Retrato y otros poemas

ORLANDO ROSSARDI

Retrato 

Mujer, yo sí sé jugar con tu retrato:

Sé encontrarte por la piel de sus esquinas,

llamarte por sus sombras y que vuelvas

a cederme asilo por esa geografía.

Sé nombrarte y hacer que tú me nombres,

saltar de mi silencio al tuyo iluminado,

e ir llenándome de ti como encendido.

Sé habituarme a todas tus alquimias:

a tu sonrisa, a tus escarchas, al ser

descolorido de tu forma y a tus manos;

al pañuelo que tiembla en la salida

y al regreso que espera por la entrada.

Sé de ti la clave y el ámbito más leve

en que culminan las magias más exactas:

los hechizos, los encantos, los ungüentos

con que pulen los vivos a sus muertos.

Yo sé resucitarme por tu muerta algarabía,

sé invadirme entera la memoria,

y alzar un puente por el que se precipiten

muchedumbres más perfectas a tu centro.

Yo sé jugar, mejor que tú, con tu retrato.

Renacerme, mujer, y desesclavizarte

 

Yo sé el tránsito del alma a tus demonios

y sé arrancarte, dócilmente, del olvido,

del bien, del mal, del fin, de los principios;

y darme -luego- entero a tu melancolía.

Sé labiarte en tus deseos y en los míos,

y sé, definitivamente, qué hacer con tus abrazos,

con la fina cicatriz de los recuerdos

y la esbelta soledad de sus fragmentos.

Yo sé quererte fiero por la herida, mujer;

vaciarme a tus designios, y desamordazarte.

Sé, en fin, cómo salir y echarme en la palabra

-en la fijeza, en la estructura, en el instante­-

a la blanda, breve, inmensidad de tu retrato.

                             Los espacios llenos

 

La nada

A José Prats Sariol, Maruchi  y Ariadna

Prietas y extensas sombras nos acogen

allí en la Humedades, fría Nada,

después que nos fulmina el rayo blanco

del Dios que no sabemos.                                   

Francisco Brines

Antes del Todo Dios

creó la Nada. En su altura singular

algo como un hueco se agitaba

y se hacía grueso y más intenso

a medida que el Espacio se fundía

por lo oscuro, y en su centro

lo que aun no era era un Algo

entero del Quizás y del Acaso,

repleto de acuerdo y desacuerdo,

de ciencia y de inconsciencia,

lleno hasta su fondo

de armonía no escuchada

todavía, de una realidad desatendida,

de una idea que flotaba en lo imposible

entre el Aquello pasajero

y el Quizás resucitado,

allí donde el milagro no estaba

entre sus planes y lo humano

saltaba entre confín y lejanía.

Porque el Todo surgió

de la costilla izquierda

de la Nada por el dedo aquel

de Dios tocando el otro dedo del Vacío.

                      Palabra afuera.

Pérdida y desencuentro de la poesía. 

Perdida la casa, perdido el poema. Se busca y muerde fuerte por la cola, se pasea absorto por los rincones y se encara a la nada en los pasillos, Todo se ha perdido. El poema se acurruca para ser sentido solo en el abrazo. Alguien le pasa la mano por los hombros, Otro, sin saber, le da palmadas en la espalda. Se pierden por las puertas las estrofas. Se meten por las camas los rizos de la rima, se adormecen en su gruta los leones sin rugido de sus ritmos. Está quieto el sitio de su tierna geografía, como a la espera de un soplo, de un milagro. Se presentan deudos y parientes. Sin embargo, no todo está perdido. Queda por algún lugar el aire, la estela del paisaje, los labios del deseo y una mariposa que traspasa los rayos de la luz que se filtran por sus alas como haciendo un arco iris. Se inundan las olas con su propio viento y todo alrededor es un Todo que se instala por las letras: ¡un destello de vivir en el poema!

 

Se pierden luego, como un suspiro, los renglones que han quedado. Un grupo de palabras le ha salido al frente y la acorrala. No queda lugar sino para el cuerpo del relato, un lugar con mucho espacio, con grandes multitudes que la aplauden. Los ojos se amontonan en las hojas sueltas y se trenzan los vocablos y las cosas hasta dar con el camino. La casa queda atrás, perdida, con sus luces en sus mansardas, las guardillas iluminadas con velas derretidas Alguno olvidó el punto final con que termina la escueta sinfonía. Se presiente el fin y ahora casi es el principio. No vale la pena abrirle paso a la armonía porque todo es sobradamente prosa: por allí las notas que no llevan paso de corrientes, por allá palabras sueltas sin cadencias, de uno y otro lado solo el magullar de los sentidos: “dos y dos son cuatro, cuatro y dos son seis, seis y dos son ocho y ocho, dieciséis”.

