Fragmento de “Elena”, del libro inédito “Relatos de amor de la vida real en la Ciudad de México”.
FÉLIX LUIS VIERA
(1)
Conocí a Elena cuando fui a renovar mi Credencial de Elector en una oficina allá abajo, en una calle estrecha y algo zigzagueante nombrada Santa Lucía, al doblar a la derecha si se viene de sur a norte por Rosa Blanca —en la que Santa Lucía nace o muere, según se vea—, y donde, unas cinco cuadras después, como de improviso, luego de una curva donde la acera se angosta, aparece la oficina.
Ella, luego de llenar los formularios mientras escuchaba mis respuestas, me pidió que mirara fijamente hacia una diminuta cámara fotográfica que, sobre un trípode igual de pequeño, se hallaba a su derecha, a la altura de su cara. El flash me pareció azul añil y que tomaba no solo mi rostro, sino todo el cristal de la ventanilla. Me había encandilado. Exclamé. Ella me explicó que así solía ocurrir con esa cámara. Le aclaré que no, no me había encandilado el disparo de la cámara, sino la mirada fija de sus grandes ojos café claro.
Entonces, se puso de pie, salió de tras la ventanilla, caminó hacia su izquierda hasta el final del mostrador y vino hacia mí. Me pidió por favor que saliésemos y ya en la acera me invitó a detenernos y me pidió que la abrazara. Lo hice y mientras lo hacía temblé. Si esto fuera una novela, no la vida real, yo podría omitir que ese día, cuando me abracé con Elena, temblé. Pero en la vida real temblé.
(2)
A propuesta mía, tuvimos el primer encuentro en un parque pequeño —un rectángulo estrecho— que se halla lateral a la bajada que conforma el final de la avenida del Rosal en su extremo Este; árboles también chicos; piso de cemento gris más bien brillante, no opaco como en el común de los parques.
Le sugerí que mejor nos encontrásemos allí, en un terreno neutral equidistante de mi casa y la suya, según la dirección que ella me había pasado. Sonrió entonces. Ella conquistaría el mundo —es un decir— sobre todo por tres atributos: su sonrisa, sus grandes ojos color café y su gesticular mayestático.
Era martes. En el crepúsculo, luego de que ella terminara en la oficina. Llevaba pantalón y sudadera azul cielo. Contrastaban, de modo extraño digamos, con su piel canela leve, sus grandes y brillantes ojos café, el cabello tintado de negro, largo, semirrizado.
Todavía era verano. Pero se sentía frío. O yo sentía frío.
Verla avanzar hacia mí —la esperaba de pie en medio del parquecito— me tiró fuerte adonde la saudade por mi país, mi barrio, mi casa.
Desde entonces, me confesó sus discordias con el marido.
Sus manos estaban frías.
Ya era anochecer y un par de niños continuaban jugando a formar pompas de jabón y soplarlas lo más lejos posible. Los ayudaba y dirigía una mujer que, según la edad que aparentaba, podría ser la madre. Los tres eran rubios. Muy rubios.
Elena me dijo: “Te lo voy a adelantar desde ahora: solo avanzaría, contigo o con quien fuese, en el caso de una relación estable. Sé que muchas mujeres de aquí no piensan así, pero yo sí pienso así”.
Recalcó que sexualmente no era “voraz”, de modo que podría esperar toda la vida.
Su voz honda, melodiosa, más que proyectarlas, en esos momentos pareció dejar caer sílaba por sílaba, mientras retiraba mi mano de la suya.
—Por favor, no me hagas perder el tiempo —pronunció como con solemnidad luego de pedirme que la mirara a la cara.
Y a seguidas, que tenía un hijo de nueve años de edad.
(3)
Fuimos a mi apartamento. Yo entonces vivía en la calle Rosa Estrella 77 de la colonia Molino de Rosas, tercer piso.
Al llegar me pidió ir al baño. Le indiqué y la llevé hasta la puerta. En la repisa del espejo, entre otras cosas, había un vaso azul de plástico con el cepillo de dientes. Ella, por ese reflejo común, pasó la vista de un golpe, y luego, a punto de entrar, acompañándose como de un suspiro: “Ah…, un solo cepillo de dientes”.
Quizá por la altura en que se encuentra el apartamento, avanzada la noche se escuchan ladridos de perros que llegan desde lejos, desde el Este.
