LUIS DE LA PAZ

Sabía que era un bar, pero todavía Julián no bebía como para entrar a pedir un trago fuerte, que era lo que allí vendían. Además, con 16 años, ya rumbo a los 17, aunque le faltaba un trecho por recorrer, aún se encontraba en la etapa de ocasionales cervezas para mitigar el calor. Sin embargo, le atraía el sitio, pensaba en su interior.

Las pocas veces que pasó por el lugar y veía el timón de barco recostado a una esquina, medio escorado, sentía el impulso de abrir la puerta, traspasar el umbral de aquel portal bastante polvoriento y en ocasiones sucio por los papeles y restos de sobras de comida que los transeúntes dejaban caer mientras se desplazaban por el Boulevard de San Rafael. El dinero era uno de sus problemas, llevaba 5 meses cumpliendo el Servicio Militar Obligatorio y cerca de dos evadido, por lo que tenía que estirar cada peso que le caía en sus manos.

Desde que le dieron el primer pase de 72 horas, no regresó a la unidad militar. Eso lo convertía en un desertor y sabía que cuando lo detuvieran pasaría años en prisión. Muchas veces se cuestionaba si sería peor que los tres años que le aguardaban en el SMO, pero ya había tomado la decisión, en la que cada día, casi a toda hora, durante los ejercicios, haciendo postas, en el comedor, y hasta en su litera, martillaba en su cabeza constantemente. 

Julián no resistía el servicio militar. La sola idea lo atormentaba. Hizo todo lo posible para evitarlo, pero lo movilizaron y lo llevaron a una unidad en Camagüey, muy lejos de su casa. El rigor militar, la disciplina que él llamaba esclavizadora y humillante, no la podía tolerar. El levantarse en medio de la madrugada a marchar, saltar obstáculos, subir y bajar por una soga, mantenerse horas de guardia en una esquina de un campamento enclavado en medio de la nada, se fue haciendo caldo de cultivo para evadirse. Todo le era absurdo, deshumanizado y cruel. Pensaba que para ser parte del ejército hay que tener vocación, y no era la suya: (él no la tenía).

Pensaba en su familia, en San Cristóbal, su pueblo. Allí tampoco había mucho que hacer, pero estaba habituado a la rutina del lugar donde había nacido. Muchas veces se decía que cuando lo detuvieran, diría que es un objetor de conciencia, pero sabía que no le valdría de nada, que se reirían en su cara, ya que el servicio era obligatorio.

Llevaba más de un mes en La Habana, pensaba que al haber tanta gente lograría escabullirse mejor. Subsistía apenas intentando salir al encuentro de cada día. En la tercera noche, sucio y hambriento, logró refugio en casa de un hombre que conoció en la heladería Coppelia. Desde el primer instante supo el precio, pero necesitaba un lugar donde quedarse. Intentaba llegar tarde en la noche, para no hacerse sospechoso a los vigilantes del CDR que siempre estaban al asecho de todo lo que ocurría en el vecindario para reportarlo a la policía. 

Roberto había dicho que Julián era un sobrino que estaba pasando un mes en su casa, pero esa historia estallaría en cualquier momento. Los vecinos, interrogaron varias veces al muchacho que se creó un cuento para poderlo repetir y no caer en contradicciones. La chismografía colectiva no la soportaba, pero era parte inseparable del modo de vivir.

En las calles trató de establecer contacto con otras personas, buscando un refugio alternativo, pero no era fácil. Todos vivían con familiares y otros lo veían muy joven, sin apenas experiencias, ni recursos. Eso lo sabía Julián, que le faltaba calle, que muchos se daban cuenta que venía de un pueblo del interior de la isla y eso no le aportaban nada positivo.

Algunos le insinuaban que su tío Roberto tenía fama de maricón en el barrio. Reputación muy bien ganada, pues su aspecto era muy femenino en la gestualidad y el habla. Sin embargo, se portó bien con su improvisado sobrino/amante, pues una tarde de manera categórica acompañada de una sonrisa, le dijo que debía irse, pues en cualquier momento tendría problemas con el Comité, que estaba haciendo muchas preguntas. Le dio 200 pesos, que era una cantidad significativa y le pidió que se marchara y sobre todo, que no regresara al vecindario.