 

Es mejor esperar y no desesperar. Él volverá con su destino y su figura toda llena de azabaches en la noche y perlas a raíz de la mañana. Es hora de arder en la vendimia y sin reparo aplastar las uvas para un mosto más rico. Se siente el peso de la vida por sus letras y lo va mojando todo el rocío de la madrugada. Se han dicho casi las palabras con su ritmo. A cada paso cruje la madera del poema y se aproxima a proscenio con una enorme reverencia finisecular que arranca aplausos viejos y gritos como tumbas que esperan más allá de sus eternas noches. El poema, sin embargo, no ha arrancado, no marcha a compás de la armonía. Todo se ha dicho en prosa y queda en vilo una canción redonda como un pozo que permanece en el vacío. El mundo es así de circular, como un ombligo que regresa a su vientre, un punto que vuelve a su lugar de origen. La canción se aprieta a las cosas de la muerte y de la vida que la rodean. No hay más escape que ir en busca de la semilla y luego ver crecer la flor más tarde, un día, sin tocarla, sin sentirla siquiera, dejando las espinas bien hundidas, sueltas bajo el agua.

                        Libro de las pérdidas.

 

Canto de mi cuerpo 

Amigo dulce, bienamado, qué inmenso este prodigio de estar

por ti palpante, fielmente sumergido, alzándote de un lado para el otro,

metiéndote por puertas sin salida, rozándote en las camas,

sacándote al desfile por fábricas, escuelas y oficinas,

mostrándote en las plazas como nuevas las estatuas,

rondando contigo, alegremente, parques y retretes,

mudándonos de sitio por los mapas, perdiéndonos

[juntos en tabernas y hospitales, seriamente,

entre los dos a un tiempo, gastando los secretos.

 

Le llevo a andar las calles y se deja, dócilmente.

Le arrastro a sitios muy lejanos y consiente.

¡Dulce amigo, compañero! Tierno, fino, se deslumbra

como yo con lunas, jardines, crepúsculos y besos.

A veces yo le sigo callado a su destierro

y se quiebra y hiela el alma con sus quejas.

A ratos cunde numeroso y juega a gestos viejos

[como esfinge que regresa a su parte del cadáver.

 

Hay ratos en que tira fuerte por la herida y me hace bulla,

ciega y brutalmente señas; fiero me saca dientes y colmillos,

me muestra su epidermis y su sexo,

y se lanza -de golpe- a respirar azul por las ventanas.

 

Le acerco algún domingo por los templos y me acompaña.

Le traigo de la mano en los paseos, le siento en los teatros

le tiro en las alcobas a la unción de viejas compañías,

y se entrega, como un niño, a retozar por las aceras.

 

Luego, por las noches, penetra por los libros,

canta el canto de las cosas preteridas, me lleva con sus ojos

[a lo ancho del camino, a todas las esferas,

hasta que revientan con la aurora los vidrios del espejo.

 

Siempre tan a punto, dulce compañero, en los remiendos;

tan apasionado, tan fundido en saltos y caídas,

tan exacto y fijo para tanto y tanto advenimiento...

Dime, amigo, cuando ya no estés aquí ¿qué he de hacer conmigo?

                                                 Memoria de mí.

 Poeta de afuera 

Soy un nombre igual que tantos otros con su nombre y su apellido,

con boca y verbo de igual modo y compañía con partida en los archivos de ser alguien

que en la historia cumple con su oficio,

en la ardiente idea de lograr entradas y salidas por las puertas,

escapes y salientes de alegrías

y uno que otro sueño realizado,

soy -- para más seña-- poeta de afuera, de trasfondo o de trasmuro

sin patio y sin traspatio;

o dicho de entrelíneas,

uno más dejado en cualquier parte

sin cédula de no ser ya casi nadie o ser fondo que acaba en su trastienda

sin fecha de regreso,

sin carta de nación que le empadrone o padre putativo

o madre amante que le llore;

al que no se echa de menos,

al que no se siente andar por esas calles,

al que no cuadran borrón y cuenta nueva,

y que está allá bien lejos del acoso de las letras

a la espera de un milagro: Ese de allá afuera

sin méritos de ser camino entre los trillos

polvo o suelo entre ceibas y manglares,

al margen de las cosas nacionales.

