Fragmento de “Aquí lo que hay es que irse”
VERÓNICA VEGA
Cuba, mi amor, te amarraron al potro,
te cortaron la cara,
te apartaron las piernas de oro pálido,
te rompieron el sexo de Granada
Pablo Neruda
1
Una no sabe con quién vivió por ocho años, hasta que te dicen:
–Vete.
(De la casa común, con el hijo común, los dos gatos y la computadora).
Mi madre lee varias veces el email en la pantalla. Está a punto de iniciar una frase. “Si tú hubieras…”–pienso.
–Si tú hubieras consultado a un abogado...
–Consulté a varios, mami.
–Antes estaba él, pero ahora…Tener la casa vacía, no entiendo. Hacerle eso a un niño, a su niño…
–Es un hijo de puta –digo solo para ganar tiempo, y es que mi propia voz suena como algo tan lejano, tan abstracto. Pego la frente al borde de una persiana. Miro los edificios desteñidos, feos como decretos, dicen que dijo el Ángel.
De pronto se me ocurre que alguien podría reemplazarme. Vivir esto por mí. Y yo entretanto esperaría en otra parte.
Mami parece sopesar aún lo de hijo de puta. Por fin hace un ademán entre la aceptación y la duda.
–Al menos ya no dependes de él para el permiso de salida del niño. Pronto llegarán los papeles…
Por el modo en que la miro, entiende que las palabras aquí no delimitan nada, ni afectos, ni destino. Pero sus ojos insisten: sí, claro que existen seguros contra lo irrevocable. Por eso los que se van hacen en silencio los trámites, se despiden de unos pocos (los que no intentan alterar esos hechos anunciados en las líneas de la mano, el iris de los ojos, las sentencias del horóscopo).
–Voy a hacer café… –sale y cierra la puerta.
Me dejo caer en el piso.
Si consiguiera escapar de aquí por algún túnel. Tu futuro no es fácil de ver… –Me dijo un espiritista hace años–. Se mueve, gira… Es como una hoja arrastrada por el viento… Mami golpea el colador contra el fregadero para sacar la borra. Miro entre mis rodillas la puerta del closet, las fotos de revistas rusas que pegó Lupe antes de irse. Desteñidas por el sol, como los edificios. Miro mis muslos y bajo la piel, ríos violáceos (relámpagos rosados, los llama Yasser). ¿Se podrían tapar las várices con un tatuaje? Un diseño tribal, una telaraña. El olor del café se filtra por la ranura, bajo la puerta. Podría mojar esas fotos tan viejas, arrancarlas con un paño. Poner paisajes abiertos, que se pueda seguir, que la vista no pare. Y donde haya edificios (monobloques-decretos) poner más y más espacio… de cielo azul claro.
Kabir se levanta, se dirige al baño con toda la laxitud posible.
–Odio la escuela más que a nada en este mundo –suelta antes de cerrar la puerta.
–Anoche se murió una muchacha –dice mami desde la cocina–. La que vivía en el segundo piso, en la esquina… Tan joven y de un infarto. ¿Quién se lo hubiera esperado?
Es que esta ficción parece tan seria. Hasta real –se me ocurre– mucho más cuando duele.
–Mamá, la muela...
Se asoma con el cepillo en la mano, un halo de espuma en la boca abierta. Veo una sima oscura a la derecha, al final.
Pienso en el papelito del turno del dentista, cada vez con más fechas aglutinadas: un día no tenían papel para esterilizar, al otro no había agua, al otro se acabó la amalgama.
–Después te llevo una duralgina, pero ahora apúrate.
Lo miro alejarse a lo largo de la acera. Llega al peldaño, se vuelve, hace un adiós con todo el brazo. Yo agito la mano contra los filos de dos persianas.
Busco la duralgina, bajo. Me pregunto cómo sería llegar al lugar que antes podía ver desde mi ventana, cuando no estaban estos edificios, esta escuela, y yo inventaba un destino más allá de esos árboles: una casa azul emergida de la niebla. En la puerta, sonriente, me esperaba mi padre.
