Un río de tinta negra y caliente
ABEL GERMÁN DÍAZ CASTRO
Consideraciones sobre “Espejo de isla” de Lidice Megla, con prólogo de José Hugo Fernández. Editorial Dos Islas, Miami, 2022.
El bello poemario de Lidice Megla “Espejo de isla”, publicado en 2022 por la Editorial Dos Islas, en Miami, al cuidado de la editora y poeta Odalys Interián, comienza con una pregunta que considero muy seria: “¿Hasta qué punto ataja el poeta la lucidez?” Aparece en el poema “Filos de horizonte” que lo encabeza y, por estar ahí, abriendo el paisaje poético, resuena durante toda la lectura. Es decir, que de alguna manera nos condiciona, haciendo que el término “lucidez” aparezca entre los versos como algo, digamos, subliminal. O como una forma de conciencia. En virtud de lo cual la lectura se abre paso de un modo más... lúcido.
Si creemos a Eckermann, Goethe era de la idea de que si uno pretendiese pensar cómo se debe hacer una poesía, se volvería loco y no haría nada de valor. Idea que hago mía. Y quiero creer que Lidice, lo tuviese o no presente, actuó en consecuencia, y recomiendo que como lectores hagamos lo mismo. Me refiero a no pensar en cómo lo ha hecho. Porque con eso me ocurre como con la definición (más socorrida) de Poesía. Yo no sé qué es la Poesía, tampoco me importa. Me basta con reconocer dónde está.
Así visto, la lectura, cualquier lectura, discurre de un modo, creo, más libre. Entramos en su universo (en el caso, el universo de Lidice) sintiendo, que no explicando, que es como se debe.
Con lo que vengo a decir más o menos lo que sigue: La lectura de poesía, quizá incluso su escritura, requiera de esa “ignorancia”. O, mejor, de esa “inocencia”. Tal vez sólo se trata de ir, palabra a palabra, latido a latido, puntada a puntada, reconociéndola y/o elaborándola, como si el poeta fuese el sastre que le hace el traje a medida. O sea, crearla en y/o durante la mera praxis, sin lastrar esa parte “sagrada” que, como he dicho, “sagrada” al fin., no deberíamos saber.
Y es así como Lidice se deja descifrar. Incluso quiero pensar que es así como ella quisiera que la leyésemos.
Para empezar, se hace esa pregunta que apunté al principio. Es una pregunta sobre su escritura. Necesita saber cómo escribir respecto del paisaje sin enfangarse de paisaje. Y, luego, como para justificar una probable frustración (siempre, imagino, en el terreno de lo semántico) habla de su mano, y la describe como una mano que viene (¡qué hermoso!) “del reino de lo minúsculo”. Porque esa mano, aunque se deshoja, florece, con independencia del orden o la simultaneidad. “Mano-flor, / se deshoja al florecer”, escribe. Y es ése, por decirlo de algún modo, el dato mágico.
Luego parece volver a la preocupación por la ingeniería del verso. Dice, hablándonos curiosamente de una certeza: “Yo sé que la poesía lleva el rostro de todos los idiomas”. Y por el tono parece decidida, esta vez sí, a hacer un ejercicio metaliterario. Pero no. Al menos no en el sentido goetheano. Ese “rostro de todos los idiomas” lo cambia todo. Nos conduce a una reflexión sobre el medio, pero no es siquiera una parte del qué. En cambio, sí que vale como objeto poético cuya sustancia, desde luego, parte de la manipulación de esos signos que, considerados en conjunto y según normas específicas, llamamos “idiomas”. O sea, con perdón de Schopenhauer, la “realidad” (en este caso de la poeta) como representación. Algo en lo que la poesía supera con diferencia a la filosofía. Excepto si, como ocurre a menudo, ésta se la apropia.
Después LÍdice, como la gran poeta que es, levanta la mirada y… mira al mar. Algo “clásico”, sí, pero que ella hace de un modo muy personal y… moderno. Podemos verla asomándose al mar que ve libre, desde su soledad que es (y el detalle importa) una soledad elegida para “navegar en las profundidades propias”. Nada que ver, pues, con la del náufrago. Nada, al contrario.
