Campos de fresa para siempre
JORGE POSADA
Iban a acabar con el apagado silencio que dejó en Europa la Segunda Guerra Mundial, pero todavía no lo sabían. Iban a ser multimillonarios, adorados y famosos, pero ni les pasaba por la mente. Iban a desencadenar un frenesí delirante, a convertirse en un milagro de la creación musical, a estremecer el mundo y a partir el siglo XX en antes y después de ellos para bien y para siempre, pero aún no tenían ni idea.
Nacieron cuando el recuerdo de los bombardeos de la luftwaffe nazi que destruyeron la mitad de Liverpool, la ciudad portuaria al norte de Inglaterra, seguía resonando en la conciencia de sus habitantes. Al principio no eran más que unos jovencitos de clase media modesta que vivían obsesionados por el rock and roll que escuchaban por Radio Luxembourg y que llegaba de Estados Unidos, a tres mil millas de distancia. Unos adolescentes que diariamente salían de sus casas luego de la escuela, para reunirse a tocar, a cantar y a soñar. Formaron una banda y actuaron sin descanso en clubes de mala muerte, pasaron trabajo, hambre y frío y, como pasó con tantos otros, podían haber seguido siendo unos desconocidos. Sin embargo, como en los mejores cuentos de hadas, el destino quiso que representaran el espíritu indomable y ávido de toda una generación y se convirtieran en el fenómeno musical más descomunal, más poderoso y más innovador jamás visto.
En solo dieciocho meses tras haber entrado en los estudios de grabación de Abbey Road, en Londres, el grupo causó un tremendo arrebato en el Reino Unido que pronto se extendería a toda Europa. Aunque eran el conjunto más célebre de todo el país, no se conocían más allá del noroeste del país y del circuito de Hamburgo, Alemania. En poco más de mes y medio, el single I Want to Hold your Hand, lanzado el 26 de diciembre de 1963, vendió millón y medio de copias y no tardó en llegar al puesto número uno en el Hit Parade de Estados Unidos. Era el momento preciso que Brian Epstein, el tenaz manager del cuarteto, estaba esperando para conseguirles la oportunidad única de presentarse ante el público americano: sabía que sería el trampolín que los lanzaría a la conquista del planeta.
Hace sesenta años que los Beatles pisaron suelo norteamericano, y desde ese instante nada volvió a ser igual.
El 7 de febrero de 1964 pasó a la historia como el día D de la invasión británica. Casi doscientos después que las fuerzas inglesas se rindieron en Yorktown, Virginia, los Beatles volvieron a capturar a las colonias. Los cuatro muchachos que venían alborotando a la juventud, se bajaron del avión en el Aeropuerto JFK, de Nueva York, para enfrentarse a una ensordecedora muchedumbre dispuesta a lo que fuera con tal de verlos de cerca.
Aparecieron y lo pusieron todo patas arriba.
Más de un experto señala al asesinato del presidente John F. Kennedy, el 22 de noviembre de 1963, como uno de los factores que tuvieron que ver con el avasallador triunfo de los Beatles en América. Al optimista sueño estadounidense le habían pegado un balazo en la cabeza, y a inicios del año siguiente a la juventud le hacía falta de urgencia algo que le sacudiera el luto.
En ese momento, los héroes originales del rock and roll estaban fuera de la escena por diferentes razones. Elvis Presley había regresado del ejército y no hacía más que filmar películas aburridas, Little Richard decía haber encontrado a Dios, Chuck Berry tenía problemas con la ley, Jerry Lee Lewis la pasaba mal por haberse casado con su prima de catorce años y Buddy Holly había muerto recientemente en un accidente aéreo.
Para la suspicaz prensa del país, la locura que fue el recibimiento dado a los Beatles no hacía más que reafirmar su teoría de que los cuatro peludos sólo eran otros músicos efímeros que desaparecerían una vez pasada la fiebre para dejar paso al próximo ídolo. Sin embargo, la improvisada conferencia de prensa en el aeropuerto puso a los periodistas frente a cuatro tipos que con una pasmosa naturalidad daban respuestas lúcidas y rápidas y se divertían genuinamente con toda la situación. Faltaba comprobar si de verdad esos cuatro melenudos sabían tocar y cantar. Pero con más de diez mil horas de actuar juntos, fogueados en las noches interminables de tugurios y sótanos llenos de fragor, humedad y ruido, los Beatles demostraron que sabían tocar con una apabullante voracidad, cantar prodigiosamente bien y, además, escribir sus propias canciones, con unas letras alegres, diáfanas, juveniles. Estaban transformando la música para siempre.
Dos días después, a las ocho de la noche del domingo 9 de febrero, el país entero se sentó frente al televisor para ver The Ed Sullivan Show, el debut en tierra americana de la banda inglesa. Nada menos que 75 millones de personas —un récord de audiencia cuando aquello— pudieron comprobarlo en vivo y en directo, cuando los cuatro arrasaron en el programa con All My Loving, Till There Was You, She Loves You, I Saw her Standing There y, por supuesto, el exitazo I Want to Hold your Hand.
La audiencia se encontró con John Lennon y Paul McCartney arañando en sus guitarras ritmos magistrales y haciendo arreglos de voces asombrosamente perfectos, con George Harrison tocando en su Gibson unos embriagantes acordes que estaban a años luz de lo que se escuchaba en todas partes y con un Ringo Starr que se sabía todos los trucos de la batería y la manoseaba con la intensidad, la energía, el ímpetu y la pasión de un músico en plena madurez.