El de afuera

con sabor a rescatado en un rincón del mundo.

Porque juega el juego  afuera del paisaje y se riega, como huido, en los rincones

con otros más de afuera de su juego, de todos los juegos,

de aquel a la intemperie,

de aquí  hacia más lejos,

uno no marcado en los decretos,

al que no dan rumbo o visto bueno,

al margen de aquellos que pasan sin mirar por los pasillos

pecho o seno en alto,

vista en alto,

dueños de todos los laureles,

canto en lo más alto de su sierra,

los que salen del  fondo, bien profundo,

bien adentro y entonan su canción de julio en pleno invierno

en su espacio al confín del día,

aquel que saca del bolsillo sus resguardos y los riega en la nariz

del que no vuela su rapsodia de vuelo popular,

del que dice no

una y otra vez

a ver si escuchan las paredes,

las puertas,

las ventanas,

los parques,

los árboles,

los altos güijes,

las palmas que flotan al desfile.

¡Qué dolor de tiempo del que mira hacia su fondo

y posa al borde de la rama su verde inmaculado!.

 Poeta de afuera con mirada de por dentro,

palabrero del no decir ya casi nada,

testigo de un cuento que parece no haber sido, de una historia desahuciada,

de una lágrima vacía echada a sol y viento en la orilla del recuerdo.

Poeta de afuera sin voz ni voto

en suelo de otra voz mirando hacia su centro.

                          Palabra afuera.

  

A Gastón Baquero que visitaba a diario todos los arcanos

  “Pero si también yo estaba allí, en el allí

de un Espacio escribible con mayúsculas...”

                                               G. BAQUERO

I

Tú estabas allí cuando comenzó a hervir la historia

y andabas por sus letras reparando la escritura.

Tú, más que andar por los rincones hablando de Cleopatra y Cayo Julio

ya habías conocido los misterios que dejan rodar el Nilo al mar,

visto las lunas que brillan todas juntas de Palenque hasta Estambul,

hecho rodar todos los ceros de Pitágoras, Newton y Pascal;

y ya volvías como abeja del fondo del Principio

en que todo, nuevamente, acosa sus panales. Ya estabas

ya por esos rumbos, volátil y enterado, cuando hablaban

de echar de la República todas las ficciones, todas las alas, todas las vigilias.

Antes de Mozart y de Bach ya estabas dando golpes de clavel por las ventanas

y vaciabas ya, maestramente, los instantes más certeros por el aire;

antes, mucho antes que Walt Whitman y que Fray Angélico

o que el mismo Marco Tulio Cicerón;

ya habías descubierto antes que Vasco, el portugués, por otras rutas,

como pisar sin pisar siquiera las Indias tan remotas y la familiar Estrella;

ya habías escuchado el cantar de las sirenas y visto al bravo de Odiseo

temblar de espanto ante el arrobante do de pecho de las aladas isleñas.

  II

 Tú sabías -y te hacías pasar por inocente- que el Bronzino

se mofaba de los Borgias y pusiste en su paleta aquel poema...

porque antes ya habías pernoctado en las estrofas que pintan las desdichas

de Eurípides, patético y morboso; y antes ¿o después?

le habías dicho al confidente Atlante que allá, en su Monte, aguarda el mar que encierra derechito tus palmeras. Ya lucías tú -y eso sí fue luego-

con Deniz su corona labradora

y pusiste, sigiloso, a Isabel en su camino. Y te hacías, de repente,

grande, hermoso y santo, cuando Proust dio la estocada a los recuerdos viejos.

¿Te recuerdas -¿o ya lo has olvidado?- que bajaste a las mazmorras de Fray Luis

y le soplaste en el oído el huerto al fraile? ¿O eso fue después, o antes

que Lord Byron te retara en Misolonghi y te venciera? ¿O fue luego

que Yavé le hiciera a Ezequiel comerse el rollo de sus leyes que le supo a mieles,

o que a Fadrique le borrara su destino el cruel de Pedro?

