Tradicionalismo literario y originalidad en la ENEIDA
LOURDES TOMÁS FERNÁNDEZ DE CASTRO
No quisiera que la literatura (o la vida) me abandonase, sin haberle dedicado unas páginas al autor de la Eneida, tal vez el más loado de todos los poetas occidentales, un bardo inmortal, diría, si no me pareciese tan dudoso el adjetivo inmortal, por más de una razón. Virgilio ha sido y, mientras la literatura se resista a su exterminio, seguirá siendo un irremisible imán de devociones. Pero confieso que no sólo la admiración me impele a escribir sobre este poeta. También me anima a la empresa mi interés en explorar cómo se concilian y complementan en la creación literaria el tradicionalismo y la originalidad. No puedo pensar en una obra que ilustre mejor que la Eneida la interacción entre el dinamismo renovador de un poeta original y la tradición literaria en que fraguó su voz.
Una fidelidad mayor que la de Virgilio a la poesía tradicional me parece imposible. La gran epopeya latina no habría sido como es, o no habría sido, sin la obsesiva lealtad de su autor a los modelos épicos que le proporcionaba la tradición literaria. Pero ¿qué destino le habría tocado a la Eneida, si el hombre de Mantua no hubiera sido, a más de un puntual seguidor de modelos literarios, un poeta hondamente original, si su conciencia de su ser integral (su conciencia de su época, de su sociedad, de sus lecturas, de su experiencia íntima, de sus dotes naturales) no hubiese estado a la altura activa de su férrea voluntad clasicista, si a su tiránico tradicionalismo no se hubiese sumado un dinamismo capaz de renovar semántica y temperamentalmente todo lo que remedó de sus modelos? Admitamos que quedaría aún la intraducible perfección rítmica de unos hexámetros tallados en una lengua ya muerta. Quedaría también el acendrado estilismo, quedaría la acertada combinación de lo solemne y lo exquisito, del esplendor épico y la filigrana lírica. Pero a más del intraducible tecnicismo métrico y del estilismo, ¿qué quedaría? ¿Basta en literatura la perfección superficial, basta una deslumbrante piel de letra? Las pieles de la poesía ¿no envejecen acaso? Las estéticas ¿no se ajan, no se marchitan? ¿Qué monta más en literatura, piel o alma, la excelencia epidérmica de la voz, o su alcance, su vigor semántico?
A cualquiera que hubiese leído a Homero le bastaría asomarse a la Eneida, para advertir que Virgilio no despreciaba la literatura del pasado remoto: en su tiempo, las epopeyas homéricas eran antiguallas de alrededor de setecientos años, pero es evidente que el poeta latino las conocía bien, tan bien, que no es exagerado sospechar que las recitaba de memoria. Si un lector de los poemas homéricos lee someramente la Eneida, es probable que concluya que siete siglos no pasaron en vano en lo que toca al oficio de escribir; que Virgilio es un depurado estilista que superó las tediosas reiteraciones, las viciosas gratuidades, del formulismo verbal de Homero, pero que la excelsitud formal no quita que el autor latino, un imitador sin originalidad, haya saqueado la trama de la Odisea y la de la Ilíada. Quien llegue a tal conclusión acierta en dos aspectos de tres: Virgilio superó a Homero estilísticamente, a quien, en efecto también saqueó temáticamente; la Eneida es el producto de esa superación y ese pillaje literarios. En cuanto a la carencia de originalidad (el capital tercer aspecto), cabe argüir que es sólo admisible desde un punto de vista superficial o vulgar, esto es, si por originalidad se entiende la apariencia novedosa o impactante de una trama. Desde una perspectiva literaria, sin embargo, la carencia de originalidad constituye una imputación inaceptable. Una lectura somera de la Eneida perdería lo que alienta tras la imitación de los poemas homéricos: el ser integral del autor latino. La originalidad literaria no es otra cosa que fidelidad al origen, al ser integral en calidad de creador.