Varios periódicos, revistas y noticieros describieron lo ocurrido como Beatlemanía y el término se quedó. El mito asegura que, durante los diez minutos que duró el show, en Nueva York no se cometió ningún delito. Tal vez no sea del todo cierto, pero la leyenda lo ha hecho creíble.
En apenas semanas, los Beatles ocuparon los primeros cinco lugares de los singles de la revista Billboard y a partir de entonces, de Japón a México, de Holanda a Australia y de Francia a Canadá, empezaron un reinado que en menos de ocho años produciría más de doscientas canciones y dejaría una marca imperecedera. Y florecieron las melenas, las barbas, las patillas y los bigotazos. Surgieron las ropas de mil colores, las minifaldas y los hippies y las mujeres y los hombres aprendieron a ser más libres, a descubrir a plenitud y sin miedo su sexualidad, a colgarse pañuelos, flores y collares. Y todo se llenó de ellos y todo cambió y todos cambiamos.
John, Paul, George y Ringo —así, sin necesidad del apellido— provocaron una apoteosis desaforada que inspiraría el prodigio musical, cultural y social más importante de la posguerra e impactaría a todo el universo. Los Beatles dejaron de ser estrellas para devenir en íconos absolutos y terminaron siendo los exuberantes príncipes de toda una época. Cuatro chicos de provincia que se enfrentaron al sistema establecido, se salieron con la suya y nos enseñaron a ser más libres, más felices, más insolentes y a destapar la frescura más escondida. A pensar en chiquillas con ojos de caleidoscopio, en árboles de mandarina y cielos de mermelada, a que nos cuenten cómo fue la noche de aquel duro día, que Eleanor Rigby vivía en un sueño, que la felicidad era una pistola caliente, a imaginar campos de fresa donde nada era real y a comprender que, al final, el amor que tomas es igual al amor que haces. A ser distintos, atrevidos, irreverentes y estrambóticos si queríamos y a fumar mariguana, consumir hongos alucinógenos y LSD si nos daba la gana. A saber que ser jóvenes significaba rebelión, indisciplina, protesta y contentura, a pensar que a pesar de las tempranas monstruosidades, atropellos y desmanes, del irrespirable y represivo clima y de los abusos del totalitarismo castrista que arruinaban al país sin remedio, merecía la pena vivir. Nos emocionaron, nos salvaron y nos hicieron creer que éramos inmortales.
Seis décadas más tarde, la inconmovible grandeza de los Beatles se comprende oyendo una vez más sus canciones y disfrutándolas como si fuera la primera vez. De pronto, parece que 1964 fue ayer, que todavía tenemos diecisiete años, que el mágico terremoto de los Beatles nos volverá a sacudir.
Al cabo de todo este tiempo, una generación tras otra, gente de todas las razas y pelajes, aun sin hablar inglés, se sabe de memoria sus canciones, y tanto críticos, músicos como fanáticos, reconocen a los Beatles como la fuerza de más creatividad, de más ingenio y de más fecundo lirismo de la historia, y al binomio Lennon/McCartney como los compositores más prolíficos de todos los tiempos en cualquier género. El demoledor hechizo de los Beatles continúa hoy en millones de corazones y los años se niegan a pasar por él. Ocurrió una vez y no volverá a repetirse.
Yo me niego al olvido. Olvidarlos es olvidar lo que fuimos y lo que vivimos también cuando éramos jóvenes. Seguimos y seguiremos fascinados con los Beatles porque siempre tienen algo nuevo que contar, porque son parte intrínseca y desbordante de nuestras vidas y porque nunca se han ido: siempre han estado allí, a través del universo.
Yeah, yeah, YEAH!!!
Jorge Posada nació el sábado 29 de noviembre de 1947 en el barrio habanero de El Vedado. Tres años más tarde su familia se mudó para Lawton, donde vivió casi treinta años. Abandonó los estudios secundarios y en un confuso momento de entusiasmo juvenil, se alistó voluntario en la Fuerza Aérea con la ilusión de liberar a América Latina del imperialismo yanqui. Año y medio después cayó preso acusado de desertor y descubrió la literatura con caóticas lecturas de mil autores. Pertenece a una generación ávida y frustrada, a la que Benny Moré, Elvis Presley y los Beatles; Faulkner, Proust y Cabrera Infante marcaron para siempre. Poemas suyos aparecieron en Reunión de ausentes, antología de poetas cubanos (Término Editorial, 1998) y dos de sus trabajos integran el libro Periodismo cubano en el exilio (2016). Ha publicado también cuentos, entrevistas y artículos en periódicos y revistas de Estados Unidos, Inglaterra y España. Desde hace veintidós años trabaja como traductor de inglés en El Nuevo Herald. En la actualidad vive en Miami con su segunda mujer, la actriz Ruth Escalona, a diez minutos de La Pequeña Habana. Casi a los 70 años, una edad en que muchos escritores ganan el premio Nobel, se retiran o se suicidan, publica Culos habaneros (Hypermedia, 2017), volumen de narraciones que durante largo tiempo interrumpió, siempre por pretextos vanos.