El nido habanero de Reinaldo Arenas

JOSÉ HUGO FERNÁNDEZ

En la esquina habanera que configuran las calles Prado y Dragones, el régimen fijó una placa para perpetuar la memoria de un fascista extranjero, Manuel Fraga Iribarne. Sin embargo, no existe en toda la ciudad ni un leve rótulo que invite a recordar al más notable entre los escritores cubanos formados en la etapa revolucionaria: Reinaldo Arenas, quien precisamente residiera muy cerca de la esquina en cuestión durante un período sustancial de su vida. Pues ya se sabe que Arenas, aunque nacido en Aguas Claras, al oriente de la Isla, creció como escritor en la capital y fue esta la ciudad de sus más vívidas experiencias en tanto ser ingenioso, rebelde, dionisíaco, irreverente, alborotador, negado a obedecer otras reglas que no fuesen las de su espíritu libérrimo y las de su carne insaciable.

Son muchos los sitios por los que podríamos seguir las huellas que dejó en La Habana. Cuando, en un hipotético futuro en democracia, las autoridades culturales decidan honrarse a sí mismas revitalizando el recuerdo de este escritor mediante el trazado de un recorrido-homenaje por los lugares donde creó, disfrutó y padeció en La Habana, les bastará con guiarse por las descripciones de su libro Antes que anochezca, tan dramático y a la vez divertido como lo fuera el propio autor. Y justo en ese libro, Arenas dedica todo un capítulo al hotel Monserrate (en la esquina de Monserrate y Obrapía), antiguo cubil de putas en cuyo segundo piso logró tener su mínimo espacio privado, consistente en una habitación que adquirió en forma clandestina. Allí, según él, vivía una verdadera fauna al margen de la ley: “Si la policía venía –comenta jocosamente en su libro-, lo único que tenía que hacer era poner una reja en la única puerta de acceso al edificio, y todo el mundo quedaría preso”.

Hace algún tiempo visité el hotel Monserrate, curioso por saber si en algo había cambiado luego de transcurridos más de treinta años de los pormenores que describe Arenas. Y como era de esperar, no se apreciaban cambios sustanciales. El edificio estaba intacto, es decir, en el mismo estado de abandono y destrucción. La misma espantosa puerta de entrada, los pasillos lóbregos, las paredes y techos desconchados, sin pintar a lo largo de más de medio siglo. El vetusto elevador, que tan buenos chistes y tantas furtivas travesuras sexuales inspiró en el escritor, persistía en su asombroso equilibrio, premeditando la caída, pero sin que acabe de caer. La ropa (¿sería la misma?) tendida en los balcones.

En cuanto a la fauna de los vecinos, las viejas putas ya habían muerto todas, pero todavía era posible hallar allí a varios de los más recurrentes personajes de Antes que anochezca. Unos pocos se marcharon (al infierno o sólo Dios sabe adónde) y otros seguían en lo mismo, como inertes en el tiempo, aunque mucho más viejos y desmejorados. Pero casi todos debieron quedar fuera de la foto porque, como si fueran luminarias de Hollywood, me exigían que les pagara en dólares por dejarse fotografiar o por concederme un breve testimonio. La excepción fue Bebita, que no en balde también lo había sido anteriormente, a la hora de brindarle su amistad y su ayuda desinteresada al escritor. “Yo soy la amiga de Reinaldo”, me dijo mientras abría la puerta de su cuarto para ofrecerme un asiento, muy dispuesta, y hasta entusiasmada, ante la posibilidad de ponerme al día, gratuitamente, sobre las aventuras y desventuras de Arenas como ocupante del hotel Monserrate.

Por Bebita, supe que aún vivía allí, y continuaba siendo tan retorcido como siempre, el personaje que le vendió el cuarto al novelista. Él le llama Rubén en Antes que anochezca, donde cuenta que este sujeto le cobraba sus incursiones al baño colectivo, a 50 centavos cada vez. Pero Bebita puntualizó que eran 50 centavos por usar el servicio sanitario y un peso por bañarse, razón por lo que ella permitiría que Arenas pasara un tubo de desagüe por el centro de su cuarto, con el fin de que pudiese construir un baño propio. “En el primer piso vivía Bebita con su amiga, eran dos mujeres que tocaban el tambor y que diariamente se enredaban a golpes por problemas de celos”, dejó anotado el escritor. Y en efecto, allí vivía (y espero que siga viviendo), también acompañada por una amiga, que quizá ya no fuera la misma, porque me pareció mucho más joven que ella. Sin embargo, en los días en que visité el hotel Monserrate reinaba la paz en el cuarto de Bebita, por más que su santo personal continuase siendo el mismo: Shangó, ídolo de la tempestad en la santería cubana.

“Si alguna vez Dios quiere que decidan levantarle un monumento a Reinaldo en La Habana –me dijo ella a modo de despedida-, ningún otro sitio será más idóneo que el hotel Monserrate, nido de sus penas y de sus juergas. Y doy por descontado que el monumento debe tener la forma de un falo”. 


José Hugo Fernández (La Habana, 1954) es escritor y periodista. Durante la década de los años 80, trabajó para diversas publicaciones en La Habana, y como guionista de radio y televisión. A partir de 1992, se desvinculó completamente de los medios oficiales y renunció a toda actividad pública en Cuba. Premio de Narrativa 'Reinaldo Arenas' 2017, tiene alrededor de una veintena de libros publicados. Actualmente reside en Miami.

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