Con un toque iliádico en el canto V, la primera mitad de la Eneida se conforma a partir de los viajes de Odiseo. Como la Odisea, la epopeya virgiliana se inicia in medias res. Los respectivos héroes de ambas obras consiguen vencer los obstáculos que les opone un numen adverso (Poseidón en la Odisea y Juno en la Eneida). Eneas desembarca en Cartago, después de haber recorrido diversos mares y tierras; la historia que precede la llegada de Odiseo al país de los feacios no es otra que la de sus célebres viajes. A guisa de Homero, que en el canto IX de la Odisea convierte al protagonista en narrador de su propia historia, Virgilio le cede la voz narrativa a Eneas, para que éste le refiera a Dido, la reina de Cartago, la historia de sus últimos días en Troya y la del largo peregrinaje que lo condujo a las costas africanas. En el país de los feacios, donde el rey Alcínoo lo acoge como huésped, Odiseo llorará al escuchar, en boca del rapsoda Demódoco, un episodio de la guerra de Troya en el cual Odiseo mismo es un personaje. En la corte de la reina Dido, de quien Eneas es huésped, ningún aedo entonará un episodio de la guerra troyana; pero pintados en el mural de un templo cartaginés, el héroe virgiliano contemplará, lloroso, los combates entre aqueos y teucros, y en tales imágenes reconocerá (ignoro cómo) a los contendientes representados, y se reconocerá a sí mismo.
Al canto XI de la Odisea, que narra el viaje del protagonista al érebo, le debe la literatura occidental el canto VI de la Eneida. Esa pieza virgiliana merece un adjetivo laudatorio, pero, no sé, no doy con ninguno. En este momento sólo atino a evocar cuánto debió de impresionarse Dante con la lectura de ese texto. Ni esa impresión ni su consecuencia constituyen un adjetivo, pero, bien pensado, califican. Odiseo desciende al Hades en pos de una profecía que sólo puede obtener de Tiresias; pero a cualquier lector de Virgilio puede ocurrírsele que la consulta al augur tebano no es la verdadera razón de ese viaje. La lectura del canto VI de la Eneida hace pensar que el héroe homérico viaja al ultramundo, para que siete siglos después Eneas recorra los parajes del reino de Plutón, alcance los Campos Elíseos y contemple el destino de Roma, figurado en una fracción de eternidad. La truculenta evocación de los muertos en la Odisea deja en el lector una impronta indeleble. Uno presencia con horror, con asco, con piedad ese grotesco desfile de fantasmas desmemoriados, de ingrávidos zombis, que acuden a beber la sangre de las bestias sacrificadas por Odiseo a la entrada del Hades. Después de asistir a tan repulsivo espectáculo, a uno le arredra la posibilidad de soñar con las visiones a que lo expuso la lectura. Si la belleza realmente determinase el valor artístico, nada valdría artísticamente el orco odiseico. El mejor Homero es el caracterizador que estremece las honduras del ánimo, no el esteta que halaga los sentidos con placenteras evocaciones. El canto XI de la Odisea da fe de ello. Pero Virgilio esta vez excede en calidad a su precursor, y no porque apueste a la belleza, sino por el interés que suscitan los escenarios que erige, y por el deseo de aventura que lega. El averno eneidiano no es un desfile de fantasmas, es un vasto y diverso mundo que concilia la extrañeza de los sueños con el orden, la definición, la vividez de la realidad. Ningún viaje de Odiseo, Simbad o Gulliver cautiva tanto como el de Eneas y la Sibila por el reino de las sombras. Uno quiere soñar, siquiera soñar, con el ultramundo eneidiano, y palpa en ese deseo la génesis de La divina comedia.
Virgilio consiguió superar el Hades homérico que imitó; luego Dante remedaría al imitador latino de Homero, y de ello resultaría la inmensurable Comedia. Sin la imitación, la literatura no habría podido ser: los griegos antiguos agotaron todos los temas. Vale aclarar, sin embargo, que la literatura ha podido ser creación genuina pese al agotamiento y la imitación, porque la experiencia humana nunca se repite de la misma manera, pero también porque, en realidad, no todo se agotó. Algo queda siempre, y algo quedó, algo que ni aun los griegos pudieron agotar: la originalidad de imitadores como Virgilio y Dante prueba que es inacabable y basta el misterio que se llama imaginación.
Y casi inacabablemente podría seguir hablando de imitación literaria, pues en la segunda mitad de la Eneida, la parte propiamente épica de la obra, Virgilio no pierde de vista la Ilíada. La extensa labor de examinar todos los remedos en el poema latino es tentadora, pero no es necesaria. En definitivas, no son en sí las imitaciones lo que aquí me atañe, sino cómo se imita, la esencia distintiva que se imprime en lo imitado, la implícita diferencia que convierte en apropiación literaria lo que de otro modo habría sido mero préstamo. Con el fin de destacar el dinamismo subyacente en las imitaciones eneidianas de la Ilíada, consideraré sólo unas pocas de las múltiples semejanzas entre la epopeya latina y la griega.
