Una respuesta incolora (confesión)

LOURDES TOMÁS FERNÁNDEZ DE CASTRO

Where tears can’t stop. Pintura de Carlos Alfonzo

         La juzgo tan eterna como el agua y el aire.

                                 Borges

¿Se puede ser cubano fuera de Cuba?  

Hace algún tiempo, en una carta, un amigo poeta que nació en la Habana y reside en Nueva York me comentó que en Cuba, adonde había ido de visita, le habían hecho esa pregunta. En la carta, las peripecias del viaje por México a la Isla tramaban un curioso relato alegórico que culminaba líricamente con la descripción de las espléndidas galas que Cuba (especie de madre-esposa) había vestido para la fiesta del reencuentro con el que regresaba a ella, luego de casi veinte años de separación. Era evidente que mi amigo me había escrito con plena conciencia de su condición de esteta, y que aspiraba a entretenerme e impresionarme con su odiseica parábola de Hijo Pródigo de la Patria y su destellante Cinturón de Azules: el populoso, ardiente  indómito, abrumador, único Mar Cubano, y el Cielo, más diáfano y sereno -¿decía en su carta?-, más azul, más celestial, en fin, que el mezquino saldo de cielo que sobró para el universo, después de que Dios dijera: "Háganse Cuba y la luz". Era asimismo evidente que a mi cuentista no le interesaba reflexionar; le bastaba el esplendor verbal que concluye donde mismo empieza, que se disfuma sin legar simiente, una vez que los ojos abandonan la página. Por eso nunca supe si, a más de la respuesta azul, ese esteta tenía alguna otra incolora para la pregunta que había escuchado durante su estancia en Cuba.

Los argumentos narrativos, como el fútbol y el béisbol, se proponen entretener. Cuando sólo aciertan en ese objetivo, su mérito es el de un deporte más o menos estético. Cuando, en cambio, sirven además como pretexto para que el lector emprenda o retome el viaje interior, el deporte se hace arte, y el argumento, literatura. Si ha de ser, como debe, verbo capaz de crear más allá de sí mismo, y no verbo evasivo que perezca en sí, lo poético, lejos de ser ajeno a lo ideológico, tiene que resultar de ello.

Aquella prolija narración epistolar con pretensiones o logros preciosistas me legó sólo lo que era seguramente su único desacierto estético: el fortuito detalle germinal, estridente en un texto, por lo demás, estéril: la pregunta que aguardaba una incolora respuesta. No necesitaba más. Para argumento del cuento, bastaba mi vida. También yo había nacido en medio del Cinturón de Azules, y había pasado siete décimos de mi edad fuera de mi tierra genesíaca, y hacía más de cinco lustros que no ponía pies en ella. La diferencia sustancial estribaba en que a él, no a mí, le habían hecho la pregunta, y que era yo, y no él, quien debía escucharla.

¿Se puede ser cubano fuera de Cuba?

Hace más de una década, en un libro de cuentos que publiqué, escribí lo que ahora, al estímulo de esa pregunta, mi memoria pugna por dictar: 

  Yo también, una vez, quise abrazar el horizonte, ver llover astros y escalar el arco iris. Ya sin patria, atravesé aires y mares en pos de antiguos sueños e insólitas aventuras. Acaso sólo buscaba la patria perdida. Pero no me la entregaron ni las calles ni las plazas ni los ocasos que atesoré. La encontré un día, inexplicablemente, en las historias que escucuché cuando niña, o que leí entonces, ávidamente, en enciclopedias y libros de cuentos. Moraba en mi infancia. Mi patria, supe, era el mito, porque el mito era el hombre, y el hombre, yo.                               

Antes dije que para darle color narrativo al tema en cuestión, bastaba mi vida. El texto que cité es la definición de mi vida en mi diccionario personal. Por eso debí de evocarlo, y porque sospecho que ahora corresponde que en ese mismo diccionario defina a qué aludía, hace más de una década, con el adverbio "inexplicablemente". 

En enero de 1978, luego de casi ocho años de residencia en los Estados Unidos, me fui a estudiar a Madrid. Allí, a más de asistir a clases, me dedicaba a deambular por las calles y a visitar museos. Nada, excepto la ciudad en que ahora vivía y los clásicos de la literatura española, me sucedió durante los dos primeros meses que pasé en Europa.