   Así lo hizo, y unos 10 días después se lo volvió a encontrar en la heladería, pero en esta ocasión en el baño público, famoso por sus encuentros sexuales. Julián no lo vio al entrar, pues como necesitaba vaciar su vejiga fue directamente a la canal. Quienes estaban a su lado lo miraban, algunos excitados, martillando en el aire sexo en mano, intentando atraer la atención. Fue en una de esas movidas, levantando la mirada para explorar el medio, cuando identificó a Roberto, que también se la sacudía, mientras le coqueteaba a otro joven vistiendo uniforme del servicio militar, que garrote en mano, ansiaba con prontitud una mano firme.

Salió apresuradamente del lugar, pero se mantuvo lo suficiente distante como para que pareciera que incidentalmente se encontraba con Roberto. Así ocurrió, se saludaron, pero no hubo invitación para regresar a su casa, ni siquiera para una aventura momentánea, lo cual le generaría algo extra de dinero, comida y relajamiento. Todo fue muy cordial, pero sin efectos, intentando imponer cierta distancia infranqueable. Julián se tocó varias veces sus genitales, pero no hubo reacción, después de todo para Roberto ya Julián no era una novedad.

Pasó algunas noches escondido en distintos sitios de la ciudad, incluso conoció en los alrededores del paradero de La Víbora, a una negra muy prieta que de inmediato se dio cuenta de que era un desertor del ejército. Se te ve en la carita, mi niño, le dijo con el diminutivo, que a su vez indicaba que lo juzgaba muy joven, pero Julián negó todo el tiempo que estaba en el servicio militar.

El encuentro sirvió para que lo llevara a su casa, una antigua mansión en la calle Santa Catalina, devenida en cuartería, donde vivían más de 20 personas, todas negras, por lo que pensó que podría tratarse de una misma familia. Julián no preguntó, tenía la suficiente prudencia para ello, pero curioseaba el comportamiento de los que entraban y salían. Durmió con la mujer en el espacio debajo de una empinada escalera, que se abría imponente justo pasando el recibidor. Esas construcciones de principio del siglo XX se caracterizaban por su elegancia. 

Caridad había acondicionado muy bien el área vacía bajo la escalera, para convertirla en un improvisado dormitorio. Una cama pequeña, pero limpia, cubierta por una sobrecama hecha a mano de retazos de tela, que se veía bonita y hasta elegante, le imprimía un ambiente acogedor al hueco de la escalera, que en un rincón, una mesa bien chica con un bombillo cubierto por un pedazo de tela roja para buscar media luz, creaba el ambiente para lo que hiciera falta. Tuvieron sexo, un encuentro rápido, algo torpe por culpa del hombre que esa noche estaba con una mujer por primera vez, pero sintió que salió airoso, pues la experimentada mujer no transmitió ningún descontento. También ambos lucían cansados, por lo que la rapidez se agradecía; lo único que no se permitía era dejar pasar el momento. Durmieron profundo, al amanecer la mujer le trajo algo de comer y le dijo que podía quedarse hasta que ella regresara en la tarde.

Tardó mucho, más de 10 horas. Julián pensó que estaba en el trabajo, pero ella se rió con ganas cuando le preguntó. Fue en ese momento que le dijo que tendría que irse, pues ella buscaba marineros griegos en el puerto y los traía a su casa, para buscarse algún dinero y cosas que después vendía en el vecindario. Por ello la luz roja y la cortina de tela para buscar cierta privacidad, lo que hacía de aquel espacio triangular, un lugar de trabajo, pensaba el muchacho, que volvió a quedar sin refugio y regresó al centro de La Habana, donde una vez más pasó frente al Nautilus, y la tentación lo atrajo nuevamente.

El lugar no era nada atractivo, más seductora resultaba la entrada, por el timón y las sogas. Sí estaba bastante concurrido, varios hombres, todos de más de 40 o 50 años frente a un trago y hablando entre ellos. Mujer solo había una, una mujer canosa, de unos 60 años. Las paredes bastante desnudas, solo una escafandra o más sogas colgadas intentaban relacionar el mundo marino que sugería el nombre.

Todos miraron a Julián al verlo entrar, no era un habitual y eso siempre levanta sospechas, más en un bar de segunda, de barrio. Nadie saludó, solo una evaluación visual, tomando nota de que un intruso había llegado. Había música de la radio, pues la vitrola estaba rota, y luces muy opacas.