Los seis cantos que forman la segunda mitad de la Eneida tratan del arribo de los troyanos al Lacio, de la hostilidad que su presencia provoca entre los naturales de la región, y de la guerra que finalmente les declaran los rútulos y sus aliados a los inmigrantes de la desaparecida Ilión, que intentan establecerse en Italia. Eneas se sabe destinado a fundar la nación que con el tiempo fundará la gran Roma. También sabe que a fin de que se cumpla, con su destino personal, el nacional romano, debe casarse con la princesa Lavinia. Latino, rey de Laurento y padre de la princesa, está dispuesto a cederle al héroe troyano su única hija y su reino. Dos graves inconvenientes obstan, sin embargo, a estas nupcias: Lavinia ya está comprometida con el rey rútulo Turno, y la reina Amata, madre de la joven, no quiere por yerno a Eneas, un extranjero a quien detesta. Una revuelta de mujeres laurentinas dirigida por Amata, y una sublevación de campesinos, también, como las mujeres, adversos a los troyanos, preceden el franco rompimiento de hostilidades en el Lacio, y el arribo de las huestes aliadas que acuden a apoyar a los rútulos. Pero aunque la animosidad de los nativos hacia los inmigrantes teucros contribuye al conflicto, la guerra eneidiana tiene por causa la rivalidad de dos hombres por una mujer: Turno no va a renunciar a su prometida, ni Eneas va a desistir de la tarea a que está destinado. El rútulo aspira a Lavinia, en parte porque ambiciona el reino que hereda por vía de ella, en parte también porque está enamorado. No es el caso de su rival. Eneas quiso a Creusa, su primera esposa, y quizás se enamorara de Dido, pero ni siquiera conoce a Lavinia; tampoco cabe imputarle ambición de poder o riquezas. El protagonista de la Eneida, que por momentos da la impresión de un autómata, encarna al hombre subordinado a una misión nacional, cuyo cumplimiento le exige que se asiente en el Lacio y despose a una princesa ítala. Independientemente de su deseo, Eneas debe atenerse a las demandas de la historia de Roma. Sin duda, la supeditación del héroe a un destino nacional introduce en el contexto virgiliano una capital diferencia con la Ilíada. No obstante, siquiera superficialmente, el viejo asunto de la guerra de Troya se repite en la Eneida: Paris, con quien explícitamente se compara a Eneas en el poema latino, y Menelao, con quien implícitamente queda comparado Turno, vuelven a la palestra épica. Sólo que este regreso los ha transformado, y el cambio se nota sobre todo en la palestra. Ni Menelao ni mucho menos Paris se cuentan entre los guerreros más prominentes de la Ilíada. La gran talla física, la fuerza letal, la asoladora bravura de Eneas y Turno, semidioses ambos, evocan al más glorioso homicida de la arena homérica. Aquiles, también un semidiós, es el modelo épico de los campeones antagónicos de la Eneida.
