Poemas de "Rondas y presagios"(Obra poética 1969-2012) 

REINALDO GARCÍA RAMOS

CARTAS DE A. M. S.

Cuando se dobla el papel que usas en tus cartas,

las letras quedan del otro lado de la vida,

se vuelven oscuros relieves,

desplazan una respiración temerosa,

y el negro de la tinta comienza a detenerse

en las regiones donde se esconde el lila,

se enturbian los violetas,

y hay reflejos verdosos, metales vivos, rojos.

Del otro lado del papel me pones que te escriba,

y el laberinto de las líneas me aleja

los jardines de plantas, los museos no vistos,

las túnicas hindúes, los juguetes,

las fuentes un tanto rumorosas,

las palabras.

 

 

ALICE TOKLAS, EN SU BANCO DE LOS AÑOS ‘20

Estamos aún leyéndote, muriéndonos de risa,

mi gran Alice,

y cómo nos estremecen tantas celebridades,

tantos salones especialmente iluminados, exquisitos,

y las manos en los guantes de fieltro,

los sombreros de paja,

en aquellos días en que Guillaume Apollinaire

prestaba ropas de su hermano banquero

y la señora del pintor quiso inaugurar

una casa de modas en la Rue Ravignan.

Coincidían las prisas de aquella primavera

y las monedas rodando sobre la mesa de mármol,

mientras tú destapabas cajones de sorpresa

con la precisión de una tejedora vermeeriana.

¿Qué tal te sientes,

mi amiga del asombro y del callar sobresaltado,

en ese Pabellón de los Independientes

donde han vuelto a caer goteras,

se han rajado los vidrios

y no se ve tu cara en la humareda

de los hierros que estallan?

 

LAS SILLAS VOLADORAS

(Parque Lenin, La Habana)

 

En la ronda enorme,

en el tiovivo de los espantos y las gracias;

en el carrusel incesante,

lleno de estrellas fraudulentas y dilatadas fantasías,

dando vueltas con los cabellos al viento,

con la ropa empapada de sudor

y el rostro helado por alguna milagrosa impaciencia;

dando millones de vueltas

por encima de las cabezas rústicas y blancas

que sin quererlo aguardan en medio de la noche,

de la noche extensa,

y bajo una música llena de entusiasmo;

en una espera de sillas voladoras que pasan y regresan,

una tras otra sin tocarse,

(amparadas en esa persecución segura,

inevitable, sin final),

dando vueltas y más vueltas en la ronda inmensa,

con las voces crispadas de certeza

y las miradas abandonadas al desgaste;

en el tiovivo de los espantos y las gracias,

en el carrusel incesante.

 

POR DAGUERRE

(Una muestra en el Metropolitan Museum)

 

¿Cómo era que estos papeles de la muerte,

estas sombras desesperadas y sin uso

iban a ser comidas por los años,

borradas en el vaho del tiempo,

arrastradas al sol por viejas aguas corrompidas

y torpes desperdicios?

¿Haciendo uso de qué rítmicos desgastes

iba el movimiento de los astros a sellar

estos pobres lugares, a someter a olvido

tantas criaturas confundidas,

paradas ante mí como hermanos de sangre?

En ellos se me entregan

mis más claros contornos, sin palabras;

en esa cartulina ennegrecida están mis guerras,

mis más torpes reclamos, mis secretos.

Huesos y maderas,

enormes floraciones sin olor,

puentes que nunca habré cruzado,

calles sucias, altivos esperpentos;

presencias que me buscan y me expulsan

desde ese sitio apresurado en que los puso

un inventor innecesario.

 

LONDON KID

para Carlos Victoria

Queríamos alzarnos sobre la ciudad

en globos de colores lentamente;

queríamos irnos de la cifra,

subir contigo desde los trenes y la duda,

abrir el mundo;

queríamos mecernos junto a ti

sobre la multitud paralizada,

sobre los horarios y los taladros y la astucia,

y ver tu risa aparecer

muy alto por las nubes

y atraer con la vista esas aves que tú de pronto imaginabas

(especies desaparecidas de los libros,

pavorreales entrañables que huían,

águilas negras en descenso);

darles todo el espacio entre tus manos y acercarlas

al esplendor ferviente de tus ojos.

Íbamos a darte esos regalos.

