la dimensión crítica e histórica que vemos en Fernández Retamar, Heberto Padilla o Raúl Rivero, y Arcos incluye a la poeta en lo que el crítico cubano ha llamado de última etapa del canon conversacional; mientras que Antonio Cao (2015) y Elena Martínez (2018) reconocen que la proliferación de una imagen densa convive en la obra de la poeta con la levedad de la textura verbal, insistiendo en que hay una poética depurada y coloquial, siempre apegada a la imagen insólita. Intuyo que esas formas expresivas que ya consolidaban una poética son caminos que conducen de manera fecunda a este nuevo poemario.
El libro tiene una pensada y cuidadosa arquitectura organizada en dos partes, Preso el antílope y Del arte y sus matices. En la primera, el sujeto lírico se regodea en la intimidad de la familia, de la creación, de ciertas experiencias límites del ser humano y de sí mismo. Digamos que el núcleo significativo de esta parte se sustenta en una íntima reflexión sobre el ser, no es casual que su forma sea un tríptico construido sobre la célebre frase de René Descartes, Cogito, ergo sum. La segunda deviene un culto a la sociabilidad, con poemas cuyos paratextos remiten a amigos, artistas y figuras intelectuales, reconocibles todos en el círculo de los afectos de la escritora. De esta manera, la estructura bipartita del libro armoniza lo privado y lo público, descortinando una cálida experiencia de socialización de la dimensión íntima.
En esa tensión entre lo público y lo privado toma cuerpo un poderoso espacio autobiográfico, naturalmente que estoy pensando lo autobiográfico como figura especular de lectura, en el sentido que lo pensaba Paul De Man (1991), o sea, lo autobiográfico como una figuración o, mejor dicho, como una desfiguración retórica, lo autobiográfico revelado como tropo. Esa interpretación nos introduce en un movimiento aporético, que nos lleva a la permanente búsqueda de un yo ausente, que requiere de máscaras que jamás podrán figurarlo. En esa puesta en escena fantasmática, la escritora inventa figuraciones de sí y los lectores jugamos a leer una vida.
Tiene la primera parte, Preso el antílope, una sugerente forma de tríptico: Cogito incluye un poema (“Mística del potro”), Sum también contiene un único poema (“Preso el antílope”) y entre ambas secciones hay veintitrés piezas reunidas en la sección Vita Morsque. Las figuras del potro y del antílope presiden y enmarcan la reflexión central de esta parte del libro. Con ellas, la poesía de Iturralde entra gozosa en el panteón de la fauna poética cubana, donde conviven el canario amarillo de Martí, el mulo en el abismo de Lezama, el bestiario de Dulce María o el cordero blanco de Reina María Rodríguez.
El poema de abertura, “Mística del potro”, nos coloca frente a la desesperada lucha del animal, trabado entre la libertad del espíritu que lo eleva y las amarras del cuerpo que le impiden el ascenso. En ese “coloquio endemoniado” se reconoce el sujeto lírico, también atado a la tenaz lucha entre la trascendencia del espíritu y la inmanencia de la carne, más siempre con la ventaja de saberse humano, dotado de razón para comprender que más allá de las ataduras terrenales hay un camino que lleva a otras esferas del infinito universo. Octavio de la Suarée (2018) ha estudiado la influencia del trascendentalismo norteamericano en el universo poético de Iturralde, pensamiento que le llega a través de Martí, lector y crítico de Emerson y Whitman. Acompañando esa interpretación trascendentalista podría leerse este poema pórtico del libro, que afirma las posibilidades de la razón humana para abrir caminos a realidades que trascienden los meros datos de los sentidos. Para el sujeto lírico, tener la clave de ese acertijo adelanta el camino de la plenitud: Ah, que yo alcance a subirme desnuda/ en su ancho lomo, aún cerrero y puro/ ¡Qué libre soy! ¡Qué incierto júbilo me aguarda! (ITURRALDE, 2022, p.12)
El poema de cierre, “Preso el antílope”, vuelve sobre la figura animal, ahora como expresión jubilosa de la desnudez de la imagen y de la levedad del espíritu de la artista para vivenciarla. Sabemos que el antílope tiene una larga tradición en el imaginario simbólico humano, asociado a la libertad y a la purificación. Su presencia remite a una energía espiritual que nos libera de la condición terrestre y nos conduce al disfrute de lo divino, orden en el que también está lo poético Así, su paso por el poema ilumina un singular estado de plenitud creativa. Al tiempo que la poeta comparece en gesto eficaz frente al mundo, se mantiene en su mirada contemplativa. Esa duplicidad encarna la paciente gestación del poema frente al ímpetu del verso, los maravillosos hilos de un proceso intuitivo en la oscuridad y su trama en la escritura. Son las dos respiraciones de las que hablaba María Zambrano, la del ser y la de la vida, una que habita la superficie del vivir, la otra, que replegada en el silencio sostiene quedamente el aliento de la vida. Ese momento de iluminación queda sugerido con los motivos místicos de la noche, la pradera, el aposento, el bosquecillo iluminado, y magníficamente revelado en los versos finales: Me queda sólo ese animal/ Está aquí, muy adentro. /Preso el antílope, /salgo casi desnuda. /No temo al verso. (p.49)
Ya los veintitrés poemas reunidos en la sección central desarrollan variaciones del binomio vida y muerte, conforme lo sugiere el título de la sección. Si en un libro como La isla rota primaba el lamento embravecido por la isla matria deshecha, aquí la mirada se vuelve a otras pérdidas más íntimas y cotidianas, los ánimos se aquietan y el tono retorna a una paz casi jubilosa. Acaso los poemas del luto por el amado sean las más hermosas composiciones de esta sección. En ellos, la muerte es promesa de amor, conforme nos enseña Maria Zambrano (de nuevo la Zambrano, que nunca está lejos de Iturralde), espacio de luz, de la palabra oculta, inviolada nunca pronunciada, ni humanamente concebida, solo apreciable en el silencio de la revelación: “Es el alma /el verso que acompaña y vela” (p.43), se nos dice en “Amorfa la muerte”.