Y no menos que Tetis en la Ilíada, Venus obtendrá para su hijo Eneas armas de la forja de Vulcano, que incluyen, como las de Aquiles, un labrado escudo a cuyas imágenes les aporta movimiento, si no la magia del divino artífice, la de la poesía. Aunque la ocurrencia de un escudo cinematográfico o de imaginería móvil le pertenece a Homero, Virgilio la integra en su obra con un sentido de economía que no tiene el precursor. Nada vincula las escenas del escudo de Aquiles al contexto que las enmarca; la extensa descripción que se les dedica en la Ilíada no rebasa el mero propósito ornamental. En contraste, las escenas del escudo eneidiano traman una narración relacionada con el contenido de la obra: la historia de la nación latina desde Lulo, hijo y sucesor de Eneas, hasta la fundación de Roma por Rómulo y Remo, y de ahí hasta la batalla naval de Accio entre Octavio y Antonio. De primera intención, parece que el escudo es un detalle en la Eneida; pero, bien pensado, sucede al revés: la historia del héroe troyano es el detalle del principio en la gran gesta figurada en el escudo. El destino de un prócer, llámese Eneas u Octavio, conforma sólo una pieza en el gran rompecabezas de una historia colectiva. El valor del rompecabezas determina el de la pieza, que, de estar aislada, fuera del conjunto, nada valdría. Como la predicción de Anquises en el canto VI, el escudo que forja Vulcano, también una fracción de eternidad, cumple la función semántica de destacar el nombre que en la Eneida resume la saga que monta y la gloria que prevalece: Roma. Eneas, que contempla, sin entender, la imaginería esculpida por el dios en el escudo, que la mira, ajeno, maravillado, es el hombre ante un porvenir que rebasa su conocimiento y su vida, y es el héroe que se echa al hombro y carga, con su escudo, ese porvenir que no conocerá: la historia de una nación. En contraste, Aquiles carga su sola historia y su sola gloria. El heroísmo iliádico se concreta a la fuerza, la bravura y la habilidad asesinas de un guerrero; se trata de una cualidad que no depende de la índole de la empresa a que se supedita, o de sus efectos ulteriores en una comunidad humana. No así el heroísmo eneidiano, que existe en el tiempo colectivo de una nación, y vale por sus efectos ulteriores en ese tiempo colectivo. La gloria de Eneas no es, como la de Aquiles, absoluta y singular, sino correlativa y plural: le pertenece al pueblo con cuya historia guarda relación.
La noción virgiliana de la gloria, que distingue la Eneida de la Ilíada, no sólo se advierte en la exaltación de una historia nacional en el poema latino, sino también en la actitud de Eneas hacia la guerra y en ella. La gloria iliádica, que es exclusivamente personal, tiene por medida la cantidad de contendientes que aniquile el guerrero y la calidad de los aniquilados. A causa de la muerte de Patroclo, Aquiles resuelve que su inexorable duelo con Héctor, largamente diferido por ambos adalides, ya no puede aguardar más. A esa decisión lo impelen el dolor, la culpa, un vehemente deseo de venganza. Pero es indudable que el hijo de Peleo codicia la fama de matar al paladín troyano, que no quiere que nadie le vaya a arrebatar la gloria de esa inmolación, y que tampoco está dispuesto a compartirla; ambiciona esa gloria para sí solo. No menos fuerte, impetuoso, diestro y letal que Aquiles, Eneas, que habría querido evitar la guerra, no apetece la gloria homicida. Su duelo con Turno remeda, por la causa, el inconcluso combate entre Paris y Menelao; también aquí los rivales se enfrentan para dirimir por las armas cuál de los dos se quedará con la mujer en disputa. Pero todo indica que hacia el fin del decisivo lance y el poema, Virgilio no resistió la tentación de evocar el duelo de duelos de la Ilíada, ni la urgencia de imprimir en lo evocado su sello distintivo. Cuando Turno, vencido ya y derribado en el polvo, pide clemencia en nombre de su anciano padre, consigue conmover al vencedor. Eneas vacila, piensa, mira a un lado, a otro, y a punto de perdonarle la vida a su rival, le ve en el pecho el talabarte de Palante, el amigo inmolado por Turno. El recuerdo de la pérdida lo enardece, y en un cegador acceso de ira, hunde la espada en el pecho del rútulo. Como Aquiles a Héctor, Eneas finalmente mata a Turno para vengar a un amigo. Pero en el lugar de Eneas, Aquiles no habría vacilado antes de clavar la espada. Por su soberbia, por la calidad del contrincante, por su ambición de gloria, el aqueo habría inmolado a Turno sin pensarlo una vez. A Eneas no le atañe ganar gloria, matando enemigos en la guerra. Hace la guerra y mata enemigos, por la misión que le atañe. De Roma es la gloria.