Queríamos irnos por un tiempo contigo

y dejar atrás la habitación oscurecida,

las cuentas de la ruina;

entregarnos al viento y recogerte por el horizonte,

tener festejos junto al monte nevado,

echarnos a tu abismo de flores con alas de papel.

Queríamos verte regresar y alcanzarte,

y cuidarte del sol y de la tierra ávida,

de las emanaciones sulfurosas y los ácidos,

de las radiaciones y la lluvia,

y sostenerte con todas nuestras fuerzas

en un lugar sin peso,

donde tu cuerpo no se quedara detenido

contra una puerta claveteada,

atado a la ventana con cerrojos,

detrás de la muralla de basalto,

hundido en la cripta de granito,

amordazado tras las rejas.

 

EN ESPERA DEL DÍA

a la memoria de Roberto Valero

 

Sabemos que cuando suenen los teléfonos

no serás tú el que llame,

no será tu voz la que disuelva

la brutal negrura,

la que selle el preciado silencio.

Sabemos que cuando abran esas puertas

no veremos tu cuerpo establecido

en el desorden del jardín,

sujetando las piedras y augurando

el colorido de las aves en la sombra.

En esta casa duradera,

en la que el viento no ha movido aún

la raíz firme de los sueños,

has desprendido tus objetos

de la brillante corrosión;

ya no necesitas conocer

el peso ambiguo del papel,

el tamaño enorme de los mapas;

no deseas presenciar la indiferencia de esas frutas,

aspirar el breve aroma de este vino.

No ocurrirán de ningún modo esos prodigios;

no vas a concluir aquel relato de volcanes

y amantes escondidos;

no se abrirán las puertas.

Todo eso lo sabemos, sin la menor duda;

pero a veces nos quedamos muy quietos,

sin mirarnos,

y escuchamos con nitidez creciente

el ruido de los bosques que abandonan

la vastedad de las tinieblas;

nos recorre la ciega fuerza de las hojas

que de nuevo se entibian,

cuando el sol se repite y domina los lejanos rincones.

Entonces suenan de repente todos los teléfonos

y una vez más volvemos a esperarte.

 

 

LA CUCARACHA Y EL COCUYO

―¡Soy horrible! ¡Mira estas patas peludas y estas alas

ennegrecidas! Me nutro de inmundicias... ¡soy un asco!

―Pero te quiero ―respondió el cocuyo.

―¡Jamás podré encender mis ojos y alumbrar la noche

como tú! ¡No insistas; déjame!

―Pero tus antenas son suaves y armoniosas. Puedes

prever peligros sin necesidad de luz...

―¡No seas tonto! ¡Moriré aplastada cuando menos te lo

esperes!

―Te sabré defender.

―¡No lo creo! ¡Sólo podrás dar uno de esos brincos

ruidosos que tanto te gustan!

―Mis saltos son hermosos, deberían gustarte.

―Sí, son lindos; pero tampoco me podrán salvar, ¡moriré

aplastada!

―¡Pero te quiero! ―respondió el cocuyo.


LA ÚLTIMA MÁSCARA

Desde hace días me acompaña un ángel,

un ángel raro, innecesario, espléndido.

Una ilusión, sin duda, un lívido consuelo

que en su medida extraña

me despoja del miedo y su desorden.

Con ese acompañante salgo bajo el viento

a ver de cerca los entornos que creía perdidos:

la violencia del sol,

la vastedad de la playa nocturna

y el esplendor sagrado del oleaje,

el turbio reclamo de la luna perfecta,

el grito rojizo de las nubes,

el aire cargado del salitre del mundo,

en que mi propio rostro se transforma.

Mientras andamos por ese sitio rescatado,

el ángel me levanta y me acerca a su cuerpo

y me lleva a creer que toda la abundancia

de colores y formas es ya mía,

seguirá siendo mía.

Permanezco crispado en esa brevedad,

dejando que en mis huesos y en mi piel otras fibras

secretas establezcan su fuerza,

me reanimen.

Con los ojos cerrados envuelvo en el recuerdo

cada respiración,

me creo que el ángel ha venido a quedarse,

me dejo llevar por su mirada eterna

y me convenzo de que sus tibias alas

me han salvado.

Es un instante,

sólo un pequeño instante

en que las olas espumosas van y vienen

y se pierden

y vuelven a resonar en mis oídos.