Y a partir de ahí su visión abre las alas y vuela. Se detiene “en medio de mi isla, ahora como siempre, parada en/ mis humanas latitudes...” e “intento lo que la tierra”. Y se encuentra con la paradoja existencial del ser: “Estos dulces muros de hielo/ han dejado entrar a la del otro espejo”. Así que hay dos Lidices, una “flotando pacíficamente con/ todos mis diminutos átomos/ y mi cabeza carámbanos”, la “ rocked by Nature in the wind”, es decir, la de la mera naturaleza, y otra que es la de ese “rostro de todos los idiomas”, fluyendo a borbotones como un “río de tinta negra y caliente”.
Un río que corre en una “Pesadilla de tinta negra” y se extiende sobre el papel de su (de nuestra) circunstancia. Y así, de pronto, mientras es arrastrada, la poeta descubre cosas: “Soy una habitación momentáneamente abandonada” , dice. Y añade ese verso inquietante que cito en el párrafo anterior: “salgo de mí misma hecha un río de tinta negra y/ caliente”. Y: “Afuera solo quedan el bosque y las llagas.” Es decir, bordeó el campo mimado del compromiso sin desviarse un milímetro de su misión. Pisó como sólo saben hacerlo los poetas auténticos: sin prisa y sin la ceguera o la rabia de la simple ciudadana, que habría hecho volar por los aires a la primera.
Y a continuación están, sí, esas grullas inefables, mil, que “alzarán el vuelo”. Escribe: “Inevitablemente mil grullas alzarán el vuelo”. Hermosa, hermosísima sugerencia. Al releerla pienso de nuevo en ese tic de las definiciones y, arriesgándome a caer en una contradicción, diré algo que calificaré (intentando evitarla) de simple descripción. Diré algo como esto: La poesía es lo que no se dice. Seguramente una apropiación, pero queda dicha. ¿Por qué si no las metáforas, los epítetos, las metonimias, las sinécdoques…? Y Lidice lo sabe. Lidice, por saberlo, se enfrenta a “lo intraducible de la vida”, rodeada de silencios.
Y concluye diciéndonos en “Lumbre verdadera” : “no dejes para una sola muerte todo el pensamiento.” Con lo que nos devuelve a la pregunta del principio: ¿Hasta qué punto ataja el poeta la lucidez? Pero entonces estaremos en el fondo de ese río de tinta negra y caliente, y sabremos la respuesta.
APÉNDICE
No puedo irme sin llamar la atención sobre el valioso prólogo de José Hugo Fernández. A él los remito. Disfrutarán de buena prosa y de un enfoque iluminador. Les adelanto sólo lo siguiente: “Se habla mucho acerca del estilo, aunque muy poco de nuevo se diga. En esa línea, ni más ni menos, me gustaría añadir que la clave del elegante estilo de Lidice radica en el sencillo encanto de su existencia.”
Nada que añadir. O sí. ¿Por qué no volver brevemente a las conversaciones de Eckermann con Goethe que (para que se entienda mi “fijación”) he leído por estos días? Goethe dijo: “...nadie tiene motivos de enorgullecerse por haber hecho un buen poema.”
Lidice sí.
Abel Germán Díaz Castro (1951). Ha publicado poemas, artículos de opinión y reseñas de libros. Los artículos y las reseñas han aparecido en diferentes medios, sobre todo digitales y en Newsweek en español. Los poemarios: "El día siguiente de mi infancia", “El silencio que dicen", “Soñar como es debido con una flor azul” y “Si acaso 3 cuervos”, y las plaquettes Cubo de Rucbick" y "Curiosidades", en ese orden —excepto “El silencio que dicen”, Editorial Primigenios, Miami, 2020, y “Soñar como es debido con una flor azul” y “Si acaso 3 cuervos”, Editorial Dos Islas, Miami, 2020 y 2021 respectivamente—, fueron publicados en Cuba durante los años ochenta y principios de los noventa. También aparecen poemas suyos en dos antologías de poesía cubana: "Cuba: en su lugar la poesía" y "Usted es la culpable", la primera editada en México y la segunda en Cuba. Vive en España.