Las pocas diferencias que hasta aquí he señalado entre la epopeya latina y las griegas, y las muchas diferencias que he callado suman una sola palabra, un nombre: Virgilio. Lo que esencialmente distingue la imitativa Eneida de sus modelos homéricos es un escritor que se hace perceptible en su texto, una personalidad autoral de un relieve tan conspicuo como la de Dante o la de Cervantes. Virgilio quedó esculpido en los versos que pulsó. En los poemas homéricos sucede exactamente lo opuesto: en balde se buscará un rastro del poeta en sus líneas. Si del autor de la Ilíada y la Odisea tuviéramos la misma información biográfica que tenemos de Virgilio, aún quedaría averiguar cómo era esa persona, cómo pensaba. ¿Qué creía el tal Homero de la guerra, el heroísmo, la gloria, la rapacidad aquea? Compuso sus obras en griego, pero si en realidad era griego, ¿se sentía orgulloso o avergonzado de su nación? Fuera mujer u hombre, ¿qué opinaba de la mitad femenina de la especie humana? ¿Consideraba que las mujeres podían tener voluntad, audacia, resolución, don de mando, que eran capaces de desempeñar un papel que no fuera el doméstico con que la asocia el siempre predominante masculinismo? No negaré que Penélope es, poéticamente, el gran personaje de la Odisea, todo un logro novelístico. No por eso, sin embargo, no por los matices de perversidad o insania que complican su psicología, deja Penélope de ser irresoluta, pasiva, doméstica, opaca, insignificante: una mujer, en fin, en espera del varón decidido y audaz que ha de venir a solucionarle los problemas que ella misma, con su titubeo, sus mentiras, sus torpes ardides, provocó y no es capaz de resolver. ¿Discurría Homero con su cabeza, o con la cabeza de los rapsodas que lo precedieron, el público, cualquiera, nadie en particular? Nada quita que se tratara de un gran caracterizador de personajes y situaciones. Su voz no era, sin embargo, la de un individuo en una época dada, sino la de todo el mundo o la de nadie en el impreciso tiempo del érase una vez, de los mitos, de la infancia.
Si de Virgilio no tuviéramos más noticia que la que tenemos de Homero, si su nombre también remitiese a un vacío histórico, aún cabría figurarle un alma a esa ausencia. De fijo sabríamos que se trata de un poeta que vivió en los tiempos de Augusto, y que ese poeta es uno y el mismo para toda la Eneida. En el caso de las epopeyas griegas, la duda respecto de la autoría unitaria dio lugar a lo que en literatura se conoce como la cuestión homérica; una cuestión virgiliana, sin embargo, no habría sido posible; aunque no supiéramos quien es el autor de la Eneida, la impecable unidad de intención de la obra impediría que se le atribuyese una autoría plural. No sería fácil inferir del mero texto de la epopeya latina el sexo del autor, pero, de no saberlo, de todas formas le adjudicaríamos el masculino. Lo supondríamos ciudadano romano, y no simplemente porque escribiera en latín, sino porque al aludir a Roma no finge orgullo, lo siente. Desde la perspectiva actual, las loas a Augusto pueden parecer adulación. Si no supiéramos que Virgilio conoció personalmente al implacable Octavio, y que gozaba de su favor y su respeto, la mayoría de los lectores probablemente aventuraría que intentaba congraciarse con el emperador, para obtener algún beneficio. Pero otros quizás conjeturarían, pues es posible hacerlo, que el autor reconoció y alabó en el heredero de Julio César al político hábil que, a más de pacificar el imperio, evitó su fragmentación, derrotando a Antonio y a Cleopatra en Accio.
En la Ilíada la guerra condena la guerra, si quien lee es un pacifista. Si se trata, sin embargo, de un lector que gusta de las hazañas bélicas, ¿qué, entonces?, ¿se condena o se encomia a sí misma la guerra en la Ilíada? ¿Le parecía heroico el saqueo al rapsoda iliádico? ¿Juzgaba vil u honroso asesinar a hombres dormidos, para robarles los corceles? La ausencia a que remite el nombre de Homero no se limita a la historia; también se advierte en los textos que le adjudicamos. Virgilio, en no pocas ocasiones, se autodefine moralmente, respondiendo los interrogantes que propone el vacío autoral en las epopeyas griegas. La guerra es, con las enfermedades, la pobreza, el hambre, el miedo, los vicios, una de las espantosas figuras a la entrada del averno eneidiano. Eneas, cuya sola ambición consiste en llevar a término su misión fundacional, entra en guerra porque se la declaran, y ataca la ciudad de