Yo tenía un sofá “chueco”; se hundía desproporcionadamente cuando alguien se sentaba. Ella sonrió leve pero con una expresión de alarma cuando se sentó en él. Le dije que ojalá estuviera siempre allí conmigo sentándose por primera vez en el sofá, para ver de continuo su sonrisa. Entonces sonrió con más intensidad y comprendí que la vida valía la pena solo por el disfrute de ese momento. Podría resaltar su dentadura vinculada con su sonrisa. Pero no; es una sonrisa total, universal, que incluye toda la boca y toda la cara; como esa que, presumo según lo que he leído, han mostrado esas mujeres que han penetrado en fortalezas infranqueables luego de haberle sonreído al guardia.
Respondió que sí tomaría café a pesar de la hora y fuimos a la cocina. Primera vez que veía una cafetera como esa, dijo. Le expliqué cómo funcionaba. Y luego que ahora colaría café dos veces; una para ella, flojo; y otra bien cargado para mí. No, si es que ella precisamente tomaba café exprés y, como yo, sin azúcar siempre que fuera posible, replicó edulcorando un poco la voz y vibré.
Cuando íbamos hacia la cocina le sugerí que avanzara delante —para observar su andar majestuoso. Sí: se desplazaba de esta manera aun con la vista en diagonal hacia abajo, lo que no es común entre las mujeres que se mueven de modo parecido.
Le enumeré sus tres rasgos más hermosos y murmuró: “Ah, pues no lo sabía, primera vez que me lo dicen”, con expresión de confusión, aunque tierna.
Le presté ropa mía para dormir y se rio frente al espejo, hasta carcajear casi, por lo sobrada que le quedaba. Me pidió que la abrazara de nuevo “como el otro día allá en la acera de la oficina”. Temblé otra vez.
Había sentido en mi pecho la solidez de sus senos, entonces desnudos bajo la sudadera.
Me preguntó si me cepillaba los dientes antes de acostarme para dormir. Afirmé y me pidió que le prestara mi cepillo. Si esto fuera una novela, quizá yo omitiría esta acción que no es muy novelable ni creíble, pero en la vida real yo le presté mi cepillo de dientes.
Ya acostados, estuvimos un rato bocarriba conversando. Me preguntó por mi niñez, por mi ciudad en Cuba y cómo era la vida bajo un régimen comunista. En cuanto a mi biografía, le mentí de nuevo. De su parte, una síntesis aun de sus ancestros; su currículum como estudiante, como trabajadora. Su voz, ya algo soñolienta, continuaba en las honduras —como algún manantial subterráneo, se me ocurre decir (y discúlpenme)—, en mi oído derecho.
Finalmente, le pregunté si ya podía apagar la lamparita. Me respondió que sí. Pero antes de hacerlo, levanté la cobija, corrí hacia arriba su sudadera —que era más bien mía— y observé su senos por unos instantes. Luego, apagué la luz y puse mi mejilla entre sus senos. Me quedé dormido escuchando los latidos de su corazón y, llegando desde allá lejos, desde el Este, el ladrido de los perros.
Félix Luis Viera (El Condado, Santa Clara, Cuba, 1945), poeta, cuentista y novelista, es autor de una copiosa obra en los tres géneros.
En su país natal recibió el Premio David de Poesía, en 1976, por Una melodía sin ton ni son bajo la lluvia; el Nacional de Novela de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, en 1987, por Con tu vestido blanco, que recibiera al año siguiente el Premio de la Crítica, distinción que ya había recibido, en 1983, por su libro de cuento En el nombre del hijo.
En 2019 le fue otorgado el Premio Nacional de Literatura Independiente “Gastón Baquero”, auspiciado por varias instituciones culturales cubanas en el exilio y el premio Pluma de Oro de Publicaciones Entre Líneas..
Su libro de cuentos Las llamas en el cielo retoma la narrativa fantástica en su país; sus novelas Con tu vestido blanco y El corazón del rey abordan la marginalidad; la primera en la época prerrevolucionaria, la segunda en los inicios de la instauración del comunismo en Cuba.
Su novela Un ciervo herido —con varias ediciones— tiene como tema central la vida en un campamento de las UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción), campos de trabajo forzado que existieron en Cuba, de 1965 a 1968, adonde fueron enviados religiosos de diversas filiaciones, lumpen, homosexuales y otros.
En 2010 publicó el poemario La patria es una naranja, escrito durante su exilio en México —donde vivió durante 20 años, de 1995 a 2015— y que ha sido objeto de varias reediciones y de una crítica favorable.
Una antología de su poesía apareció en 2019 con el título Sin ton ni son.
Es ciudadano mexicano por naturalización. En la actualidad reside en Miami.