En marzo de aquel año me embarqué en una excursión a Grecia. Una larga escala en el Leonardo da Vinci prolongó impacientemente el viaje de la capital española a la griega. Era de noche, cuando finalmente aterricé en Atenas. En el aeropuerto, por más que me repitiese que me hallaba en la Cuna de Occidente, o que me sostenía la misma tierra que habían pisado Platón, Sófocles, Homero, no conseguía reaccionar anímicamente. El cansancio y el aturdimiento de las horas de vuelo y espera podían más que las glorias que yo invocaba. Al salir del edificio, una ráfaga que olía a yodo y sal, a puerto cerca, me golpeó. Súbitamente reaccioné, pero no a los nombres que recitaba como una letanía (Platón, Sófocles, Homero, Cuna de Occidente), sino a la imprevista evocación de un sitio más allá de la literatura, la historia, las glorias, el tiempo. Pese a mi voluntad de ver  Atenas en Atenas, la evocación perseveró a lo largo del viaje del aeropuerto al hotel: por el rancio olor a mar y la penumbra urbana de una noche como las más, sin particular esplendor, por los callejones y las casas bajas de aquella ciudad desconocida, se filtraba, envolvente e inasible, como un aura, la Habana. Yo sabía dónde estaba, lo supe en todo punto del aeropuerto al hotel; pero yo no estaba donde sabía.

Hasta entonces, desde aquel mediodía de julio en que las costas de Cuba, borrándose, me lanzaron a las ignotas del mundo, ningún espacio había sido suplantado por el fantasma de ese otro espacio, el único que nunca me fue desconocido. A partir de entonces, la patria, su aura huidiza, se empeñó en perseguirme. Me encaraba, repentina, en los lugares que ella escogía: una calle insignificante, un parque modesto, una plaza cualquiera que se oscurecía bajo el cielo de cualquier humilde atardecer. Nunca, debo aclarar, eligió la patria enfrentarme en el asombro. No me salió al paso ante el Egeo y su ocaso de bien ganada fama en Cabo Sounion. No irrumpió entre los iris que velaban la Garganta del Diablo en Iguaçú. No me asaltó atravesando los campos de Baviera, ni volando sobre el Vesuvio, sobre Manhattan atardecida o los Andes. Ni su aura se interpuso en el abismo de Machu Pichu al cañón del Urubamba.  Agazapada, latente siempre, la patria me sorprendía en lo que no sorprende. Por eso no me identifiqué con el Heredia asaltado ante el Niágara por el recuerdo de Cuba. Más bien acerté a entender que la inútil búsqueda de las palmas en el célebre pasaje de su oda comportaba el deliberado lamento de un desterrado, y no, como pretende el poeta, una involuntaria evocación del paisaje patrio. El alma rendida ante una visión imponente obedece sólo a esa visión. La patria, por su parte, rehúye lo que deslumbra, porque ella reina precisamente en lo contrario: la patria es la costumbre más antigua y el cimiento de todas las demás. El esplendor inusitado le es ajeno.

En los casi ocho años que mediaron entre mi salida de Cuba un mediodía de julio y mi llegada a Atenas una noche de marzo, yo me había propuesto adoptar otro país, otro idioma.  Adoptar es adaptarse, asimilarse siquiera en parte, y el esfuerzo, que no significa poca cosa ni fácil, no me había permitido más que concentrarme en el esfuerzo. Todavía me pregunto cuánto de lo que me proponía había logrado en el año en que me marché a Europa, o si logré algo alguna vez. Lo cierto es que en aquel marzo de mi historia, yo no ostentaba ya la ciudadanía cubana, y hacía poco que había otra en su lugar. ¿Y era precisamente ahora, cuando ya la creía relegada a un pasado sin proyección, que la patria comenzaba a perseguirme, a enfrentarme inesperadamente en los sitios de su elección, para abandonarme luego a la ausencia, para advertirme, quizá, que había trocado lo real por lo aparente, el ser por el ser sólo a fuerza de símbolos vacíos: un cartón azul y el águila grabada en él? ¿Tanto esfuerzo (un esfuerzo que usurpó los años de mi adolescencia, que los convirtió en el borrón agónico que son aún y serán siempre en mi memoria) y al cabo tal ironía?

De mi adolescencia en los Estados Unidos no cabría siquiera decir que fue penosa. Simplemente no fue. Pagar por una ironía el precio de la primera juventud no es hecho ni error con los cuales se pueda vivir sin resentimiento. Y como yo no planeaba morirme ni de rencor ni de veras, me dediqué a reflexionar sobre el asunto del ser real como fantasma y el ser presente como disfraz.  La dedicación rindió el fruto inmediato de mitigar el rencor, y los más tardíos de algunas conclusiones. Del fruto final, la reconciliación, habría que decir que aguarda. Pero nadie se reconcilia con su vida, a menos que no sea, si le da tiempo y lo asiste la suerte de resignarse, en el trance de morir. Así que ese fruto no importa. No puedo decir lo mismo de los tardíos, pues son el objeto de este escrito.