Kabir se acerca a la puerta del aula. (Qué extraño luce aquí. Retraído, mustio. Asustado. Parece otro niño). Se pone la píldora contra la lengua, bebe un sorbo del pomo. Alrededor de la muela le unto una pomada amarga. La he probado yo misma: adormece la boca y la neuralgia.
Vero, vamos a hacer esta novela entre los tres: tú, Eligio, yo… vamos a describir lo que hacemos cada día, durante un mes. Anotar lo que tocamos, lo que olemos, antes de que cambie… Eligio no responde, sentado en el malecón, mira a los pescadores lanzar al mar su carnada. Levantan el nailon: Nada. Sobre el mar flotan latas, maderos, ofrendas... Los que nacen aquí y en este tiempo, sólo pueden venir a pedir vida, –dice Eligio mirando el agua que entra y sale entre salientes de roca y desperdicios– “y que todo cambie, pues todo se ha puesto estático…” Sí, algo se petrifica cuando paso sobre la concha el pincel empegotado. Pero no, se desliza sobre el cilindro de bambú porque los vendedores aumentan el acetato con agua. Escribir cada día, Vero, Eligio, como esos textos que hoy nos impactan. Crónicas de una ciudad, un país ya muerto.
Qué puede contarse desde un cuarto sin más vista que esta perpendicular hacia otros edificios idénticos: bloques de cemento olvidados bajo un sol atroz. Se ve que Lucía se fue de Cuba y no ha vuelto ni de visita, tal como prometió.
Salgo al patio, pongo el acetato al sol.
Tal vez debería acomodar el closet, necesito tanto el espacio. Amontono en el piso libros, papeles, revistas con páginas recortadas. Spoutniks, Films Soviéticos. Las dejé cuando por huir de esta casa me fui a vivir con amigos, con parejas. Lupe, que huyó después de lo mismo, pero llegó más lejos, hizo collages contra el closet, los huecos del comején. Vuelco en el piso la caja de fotos. Caras que apenas reconozco: yo niña, yo muchacha mirando las olas levantarse en el malecón, hacer bolas de espuma que el flashazo congeló en el aire. Yo, Kabir, su padre (separado del paisaje del fondo). Las fotos en el tiempo mutan, –como las líneas en la palma de la mano– registran los cambios. Las de los muertos se ven más y más ingrávidas. La vecina fallecida verá asomarse al cristal del féretro tantas caras extrañas. “Al menos no nos tocó a nosotros” –Piensan amigos, parientes al inclinarse. Mientras, dentro de otra caja, sus fotos ya están cambiando. ¿Habrá alguien mirándolas? Ella de niña en los cumpleaños, en los brazos de la madre, el padre, de su primer novio. Todos le aseguraban que el futuro es un país garantizado. Incluso sólido.
Silbo a mis gatos. Tengo ese cansancio de los días en que camino demasiado. Una gravedad que duele, un peso, sobre todo de pensamientos. Bright sube corriendo los escalones. Se frota el lomo con mis piernas antes de deslizarse por la puerta. Pity parece fuera del radio adonde llega mi voz.
El acetato alcanzó al fin cierto espesor. Consistencia. Me siento, tomo el pincel, lo hago girar dentro del engrudo blanco. Vero, fue así que se me ocurrió lo de la novela: miraba esta foto de la Habana que ha estado cambiando desde la primera vez que la vi: edificios desteñidos y rotos frente al malecón… Adolescentes lanzándose del muro. Y pensé: tengo que escribir de esto antes de que se pierda… Pero, ¿y la novela que quiero escribir yo, la que ya empecé en mi pasaporte del 93? Después de la página de la foto (el pelo corto, teñido de rubio. Esa expresión de demandante, y de certeza). Y me vi en New York, encontrarme con mi padre no era una abstracción, era casi un acto. Cuando dejé atrás el edificio, las rejas imponentes, ahí, en el malecón, las olas saltaban contra el muro. Busqué el cuño: application received US INTERESTS SECTION (eufemismo en relieve de visa denegada) y anoté: sé que llegar a otro lugar tampoco me salva de los rituales, de las necesidades, de la miseria biológica. Pero el hombre insiste en partir, dejar, llegar. Volver a irse. El hombre es un animal migratorio.