Le dijo al cantinero que iría al baño. Trató de ser sociable y demostrar estar en control: Vengo ahora, voy al baño, dijo levantando la mano en señal de saludo, mientras esbozaba una sonrisa.

Orinó sobre muchas otras orinadas. El olor era agrio, desagradable y espeso. Era lo que Julián denominaba el olor de La Habana, una fetidez que lo mismo desenterraba el de las aguas albañales, que a animal muerto, o de un basurero cercano sin recoger. En su pueblo no era así, pensaba y lo comparaba. 

Finalmente le pidió un trago de ron al cantinero que se lo puso delante observándolo atentamente, sin duda cuestionándose la edad del cliente, pero no dijo nada. Quizás no le preguntó cuántos años tenía, porque justo en ese instante la única mujer en el lugar se acercó y le pidió a Julián que la invitara.

El muchacho dudó, el empleado se alejó y la mujer se acercó al oído y le dijo, que lo salvó de un problema por la edad. Al final la invitó. La mujer no estaba borracha, ni parecía una desamparada, como en la práctica lo era Julián. No estaba sucia, ni olía mal, aunque sí algo desaliñada, pero por su edad le recordaba a su mamá, a su abuela. Cuando le pidió que le invitara al segundo trago le dijo que sentía que estaba bebiendo con su madre. La mujer soltó una carcajada sonora, y le frotó la mano derecha por el muslo al muchacho.

Hubo mucha risa, flirteo y el trago llegó. La mujer empezó a coquetear más intensamente. Algunos clientes miraban la escena con rostro burlón. El cantinero intercambió susurros con otros a su alrededor y finalmente Julián vio en la mujer otro espacio para pasar la noche o varias noches. De algún lugar escuchó decir: Muchacho, ten cuidado con la vieja Virginia.

Todo fue muy extraño. La mujer vivía cerca de la casa de José Martí, el Apóstol de la Independencia de Cuba, unas calles detrás de la terminal de trenes, a donde había llegado desde Camagüey cuando le dieron el primero, único y final pase de la unidad militar. La casa de la mujer olía al bar, a la ciudad húmeda y caliente. Un olor nunca antes percibido se imponía y luego supo que era marihuana, que desde su casa dos muchachas jóvenes vendían a compradores que constantemente se acercaban. Julián no preguntó, pero por la manera que se trataban entre ellos no le pareció que fueran sus hijas o tuvieran algún parentesco. Como siempre no quiso averiguar, solo velar por su seguridad y sacar provecho a lo que se le brindaba.

Se acostó con Virginia. Nunca en su corta vida había tenido en pocos días tantas experiencias juntas: acostarse con Roberto, luego con una mujer por primera vez, que además añadía un encuentro con una negra que puteaba en el puerto de La Habana y una mujer que podía ser su madre.

No le fue afortunada, ni desagradable la experiencia, la percibía como algo que ocurrió por necesidad. Más bien le resultó un descubrimiento, algo inesperado que debía afrontar a cambio de una comida casera de arroz, frijoles negros y un pedazo de tortilla, además, de cuatro días en su casa, a puro sexo y tragos, pues Julián compraba botellas de aguardiente para satisfacerla, mientras quedaba envuelto en el olor a marihuana que aprendió a identificar, pero que ella no le propuso consumir.

Con el tiempo la recordaba con curioso agrado, sobre todo, cuando ya acumuló experiencia de vida, que casi siempre va asociada a la sexual, y comparaba los senos grandes y suaves de la mujer, que él maniobraba como algo que se le escurría entre las manos, mientras intentaba inútil, e innecesariamente abarcarlos. La piel del vientre coronada por cicatrices le sobresaltó, así como un sexo grande, con mucha grasa en los labios y la pelvis voluminosa.

Todo le resultó placentero, pues en aquel entonces no tenía con qué comparar. Sus encuentros con muchachas del pueblo y de la escuela habían sido más que nada erótico, no de sexo: toques, caricias, besos, apretones de pechos y algunas chupadas de tetas mayormente pequeñas sacadas clandestinamente por debajo de una blusa o por encima de unos ajustadores. Ellas por su parte, agacharse a jugar con un sexo de hombre que tenían probablemente por primera vez entre sus manos, acariciarlo y batuquearlo para ver, asustadas y asombradas, brotar la simiente.   

Con Virginia las cosas terminaron tan abruptas como con Roberto. Te tienes que ir que los del Comité están haciendo preguntas, y tengo que cuidar mi garito, de esto vivo yo, le dijo con asombrosa sobriedad.