De mi dedicada reflexión de entonces vine a concluir que las furtivas apariciones del aura patria respondían a tres causas: culpa, nostalgia y miedo. La primera, la culpa, remitía a la renuncia al origen. La nostalgia, por su parte, procedía de la pérdida de un espcio excepcional, no por sus bellezas naturales, ni por haber sido marco de heroicas gestas, ni numen de poetas y artistas, ni escenario de míticos carnavales, sensuales dioses de la rumba y legendarios tambores. Ni Varadero ni Tropicana ni sucedáneos, ni aun las glorias incuestionablemente sustanciosas de Cuba tenían que ver con mi peculiar nostalgia. La patria era el espacio excepcional, porque era el único que yo definitivamente no había elegido, si es que cabe elegir en realidad; el único de todos que nunca había empezado, que siempre había estado en mi memoria; el único capaz de sobreponerse a mi renuncia, a cualquier indefinida ausencia, a su pérdida sin esperanza, al tiempo, que es indiferencia y olvido.

El miedo, por último, era, de las tres causas, la más próxima al rencor, por cuanto procedía del presentimiento de haber sacrificado mi primera juventud en aras de símbolos insustanciales; un presentimiento que se corroboraba en la nostalgia (que Cuba se sobrepusiese a mi renuncia apuntaba al fracaso medular del proceso de adopción); una nostalgia de la cual se nutría la culpa, la siempre culpa que centra la moral de  Occidente, esta vez algo contradictoria: yo no había adoptado la ciudadanía americana por conveniencia, sino por un sentido del deber y porque había llegado a querer a los Estados Unidos; pero el yo debo y el yo quiero, moralmente más loables que el simple    me conviene, apuntaban a un oscuro yo reniego. O, al menos, así lo sentía entonces.

Pero lo peor de mi miedo o mi presentimiento no era su relación con el rencor por lo pasado. Después de todo, el esfuerzo que suplantó mi adolescencia sí me había premiado con algo que nunca acabaré de agradecer: la lengua inglesa. El miedo era más oneroso que la culpa, la nostalgia y el rencor mismo, porque el presentido fracaso respecto de mi asimilación al nuevo país no remitía sólo al pasado; se cernía también sobre el futuro. Para mi histórico año de 1978, yo ya había decidido que no sería ni médico ni abogado ni negociante ni nada que tuviese que ver con the self-made man o the American Dream. Por absurdo, inútil, humillante que resultara (y resulte, me temo, cada vez más), había optado por mi destino: la literatura. Esa opción quiere decir lo que dice, literatura, y no simplemente que a mí me interesara ser escritora.  Para ser escritor basta esgrimir el sentimentalismo, la violencia, la grosería, las mil y una posiciones del sexo, los más de mil y un nombres de las partes pudendas, el súbito y oportuno disidentismo, el digno que la inercia volvió falso, la juerga fatal de una princesa y su querido, o la reliquia del semen de un presidente conservada en el abrigo de una aspirante más al escándalo publicitario. A diferencia del periodista, del narrador aliterario, del negociante, del abogado, del médico, el escritor literario precisa de una tradición que abarque una literatura, un arte, una historia escrita, una no escrita y la continuidad de todo eso en el dinamismo de la presencia. Precisa, en suma, de una patria literaria. ¿Cuál era la mía, si Cuba estaba ausente?

Cualquiera que me haya seguido hasta aquí pensará que Norteamérica, en mi histórico año, ya estaba casi descalificada, por razones a las que, en definitiva, no me he referido. Pensará bien. Mi presentimiento de que el proceso de adopción del nuevo país hubiese fracasado equivalía entonces a la intuición de que los Estados Unidos no podrían nunca llegar a ser mi patria literaria. Pero la intuición no son razones, sino penumbra que la razón ilumina y cabos sueltos que la lógica ata. Por suerte, mi tenacidad no me abandonó en la tarea de arrojar luz. La penumbra  cedió finalmente, y mi lógica trabó su argumento: Norteamérica quedaba excluída por dos razones concomitantes: el idioma y la nación.

¿Por qué el idioma, si ya yo poseía un dominio aceptable del inglés, y la posibilidad de mejorar era incuestionable? Ni redactar bien equivale a escribir, ni es lo mismo el estilismo que el estilo. El escritor literario lo intuye a veces, lo sabe otras. Sin embargo, la comprensión de esas desigualdades básicas alcanza su cabal magnitud, cuando un escritor prueba suerte con otro idioma.  Mi aventura con el inglés me reveló que escribir no se limita al dominio gramatical de una lengua; que no se limita siquiera al más inaccesible dominio instintivo que exige el estilismo: el del matiz, que atañe a las variantes semánticas y al carácter de las construcciones lingüísticas. Más allá de la corrección gramatical del buen redactor; más allá de las audacias verbales, los hallazgos metafóricos, la precisión léxica, la efectiva puntuación, los aciertos temperamentales y rítmicos de los giros, la eufonía, o cualquier otra de esas arduas melindres del obsesivo estilista, escribir implica, indefectiblemente, sondar, razón alerta, los oscuros pozos del ánimo y la memoria; descubrir en su fondo (no inventar) una manera, la propia, de experimentar la alteridad y de reaccionar frente a ella; e ir cifrando el lento y laborioso descubrimiento a través de las páginas y los años. El resultado, la expresión de una humanidad singular o de límites precisos (una verdad), es el estilo.