Crecí oyendo a mi madre: tú hubieras nacido en Estados Unidos, yo estaba embarazada de ti cuando intentamos irnos por Camarioca. A los 3 años tuve el primer pasaporte. Pero fue a los 14, cuando el Mariel, que miré asustada al fotógrafo. ¿Por el parpadeo del flash, o por la cita con la distancia y el tiempo? Mis hermanas llegaban con cosas de las casas abandonadas (entraban por las ventanas rotas, tantas casas marcadas con explosiones de huevo en la pared). Yo lloraba porque no quería irme, mami repetía: Aquí no va a quedar nadie, Vero, ¿no ves que todo el mundo se va?
Fue ese día que dejé de imaginarme en Cuba. Y si me descubro, de pronto, como ayer, en el parque de la Avenida del Puerto, esperando la guagua para Alamar, me asusto de ese efecto hipnótico, el poder que transmuta hasta los sitios, porque antes no existía esa parada ni yo iba de la mano con Yasse murmurando: tengo que empezar la novela con Lucy y Eligio, mientras Kabir asegura:
–Cuando tenga 20 años voy a recorrer el mundo.
Tiene 10. A los 6 me contó que por su aula habían pasado preguntando: Cuando seas grande, ¿qué te gustaría ser? Y no llegaron a su mesa, pero él estaba listo para responder: ¿Yo? quiero ser Libre…
2
Kabir señala con el índice a la verja.
Miro. Hay un perro de espaldas, se rasca, se lame la herida, se rasca, se lame, se rasca. Alamar está lleno de perros sarnosos. Si tuviera una pomada mágica… una inyección contra los mapas que se abren, la carcoma silenciosa, implacable. Cambiar la vista es eficaz, se requiere mirar fijo mucho más tiempo para que la impresión pase de la retina. Y el objeto penetre. Se sienta luego como un bulto, una desolación tangible.
–Me voy. Tengo cosas que hacer temprano –Le acaricio su trenza (el único niño con pelo largo en toda la fila. Y la otra fila. Y el resto de los varones alineados en el patio).
Salgo, hago un adiós antes de cruzar la calle.
Sigo hasta la panadería, me asombro, como todos los días, de este pan casi etéreo. Le escatiman la harina, el aceite, hasta sal. Si lo estrujo en los dedos se repliega como el algodón de azúcar.
Rompo la telaraña y después me da lástima. No logro hacer un pacto razonable con ellas. Dejo la escoba contra la pared. Me siento. Qué intransitable camino hace el miedo, cuando pienso en Yasser algo corre, se desboca. Los animales no se preguntan nada para obedecer a su instinto. Nosotros nos hemos vuelto tan intrincados como esos discos duro que parecen ciudades en miniatura. Cada fibra es un registro de emulsión, cada emulsión electrónica recorre un plano que imita… ¿los sentimientos? Con qué hilo de conciencia, plateado y personal se archivará esta angustia.
Me lastimo la mano con la tijera. Insisto en que corte una lámina de madera en redondo. Necesito una sierra, otra cosa, hacer más fácil de trabajar esta mierda. El acetato espeso se acabó. Escurro el sedimento desde el fondo del pomo.
Esta carrera otra vez, aquí entre el vientre y el estómago.
Suena el teléfono.
–He pensado que podrían intentar llamando al ministerio de Cultura, ¿no crees?
–¿Para el viaje de Yasser?
–Sí, puedo averiguar el número…
–Bueno, si quieres inténtalo...
De todos modos, es tan difícil salir de Cuba. Hay una gravedad tan recia, orbitándonos como un aro de hula hula.
La madre de Yasser asegura que puede romperse ahora. Se lo han predicho las cartas, el zodiaco, la numerología.