Así estará golpeando el mismo mar

cuando el ángel se enoje,

me arrebate por fin la máscara ilusoria,

y me abandone ensangrentado en la penumbra.

 

LA MUECA DE BRUEGHEL

La lucha del ser humano contra el poder

es la lucha de la memoria contra el olvido

Milan Kundera

 

Estaban tomando el té en el espléndido jardín;

cucharillas de plata ornamentada y recios dedos,

efectivamente cuidadosos;

conversaban de arte, de iluminación y fantasía,

de desenlaces comedidos;

en la tarde una brisa repentina

les cruzaba los rostros y daba sin exceso

un fulgor extraño a sus palabras;

por el cielo pasaban los murciélagos,

en bandadas rugientes.

En el jardín un tanto tenebroso,

ellos estaban absorbidos en el té,

en el sabor rotundo del té reverenciado;

se sentían entusiasmados en sus sillas,

apoyaban los cuerpos contundentes

en cojines gastados, bajo ropajes derruidos,

y seguían conversando de la dicha,

de los ordenamientos eficaces,

de todo lo que un ser civilizado debería

tener en este mundo y disfrutar sin miedo;

se escuchaba a lo lejos un estruendo

de rocas y montañas, los sobrios

estallidos de la Tierra convulsa,

pero ellos apenas lo captaban;

sus hermosas orejas habían sido

arrancadas de pronto por las dentelladas

de un lívido vampiro.

Aunque la tarde había avanzado,

aún el té estaba tibio; así que continuaban

su charla cuidadosa, sonreían,

iban entretejiendo con miradas

un lenguaje sutil, que provocaba

emanaciones distinguidas

para la noche que ya se presentía,

con sus propuestas y secretos

en esas horas turbulentas.

Mientras tanto, el sol se fue poniendo.

Ellos hablaban de la ingente desidia,

mencionaban panoramas perfectos y paisajes

absolutamente convincentes;

en sus tranquilos rostros

no había ojos, sino oscuras cuencas;

supuraban aún

entre los picotazos de los buitres.

Iban tomando el té en el jardín perdido;

eran seres muy bien intencionados,

pero a veces les fallaba

con súbita certeza

la memoria.

 

AMIGA VENCEDORA

para Belkis Cuza Malé,

después de la batalla

 

Al amanecer,

ella se desliza en la penumbra,

entra en la sala de su casa,

se acerca a las ventanas y roza con sus dedos

el vidrio transparente que la noche ha empañado.

Como los que leyeron la escritura en la piedra

en medio del desierto y están de vuelta del peligro,

no tiene prisa alguna, se mueve por instinto.

Con esa memoria recobrada contempla largo rato

las plantas de su patio, bajo la claridad del exterior,

que aumenta sin remedio. Hay una dulce brisa,

y hasta las hojas más pequeñas se estremecen.

Pero el cielo está en calma; no vendrán más tormentas.

Por eso cada día vuelve a abrir las puertas de cristal

y sale afuera, da unos pasos,

encuentra el aire limpio junto al agua.

Sabe que allí, cada mañana, estamos todos esperándola,

tejiendo y destejiendo el rostro antiguo del dolor,

armando un techo de sonidos para volver a recibir,

por cierto tiempo aún,

la voz de los ausentes al borde de la luz.

 

Noviembre 2 de 2009

Insularis Magazine le agradece a Rodolfo Martínez Sotomayor, editor de Editorial Silueta, por poner a nuestra disposición estos poemas de Reinaldo García Ramos pertenecientes a su libro “Rondas y presagios” (obra poética, 1969-2012).


Reinaldo García Ramos (Cienfuegos, 1944-Miami 2024) Hasta 2001 vivió en Nueva York y fue traductor en las Naciones Unidas. Integró el Consejo de Dirección de la revista Mariel (1983-1985). Ha publicado, entre otros, los poemarios El buen peligro (Madrid, 1987), Caverna fiel (Madrid, 1993) y El ánimo animal (Coral Gables, 2008). Recibió en 2006 el Premio Internacional de Poesía “Luys Santamarina” – Ciudad de Cieza en Murcia, España. Su novela testimonial Cuerpos al borde de una islami salida de Cuba por Mariel (2010) ha tenido tres reediciones.

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