Una lengua, un sistema abstracto que abarca un número finito de signos y un número indefinido de opciones para combinarlos, equivale a todas las lenguas: lo que se dice en una puede esencialmente decirse en las demás.  Sin embargo, una lengua es también el medio en que se define la tradición literaria de un pueblo. En calidad de tal, la lengua, el mero sistema de signos, se convierte en idioma, es decir, se caracteriza o se particulariza como expresión de una nación: de su manera de reaccionar, y de las costumbres, los valores, los mitos y los prejuicios que integran una mentalidad plural y explican las reacciones que identifican a un individuo como miembro de una colectividad dada. Independientemente de lo que debería ser o de lo que cualquiera pretenda que sea, la tradición literaria fundamental y canónica de Norteamérica es cifra expresiva de la nación angloamericana. Los Estados Unidos me habían dado su lengua, su ciudadanía y su espacio. Mas, para ser patria y patria literaria, habrían tenido que darme lo que no habían podido ni podrían darme: su nación representativa. En este caso, sólo la suma de dos factores habría rendido ese tercero indispensable, la nación, que convierte una lengua en idioma, y un país, un espacio, en patria:  que la mayoría angloamericana dejara de verme como miembro de una nación marginal en los Estados Unidos (la hispana), y que, a fuerza de imitar conscientemente lo angloamericano, yo llegara a inventarme a mí misma como no era ni podría ser. Los dos factores eran igualmente imposibles. De otra suerte, yo me hubiera sobrepuesto a cualquier melindre estilística, para expresarme en el idioma de Norteamérica.

¿Cuáles eran mis alternativas dentro de mi destino, "el bronce de Francisco de Quevedo"?  Si, como los escritores marielitos, por ejemplo, yo hubiese alcanzado alguna madurez en mi país natal, habría tenido la opción de convertir mi memoria de Cuba en patria literaria.  Porque ése no era mi caso, me quedaban sólo dos posibilidades: aferrarme al gueto hispano de Miami, la primera y más factible; la otra, arraigar en el desarraigo. Esto último, en mi noción, implicaba abrirme a una hispanidad esencial,[1] echar raíces en esa tierra, y desde ella y por vía de ella, alcanzar esa otra bajo la cual ya no subyace ninguna: la más honda tierra, la humana sin más. Opté por las raíces del desarraigo.

¿Se puede ser cubano literario fuera de Cuba? Lo más probable es que yo no escriba igual que un cubano de dentro de Cuba. Lo más probable es que nadie escriba igual que nadie.

En cuanto a lo otro: simplemente cubano, cubano y ya... Busque a Cuba en el no origen un cubano de dentro: convenga conmigo en que hay, en efecto, un lugar que, como su propio rostro en el espejo, él nunca vio por primera vez, porque siempre lo ha conocido (un lugar que está en Cuba); escrute palmo a palmo su memoria, hasta comprobar que no recuerda cuándo aprendió lo que se celebra el 10 de octubre, el 28 de enero; percátese, no sin cierta perplejidad, de que los nombres de los pequeños pueblos cubanos que ignora la gente de otros países, a él le resultan tan comunes como los nombres comunes de su inmemorial español; advierta que no puede concebirse a sí mismo sin haber escuchado "La rosa blanca", sin haber sabido quién era Martí...  Si después de encontrar a Cuba más allá del tiempo, si después de sentirla en su humilde eternidad, la misma del agua y el aire, ese cubano de dentro puede decir que eso basta, que eso bastaría para que Cuba fuera su patria, entonces, desde el desarraigo, la respuesta es .

[1]Una hispanidad, aclaro al margen, que se dejara ser simplemente, que se permitiera a sí misma brotar desnuda y espontánea, eludiendo ser a fuerza de definirse contra lo angloamericano, a la manera de un desafío, o desde lo angloamericano, a la manera folclórico-carnavalesca, a la emotivo-costumbrista o a la lastimero-denunciante.


Lourdes Tomás Fernández de Castro (La Habana, Cuba). Ensayista y narradora. Reside entre Miami y Buenos Aires. Ha publicado el libro de cuentos Las dos caras de D (Sibil, 1985); Fray Servando Alucinado (University of Miami, 1994), Premio Letras de Oro (ensayo); Espacio sin fronteras (Premio Casa de las Américas, 1998 (ensayo) y la novela El domador (Vinciguerra, 2007)

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