Cuelgo.
Hace sol en la calle y yo siento frío. Pongo, abierta, la mano contra el pecho. Esta taquicardia autónoma, desasida de la lógica. Cómo creer en la amenaza de un espacio inmóvil, en las ramas no se mueven ni las hojas. ¿Se podría con el estetóscopo rastrear la angustia tramo a tramo hasta su causa?
Kabir entra al cuarto, deja caer la mochila.
–¿Tuviste algún problema en la escuela?
Niega con la cabeza, se sienta frente a la computadora.
Voy a la cocina. Un pan con aceite y sal puesto al fuego, con la llama baja, se compacta y sabe distinto, hasta apetitoso. Levanto sobre el vaso el hueco del nailon con el yogurt de soya, justo hasta donde alcanza para la merienda de mañana. Qué antojo tengo de algo dulce, aunque solo sea pan con azúcar. Pero cómo me gustaría una manzana… como en los 80, aquellas búlgaras, de cáscara muy fina, qué perfume, qué textura divina deshaciéndose en la boca. Dicen que lo que uno piensa se vuelve eco en otro mundo (ese que vibra alrededor de los cuerpos). Se quema una parte del pan. Lo agarro por el borde, raspo la superficie con un cuchillo. Un polvo negro se esparce en el fregadero. Abro la pila y el agua lo desaparece en el tragante.
Pienso en mi taquicardia, (ese batir lejano de lo que está pasando). El acontecimiento en marcha, dijo Exupéry). Dejo el plato frente a Kabir.
–¿Tienes clases por la tarde?
–Eh… Sí –agarra el vaso, echa hacia atrás la silla sin dejar de mirar al monitor.
–No tomes tan rápido el yogurt, ¿cuál es el apuro? Te lo he dicho mil veces, mastica despacio…
Me acurruco en la cama, contra la pared. Cierro los ojos.
Siento el tirón de la puerta al despegarse del marco.
–¿Vamos al taller?
–Yase, me voy a volver loca, he sentido este miedo toda la mañana, en alguna parte debe estar pasando algo.
Me abraza, me acaricia la cara, susurra cosas. Quiero preguntar cuánta distancia hay entre eternidad y abismo, por qué los confundo.
–Déjame terminar este cofre… voy a poner una mariposa en la tapa. Tengo dos conchas plateadas para las alas.
Cerca del cine hay latones ladeados contra el piso. Por media cuadra se expande basura, basura, basura… En Miramar usan bolsas negras para los desperdicios, los buzos se disputan terreno (áreas densas de pasto, pensó Juank). Niña, qué va a hacer así en Miami –dijo la vecina del primer piso que estuvo de visita, paseó hasta Disneylandia con su nieta y llegó hace tres días. –Mira, al llegar de la calle yo pasaba la mano por la suela del zapato, (estos mismos zapatos) tú dirás que es mentira, pero estaba limpia.
La Casa de la Cultura tiene un bello lobby con grandes cristales que muta violentamente en salas vacías, persianas y puertas rotas. Al final, entre grafitis repintados en cada Poesía sin Fin, está el taller de Omni.
Amaury, Eligio, David, golpean las máquinas de escribir. Descubrieron que esas Underwood anacrónicas, tiradas junto a los latones, son también instrumentos de música. Cuando todos llegan a la misma zona aérea, repiqueteando en las teclas que se alzan para signar una letra imaginaria, empiezo a ver una espiral que se hunde en el espacio. Después veo indígenas saltando en una playa. Y miro la carrera del miedo, entretenida en algún punto de mi vientre, de mi pecho, de mi estómago. Es el tirón desde abajo, el que sintió Camila cuando sintió esa voz adentro, (invade tu mente, tu propia mente, lo más íntimo que uno tiene, ¿entiendes Vero?, lo más privado) Su padre se asustaba al verla ensimismada, ausente de este mundo. Camila me besó como siempre antes de irse, parecía que se iba sólo por un fin de semana. En Alcalá ahora hace frío, pero no me ha dado asma… Siento como si todo me fuera conocido, familiar diría. No he olvidado Cuba, pero no la extraño.