Laurento, no con ánimo de saquear, sino para forzar a Turno a cumplir el pacto que pondrá fin al conflicto entre rútulos y teucros. Por su parte, el pasaje eneidiano de Niso y Euríalo en el canto IX constituye una respuesta autodefinitoria del poeta latino al más vil de los episodios homéricos: la inmolación del rey tracio Reso y sus doce hombres en el canto X de la Ilíada. Odiseo y Diomedes se adentran en territorio enemigo con el fin de espiar; pero luego de enterarse, por Dolón, de la existencia de los níveos y valiosos corceles tracios, ya no piensan más que en el modo de hacerse de un precioso botín. Asesinan a Reso y a sus hombres, para robarles las bestias. Una vez perpetrados la matanza y el hurto, regresan, ilesos y campantes, a los reales aqueos. En el canto IX de la Eneida, Virgilio reelabora la hazaña de Odiseo y Diomedes con un criterio moral. A Niso y Euríalo se les encomienda llevarle un mensaje a Eneas, que en ese momento está ausente del campamento troyano en el Lacio. Para cumplir su misión, estos dos personajes tienen que atravesar el territorio ocupado por el enemigo. Es de noche, y a fin de abrirse paso por el campo en que yacen dormidos los guerreros rútulos, Niso y Euríalo asesinan a trece de ellos y a un décimo cuarto, Reto, que en realidad velaba e intenta escapar a la matanza. Si se lee este episodio, teniendo en cuenta el hurto de Odiseo y Diomedes en el canto X de la Ilíada, no parecerá gratuita la observación del narrador eneidiano a propósito de la multitud de objetos de plata maciza, de armas, copas y tapices que Niso y Euríalo hubieran podido apropiar y que, no obstante, dejan abandonados en el campo junto a los cadáveres. Pero aun cuando el objetivo no sea robar, sino cumplir una misión de guerra, matar a hombres dormidos resulta deshonroso. Sin consumar su tarea, los dos troyanos de este pasaje son descubiertos por los rútulos y mueren heroicamente. Conjeturo que con esa inmolación el poeta se proponía redimir la deshonra de sus personajes. Y conjeturo más: que Niso y Euríalo hayan muerto sin cumplir su misión prueba que la trama de la Eneida podía prescindir de esa misión y del episodio. Virgilio eligió reelaborar la hazaña de Odiseo y Diomedes, para hacer sentir su presencia moral allí donde en la Ilíada se percibe una ausencia.
Desde el punto de vista genérico, la Ilíada y la Odisea no son obras universales, sino representativas del más ortodoxo masculinismo: mientras que los hombres tienen diversos destinos, las mujeres no tienen ninguno; su existencia se limita a servir, obedecer, reproducir y ser fiel al varón, de quien dependen como el animal doméstico del amo. En contraste, de la Eneida sorprende la dinámica visión de la otra mitad de la especie humana. Dotadas de voluntad, sabiduría, iniciativa, audacia, don de mando, sentido de misión, las mujeres eneidianas se rebelan, se defienden, se imponen: no dependen, como bestias o niñas, del varón adulto. A veces actúan en grupo, como las matronas troyanas, que, cansadas del peregrinaje a que las ha sometido Eneas, incendian las naves en Sicilia; o como las mujeres laurentinas, que, exhortadas por la reina Amata, se sublevan y abandonan sus casas, con el fin de hacer valer sus derechos de madres. En otras ocasiones, los personajes femeninos se destacan singularmente. Así la sabia sacerdotisa que conduce a Eneas por el reino de Plutón. Así también la bizarra Camila, comandante de uno de los ejércitos aliados contra Eneas. Acaso como yo misma, otras lectoras pacifistas desaprueben la participación femenina en la guerra; pero nadie podría negar el esmero que pone Virgilio en describir a la capitana volsca y en narrar sus hazañas. Camila es la indiscutida estrella del desfile militar del canto VII, la heroína que admiran la juventud y las madres de los caseríos y los campos, la que todos quieren ver pasar. Su denuedo y su esforzada muerte en combate incitan a las mujeres de Laurento a contender por la defensa de su ciudad, con tanto o más brío que los hombres. Y si no bastare lo que he remembrado respecto del género femenino en la epopeya virgiliana, olvídeselo todo, y dígase simplemente Dido; no menos que el del héroe, ese nombre, Dido, también es la Eneida. Al hijo de Anquises le corresponde el papel protagónico, pero la fundadora de Cartago es el personaje más intenso de la obra, el más memorable, un supremo logro de caracterización. Nombrar la Eneida es, ante todo, evocar a Dido, después, lo demás.