Pero también la vida pulsa con regocijo en estos poemas cuando celebran la creación, la maternidad, o el milagro de la preservación y la continuidad familiar. Emotiva es la imagen jubilosa de la hija que se mira en el espejo de la madre: Hay verdor y exuberancia, hay maravillas/que mi madre supo entretejer en la tiniebla/ […] Hay días de un amor tan misterioso/que la alegría viste el alma de dorado/y su risa me acompaña en la espesura/su caracol desenredando ovillos/ y yo peinándome en su espejo (p.18), o el esperanzado “Canto a la vida que melodiosa serpentea”, que reconoce la continuidad del amado en las hijas y por ese camino en sí misma: Si en silencio también/siento tus ojos en sus voces/y escucho en sus sonrisas/ el viejo paso de tus días/ […]/ Entonces yo también/aguardo el sol/le canto a la energía/que en mis hijas serpentea/Soy el río de tu pez,/con un nuevo candor/me regocijo (p.45-46).
Sabemos que lo familiar ha devenido un tópico central de la cultura contemporánea, llegando inclusive a tomar la forma de un género literario, el relato de filiación. Con agudeza, Julio Premat (2016) reconoce un gesto de resistencia en la proliferación de este tipo de escritura, resistir a la crisis del tiempo de que hablaba Huyssen, de ahí el gusto por el anacronismo, por la construcción de archivos de vidas o por el refugio del sujeto en las genealogías familiares, porque precisamos fabricar memorias y orígenes frente al hundimiento social de la transmisión. Así leo estos poemas de filiación de Iturralde, se trata de un archivo familiar, un repositorio de memorias familiares que le permiten a la poeta situarse ante el pasado y sobre todo consagrar un espacio de pertenencia, recordando también que el cronotopo familiar es central para las escrituras diaspóricas, lugar de enunciación desde el cual es imprescindible leer la obra de la escritora.
Si la primera parte del libro está abrazada por lo filiativo, la segunda, Del arte y sus matices, es el espacio de lo afiliativo. Aparecen aquí las afinidades electivas: los amigos, los artistas admirados, los maestros guías. Son poemas que celebran los lazos de afecto, la maravilla de saberse en comunidad, las pérdidas, las alegrías, la complicidad. Es también la parte del libro donde mejor se explicita la voz de los maestros y los ecos de una estirpe literaria en la que la propia escritora se reconoce, proliferando la citación, la referencia, el intertexto, la sobrescritura o la imitación.
Edward Said (1983) distinguía la naturaleza de las relaciones de filiación y de afiliación en la constitución de una tradición. Si la primera, nos dice Said, pertenece al dominio de la naturaleza, la segunda pertenece al dominio de la cultura. La filiación implica pertenecer a una comunidad prefijada, mientras que la afiliación, concepto no biológico, no esencialista, tiene que ver con conexiones entre culturas, entre tradiciones, entre textos, es siempre electiva, compensatoria, creativa y desalienante. Desde esa perspectiva, podemos pensar tradiciones literarias que escapan al modelo filiativo instituido por el canon y reproducido por una historiografía literaria tradicional, estirpes que se articulan por otros caminos afiliativos, escritores que se conectan a otros sin aparente vínculo temporal, espacial o lingüístico, autores que consiguen en su obra un encuentro único con sus ancestros literarios, sus espectros, sus modelos, y dialogan con ellos trazando sorprendentes genealogías artísticas e intelectuales. En esos artistas se fusionan la filiación biológica y las afinidades electivas o afiliativas.