Tú estabas por allí con ojos ayuntados que se hundían por todos los surcos,

como carne que el tiempo no reclama ni dispone,

testigo en los momentos magistrales y más tiernos,

metamorfoseados en plácidas astucias: un color, un sueño, una sonrisa... ,

saltando, como un grillo, de un lado al otro lado de la historia.

  III

 Por eso es que sabías, como Borges y Dios saben, lo cierto de esos nombres;

por eso es que mandaste a Sor Teresa a que andara unos caminos y a Don Pío los demás, y a Erasmo, contrito, elogiar sus locos; y en Toledo, al Griego,

pintarlos luego entre los Bienaventurados.

Por eso es que a la piedra diste riendas por la Idea

y en ruinas, luego, colosales, regaste de palacios tus motivos.

Porque tú, antes de ver, ya eras Aquello: lo escribible

en el Espacio que nos queda tras todos los Amaneceres.

¡Ni tú eras negro ni gitano por el cielo de Sevilla!

¡Ni rosa ni amapola en Villalba o en Toledo!

¡Ni eras Nicanor ni Melitón, ni Adrián los días de semana!

Eras más bien el terco Filemón de la escopeta en primavera,

las bridas puestas al paisaje, las voces sueltas por el viento,

los ríos y praderas como espuelas afiladas por la espalda,

y mucho corazón delante, mayúsculamente tierno, en poesía.

Por eso fuiste a todas partes cerrando el alfabeto.

Por eso estabas allí por los rincones de la historia.

Por eso suicidaste los tranvías y los metros.

Por eso te arrastrabas por las sombras, por las ferias,

por los museos, por las almenas y las orillas de Manajata;

por eso contra tu suerte se alzó la suerte tuya prestidigitada,

la que en Yuste sirvió al Rey, la que acompañó a Pascal en su última osadía,

la que afiló los lápices a Newton, la que alcanzó a Vivaldi su peluca...

¡Aquella Suerte tuya que adornó, descolorida, en tu ventana

con rojos tulipanes de oro, tu memoria!

                     Los espacios llenos

 

Mariel 

La carta estaba echada.

Las velas puestas al vacío.

El aire se dormía entre las olas

y las olas todas saltaban

como limbo entre las algas.

El mar ardía por su fronda,

de la fronda los espejos

y las palmas de las manos.

Flores altas como una espiga

borraban el espacio. El espacio

todo se rendía a la escapada.

      Canto en la Florida

 

Rostros

21.

El árbol que está conmigo

me dice cosas: dice "a tu lado

voy, contigo al fondo del acaso".

El pájaro que está conmigo

canta: "voy contigo a la mañana

y en ella, juntos, vuelvo al alba".

Tú, que estás conmigo siempre,

sola, ¿qué dices cuando callas?

  

Pasan cosas

Amigo, te digo, pasan cosas.

Pasa que en sus jaulas me florecen versos,

que a los tiestos crecen alas y vuelan

de noche con amor y girasoles por mi cama.

 

Pasa también que a veces me despierto

y al fin de la jornada echo mis cuentas,

y sucede que no queda, luego, ni para el suspiro.

 

Pero pasan cosas con intrépida frecuencia

como que alguno logró la lotería,

y me pongo a soñar -los ojos para arriba-

­¡Si eso me pasara qué cariños compraría!

 

Pasan cosas muy tremendas, te digo,

cuando voy y vengo del empleo,

que entre el ir y el venir conozco a un pobre

que en su esquina le han nacido alas

y vuela, como los tiestos al borde de mi cama,

-se congelan de repente amor y girasoles-

­y esa noche pasa que me crecen jaulas.

                       Memoria de mí

Adquiera el libro: https://aduanavieja.com/libros/poesia/orlando-rossardi-obra-selecta/


Orlando Rossardi (La Habana, 1938-Santiago de Chile, 2024). Escritor, periodista, investigador y profesor universitario. fue miembro de número de la Academia Norteamericana de la Lengua Española y correspondiente de la Academia Panameña y de la Real Academia Española. Perteneció al PEN Club de Escritores Cubanos en el Exilio y a la Asociación Nacional de Educadores Cubanoamericanos. Su obra ha sido publicada en España, Hispanoamérica y los Estados Unidos.


Next
Next

Preferimos el Paraíso y otros poemas