Mucho se ha hablado de la ingratitud de Eneas hacia la reina tiria, y aunque el héroe, de primera intención, parece insensible con su benefactora, admitamos que lo que parece no siempre es, o siquiera reconozcamos que los puntos de vista alteran las percepciones. Si se acepta que hay ingratitud, el caso no tarda en adoptar un cariz genérico. Como quien gana es el varón, y quien pierde, la mujer, un masculinista bien puede advertir en el supuestamente astuto, utilitario e ingrato comportamiento de Eneas un signo de la superioridad del sexo masculino. El héroe, desde tal perspectiva, encarnaría al varón eminente que, anteponiendo su misión a todo, no repara en aprovecharse de la debilidad y la sensiblería de una mujer enamorada, a quien luego abandona en pos de un ideal egregio. Un feminista, por su parte, alegaría que, así pierda, Dido resulta, por sensible y por magnánima, superior a Eneas. Lo cierto, lo constatable, es que el autor de esta historia no era ni masculinista ni feminista, sino universal: distinguía entre caracteres, no entre sexos o géneros. Sabría, pues es obvio, que el hombre es físicamente más fuerte que la mujer. Pero la Eneida no es la guerra, ni es un poema de fuerza; en eso también difiere de la Ilíada. Aunque contiene guerra y fuerza, la Eneida es un poema de misión. Si se entiende esto último, asimismo se entenderá que Eneas encuentra su doble, su justo par, no en Aquiles, no en Paris, no en su antagonista Turno, sino en Dido: un personaje destinado a una misión fundacional, a una obra. Irónicamente, la reina fenicia, un acabado ejemplo de lo que Eneas aspira a ser, no comprendió al troyano. Quería que éste la complaciera en la cama, le sirviera de obrero en la construcción de Cartago y le garantizara la defensa militar de la ciudad. El héroe la complace y la sirve, pero después de algún tiempo siente el llamado de su misión, simbolizado por Mercurio, y decide partir a Italia. Dido lo increpa, lo maldice, le echa en cara su ingratitud, le ruega, por último, que permanezca un tiempo más junto a ella. Ni reproches ni súplicas surten efecto, nada detiene a su amante. La frustración y el dolor la inducen al suicidio. Queda, no obstante, claro que cuando se arroja a la pira con la espada hundida en el pecho, la reina fenicia ya puede morir: le ha dado a su ciudad leyes y murallas, su misión está cumplida. Al troyano aún le aguarda la suya. Si Eneas fue desagradecido, a Dido cabe imputarle su incomprensión. No creo, sin embargo, que lo uno o lo otro resulten relevantes. Importan, sobre todo, la misión a cumplir, la obra a realizar. Importa que esa misión y esa obra, que separan a Dido y a Eneas en el plano superficial del argumento, los aúnen e igualen en un nivel más profundo. Dos son los sexos, una, la humanidad.
Íntimamente ligado a la noción virgiliana del heroísmo, el tema de la misión se relaciona también con el modo en que el autor trató el tiempo en la Eneida. No menos que Aquiles u Odiseo, Eneas procede de la mitología; pero a diferencia de los protagonistas homéricos, el Eneas virgiliano no es un héroe por el coraje o la fuerza que exhiba en combate, o por la astucia y la perseverancia con que enfrente la adversidad. En el contexto eneidiano, el heroísmo consiste en subordinar el coraje, la fuerza, la astucia y la perseverancia a una misión histórica, esto es, un proyecto que alcance a las futuras generaciones de una colectividad humana. El mítico Eneas, en virtud de su misión, es incorporado por Virgilio en el mismo tiempo histórico en que figura Augusto César.