Reconozco en Iturralde ese tipo de tejido afiliativo. Diría, inclusive, que la escritora ha armado con minuciosidad y paciencia una genealogía para su propia obra, aproximando en sus libros a autores de diferentes épocas y series literarias, a través de finos ejercicios intertextuales, palimpsestos, sobreescrituras; recuperando huellas, colectando residuos, cosiendo los hilos que ligan esos residuos y articulando con esos fragmentos toda una genealogía literaria. Hay en su poesía huellas de San Juan de la Cruz, asomos de Quevedo, aproximaciones a la Mistral o a Darío, una presencia siempre tutelar de José Marti y Lezama Lima, al tiempo que diálogos profundos con sus contemporáneos cubanos. Imagino sus libros serenamente depositados en una biblioteca de clásicos, pero una biblioteca de tipo relacional, cuyos estantes no se clasifican por nombre, nacionalidad o época, sino que aproximan con naturalidad afiliativa a escritores de una vena común, trascendiendo cronologías y territorios.
Dije antes que Del arte y sus matices nos aproxima a una gran comunidad afectiva y estética. Escritores, artistas y amigos admirados por la poeta se desdoblan en el espejo de la ficción. Maestros de la palabra, de la imagen visual, de la imagen sonora, como Severo Sarduy, Sebastián Salgado o Aurelio de La Vega, la hermana triste y maltratada que todas tenemos en Marilyn y muchos amigos de la comunidad cubana errante, sobre todo de la generación de Iturralde, pasan por esta sección. Dedicatorias, homenajes, juegos paródicos (leo “El desdoble de Gustavo” como magnífico doble irrisorio de los temas exílicos de Firmat y de su lenguaje poético), huellas de una isla vivida en la imaginación poética (la cubanísima presencia de Severo es elocuente en “El goce de tu verbo”) nos adentran en esa comunidad de afectos que gentilmente Iturralde comparte con su comunidad lectora.
Fraternidad es la experiencia que define la lectura de Preso el antílope, este hermoso poemario de Iraida Iturralde que Verbum nos entrega en su colección Biblioteca Cubana. Me refiero a lo fraternal como vivencia, a la percepción de la cordialidad como experiencia sensible, vivenciada en el cuerpo antes que en el pensamiento. Y es que Iturralde traza siempre un efectivo puente entre el gesto y el sonido ordenado del poema, entre la palabra descubridora y la palabra encubridora, remontándonos a un tiempo originario, anterior al olvido del ser, cuando mythos, epos y logos se pertenecieron y fueron la misma sustancia. En ese intento de integración esencial entre cuerpo, palabra y pensamiento la poeta devuelve al lenguaje toda su riqueza, su inagotable potencialidad creativa y su misterio originario en perpetuo nacimiento.
Referencias
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Elena Palmero González
Profesora Titular de Literaturas Hispanoamericanas en la Universidad Federal de Río de Janeiro e Investigadora del Consejo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico de Brasil. Fue profesora en la Universidad Central de Las Villas (Cuba) de 1983 a 1999, fecha en que se trasladó a vivir en Brasil y trabajar en la universidad brasilera, en la Universidad Federal de Rio Grande de 1999-2009 y en la Universidad Federal de Río de Janeiro desde 2009 hasta hoy. Es Licenciada en Filología Hispánica (1983) y Doctora en Ciencias Filológicas por la Universidad Central de Las Villas (Cuba, 1997), con estancias de investigación postdoctoral en Paris IV-Sorbonne (2005-2007), en la Universidade de São Paulo (2016) y en Yale University (2017). Es editora jefe de la revista Alea: Estudos Neolatinos e autora de: Relatar el Tiempo: Alejo Carpentier (2003); No reino de Alejo Carpentier: doze ensaios críticos (2009); Formas híbridas, literaturas anfibias: o espaço biográfico na literatura cubana-estadunidense (2017); Textualidades transamericanas e transatlánticas (2018, con Ana Cecilia Olmos); Em torno da memória: conceitos e relacões (2017, con Stelamaris Coser); Entre traços e rasuras. Intervenções da memória na escrita das Américas (2013, con Stelamaris Coser). Organizó las antologías bilingües Escrituras em tránsito: Cinco poetas cubanas de Nueva York (2019; 2020); Decir el mar. Cuentos Cubanos (2008, con Luis Rafael Hernández); y organizó la traducción y publicación de la obra de Roberto González Echevarría en Brasil con el título Monstros e arquivos: textos críticos reunidos (2014). Cómo crítica de la literatura cubana es autora de numerosos capítulos de libros y artículos académicos, publicados en revistas especializadas de Cuba, México, Brasil, Argentina, Uruguay, Canadá, España y Francia. Actualmente coordina una historia de la literatura hispanoamericana en cinco tomos, de los cuales ya fueron publicados los dos primeros: Temas para uma história da literatura hispano-americana I e II (2022). E-mail: elenacpgonzález@gmail.com