Julián llamó, después de dos meses por primera vez a su casa en San Cristóbal. Telefoneó a una vecina que vivía a tres cuadras de su casa, le dijo que se comunicara con su madre. Acordaron la fecha y la hora en que volvería a llamar para poder hablar con ella. Así ocurrió, habló con su madre que estaba preocupada, pues habían ido a la casa del Comité Militar a preguntar por él. No sé qué decirle Juliancito. Dime, qué está pasando… Me han dicho que te van a meter preso por lo menos 5 años. Háblame, soy tu madre.    

La situación se complicaba. El muchacho, que había conseguido un uniforme de escuela secundaria, con una de las muchachas que vendía marihuana, se movía por las calles como un estudiante más, pero en cualquier momento lo pararía la Policía Militar. Era un prófugo y necesitaba solucionar el problema, pues no podría vivir evadiéndose por siempre. Estaba arrepentido de lo que había hecho, pero no era posible volver atrás, ni tampoco lo quería.

Volvió al bar a buscar a Virginia. Contempló con la misma curiosidad la entrada al Nautilus, el timón de barco, las sogas y la suciedad en el portal. Pensó en la falta que le hacían las 20,000 leguas de viaje submarino. La mujer lo recibió alegre, pero con cierta sorpresa, pues no lo esperaba. Se tomaron dos tragos mientras Julián le contaba toda su historia, la verdadera, sin ocultar ningún detalle. Ella lo miró maternal y protectora, pero consiente de que en cualquier momento lo atraparían.

Lo volvió a llevar a la casa, le pidió que no saliera de la habitación, la misma donde había dormido con Virginia. Le dijo que ella le traería todo lo que necesitaría, incluso le entregó un recipiente para que hiciera sus necesidades. No puedes salir ni a la puerta, le recalcó varias veces, añadiendo que debía guardar silencio para que las muchachas y los clientes que llegaran no lo notaran. No puedes confiar en nadie, te lo digo por tu bien, recalcó la mujer. Al final le dijo que tardaría en volver, quizás un par de días.

La mujer no quería ponerlo nervioso, pero sabía que su madre en San Cristóbal le diría a la policía que habló con Julián y que estaba en La Habana, aunque el muchacho para despistar le dijo que estaba en Santa Clara. La policía sabe lo que hace, pensó la mujer, que a su vez se preguntaba por qué se complicaba su vida ayudando a un desconocido. 

Tras varios días, tarde en la noche, de madrugada, con mucho secreto y llevándose el dedo a los labios pidiéndole silencio y cautela, le presentó a un hombre, también gordo y sesentón, con el que le dijo que se fuera. Él es de confianza y se va a ocupar de todo, le dijo sin mayores explicaciones.   Virginia le dio un beso maternal en el cachete a Julián y le dijo que rezaría a la Virgen de la Caridad del Cobre.

De eso ha pasado 10 años. Julián solo recuerda la casa de madera y techo de fibrocemento cerca de la terminal de trenes y a Virginia, a la que le estará siempre muy agradecido, por sus gestiones a cambio de nada. El muchacho, hoy un hombre, casado y con una niña, tan pronto llegó a Miami en la balsa a la que le indicó que subiera el amigo de la mujer, fue a la Ermita de la Caridad a agradecer a la Virgen, a Virginia, que se transformó en su virgen salvadora, el haberle ayudado a escapar del Servicio Militar Obligatorio, a evadir la cárcel y ser algo que ella, quizás todavía no sea más allá de su alma, un hombre libre. 

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Luis de la Paz (La Habana, 1956). Escritor y periodista residente en Miami desde 1980, cuando salió de la Isla durante el Éxodo del Mariel. Premio Museo Cubano de Ensayo, Premio Lydia Cabrera de Periodismo y accésit al Premio de Poesía Luys Santamarina-Ciudad de Cieza, Murcia, España. Ha publicado los libros de narrativa Un verano incesante, El otro lado, Tiempo vencido, Salir de casa, Del lado de la memoria y Al pie de las montañas. En poesía De espacios y sombras, Imperfecciones del horizonte y Of Space and Shadows. Además varias recopilaciones como Reinaldo Arenas aunque anochezca, Teatro cubano de Miami, Cuentistas del Pen, Soltando sorbos de vida La floresta interminable.

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