La vecina decía al venir de Miami:
–Cuando entré a mi casa sentí peste, sí, sí, ¡Dios mío, qué churre y qué peste! Allá todo olía a perfume.
Voy a preguntarle a Camila sobre los olores de España. Cómo son los colores, cómo suenan las voces. Amaury, Eligio, David, repiten sobre la música en espiral:
Hay que luchar luchar luchar
por insertarse…
Preparar el cuerpo para la inserción.
3
Surat se retuerce en la hierba. Cuando la vi por primera vez, hace dos meses, estaba perdida en un puente de la playa. Miraba alrededor con ojos angustiados.
¿Así miran los que caminan por un país ajeno? Ay Vero, esta tristeza enorme… –Lupe aprieta el móvil y conduce con una sola mano– ¿se me pasará alguna vez? Yo le digo: Ten cuidado con el tráfico… Sí, se te pasará, tiene que pasar –pero no estoy segura–. Ya lo sentíamos cuando pedíamos botella a la salida de Alamar: cuánto exceso de espacio, no hay edificios y la vista se escapa. Pero la libertad también asfixia. Es que el mundo tiene que ser mejor que esto –me decías.
Sí, Lupe, solo hay que estar en la calle (no hay nada más seguro que una calle) ser vista por alguien que emerge en la distancia. Pero es un carro nuevo, rueda y casi no hay fricción contra el asfalto. Si se detiene por la luz roja, te acercas y haces una señal con la mano:
–¿Sigue recto? –entonces te mira y puede que sonría. Abre la puerta y el aroma te golpea en la cara junto con el aire acondicionado. Huele como esos paquetes “de afuera”. La mezcla del jabón, el perfume, el detergente con que se lavó la ropa. La estela que viene de Ámsterdam, de París, de Roma… Cuánto tardarían en perderla si se quedaran. A montar guaguas llenas, a vivir hacinados, a caminar kilómetros. Que quede la piel sola, y el pensamiento, y la delgada línea azul inalcanzable.
Pasamos por el cruce de escalera, un hueco en cada edificio que sirve como atajo. Quiero que Yase haga un graffiti en las paredes sucias, rayadas con nombres. Yo escribiría en cualquier ángulo sobre esta patología congénita, esta necesidad de cambiar de lugar, de mutar la piel, como las serpientes. Aunque no hay caminos reales sino pretextos prolongados a lo largo del tiempo y a través de ciertas longitudes físicas, escribí en otra página de mi pasaporte del 93. Pero eso sólo se aprende –lo escribí y me repito– casi siempre después de hecho el viaje.
Regresamos a subir a Surat. Hay que evitar perros oteando su sangre en la escalera. Hay que impedir a toda costa otra generación de cachorros. Con sarna. Con su mirada de angustia en el puente de la playa.
Jalo contra mí el short de Kabir.
–Otra vez se quedó dormido sin desvestirse.
–¿No le quitas el pulóver? Hace calor.
–Es que hay luna, ya me pasó una vez. Lo dejé sin pulóver con la ventana abierta y amaneció con asma.
Lo beso en la mejilla, junto a la nariz. Bright me mira tendido entre los rizos de Kabir, dispersos en la sábana.
Salimos. Está desierta la parada.
–Son más de las 11…
–Dios quiera que el último M3 no haya pasado todavía.
Vemos de pronto el amarillo en la curva, el letrero al costado: METROBUS POR UNA CIUDAD MEJOR.
Corremos.
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Verónica Vega nació en La Habana en 1965. De formación autodidacta, es colaboradora de sitios digitales como Havana Times y Diario de Cuba. Aquí lo que hay es que irse (Neo Club Ediciones) es su primera novela, publicada anteriormente en francés, en el año 2010, por la editorial Bourgois (bajo el título Partir, un pointc’esttout). Recientemente, la editorial madrileña Hypermedia publicó otra novela suya, El arte de respirar. Reside en Cuba.