Como cabe suponer, yo no ignoro que los historiadores prefieren prescindir de la intervención inmediata de lo sobrenatural en los asuntos de que tratan sus obras. En la Eneida, muy al contrario, el misterio que nos rodea es representado a la manera del milagro. Virgilio, a imitación de Homero, se vale de la máquina mitológica, para expresar una cosmovisión en la cual las fuerzas divinas operan directamente sobre la naturaleza y las acciones humanas. Pero la presencia o la ausencia de lo sobrenatural no tienen que ver con los modos de concebir el tiempo y de tratarlo en una obra. Si se acepta que el único tiempo real es el psíquico (la sucesión mental de cada individuo de la especie humana), igualmente se aceptará que el discurso lírico y el especulativo o ensayístico constituyen las únicas representaciones del tiempo real que ofrece la literatura. El poeta lírico y el ensayista pueden asentar en la página lo que ocurre en su mente, sin necesidad de fingir un tiempo ajeno al proceder sucesivo del yo. La narrativa plantea otras demandas. Por cuestión de género, el narrador está obligado a simular que el tiempo es independiente de su psique, o que existe más allá de donde realmente acontece la sucesión que llamamos tiempo. El discurso narrativo no representa el tiempo real; antes bien supone una versión del tiempo, que surge de abstraer la sucesión consubstancial al yo, y de proyectarla, una vez extrañada o abstraída, sobre el espacio de los objetos físicos o sobre la representación verbal de ese espacio. Porque nuestra psique asimila el mundo exterior sucesivamente, damos en atribuirle al mundo exterior la sucesión psíquica y el consecuente orden cronológico. El género narrativo parte de esa atribución y se apoya en ella.
La versión narrativa del tiempo o, simplemente, si se quiere, el tiempo narrativo se manifiesta en dos modos: el mítico (personal o biográfico) y el histórico (colectivo o público, y generacional). En el modo mítico, el tiempo narrativo comprende la vida o parte de la vida de un héroe o protagonista; en el más abstracto modo histórico, se relaciona con una colectividad humana y puede extenderse a lo largo de un número indefinido de generaciones. En la Eneida, el tiempo narrativo se da en ambos modos, el mítico y el histórico. Como Aquiles y Odiseo, Eneas existe y se desenvuelve en su tiempo personal. Pero ni Aquiles ni Odiseo existen en el tiempo histórico, al que, en cambio pertenece en la Eneida su protagonista. En la Ilíada y la Odisea se exalta el linaje, que si bien constituye un tiempo generacional, no supone aún el más abstracto de la historia. En el linaje, cada miembro de una generación existe en su tiempo personal o biográfico. En la historia, cada miembro de una comunidad existe en un tiempo que abarca a todos los individuos de las diversas generaciones de esa comunidad, bajo un nombre (Roma, Cuba, Occidente, etc.) que los designa a todos y a cada uno de ellos, y con el que todos se sienten relacionados. Los héroes homéricos carecen de ideales que los vinculen a una colectividad que exceda la consanguínea. Los aqueos y los troyanos, así usen gentilicios, no se sienten parte de una nación, no conciben que se pelee por semejante concepto, ni tienen la menor idea de una narrativa en la que pueda integrárselos como representantes de ese concepto. En su opinión, se lucha sólo por la defensa, la grandeza o la riqueza propias y de la familia. Cuando Aquiles pretende exaltar su bravura y su esfuerzo en la lid, no dice haber contendido con guerreros que peleaban por su nación o su patria, sino con guerreros que defendían a sus mujeres: “pasé”, explica, “noches sin dormir y días enteros entregado a la cruenta lucha con hombres que combatían por sus esposas” (Il., IX, 325-327). En Héctor suele identificarse al héroe patriótico, pero de ser posible adjudicarle a este personaje una noción de patriotismo siquiera vaga (y no lo descarto), su caso sería excepcional. Tanto en la Ilíada como en la Odisea, el tiempo narrativo se manifiesta al modo mítico, y desde luego que ese modo no cambiaría, aunque se llegare a probar que hubo realmente un conflicto bélico en el siglo XII a. C., asociable con la guerra de Troya.
Que Virgilio insertase a su protagonista en la historia de la nación latina no significa que creyese que Eneas y su misión eran tan históricos como Octavio, Agripa y la batalla de Accio. Tampoco significa que creyese que su héroe sólo era un personaje mitológico. De la Eneida no cabe inferir ni una cosa ni otra. Podemos, sin embargo, asegurar que, como nosotros, el poeta se sentía parte de una nación, y tenía, también como nosotros, una clara noción de la modalidad colectiva o pública del tiempo narrativo. ¿Qué noción tenía Homero del tiempo?, ¿lo concebía al más abstracto modo histórico, o exclusivamente al modo mítico? De las epopeyas que llamamos homéricas no cabe inferir qué creía o dejaba de creer su autor. La Ilíada y la Odisea fraguan una superficie reflectante, un liso cristal azogado. En contraste, la Eneida traza definida, pronunciadamente un rostro: Virgilio, un Virgilio capaz de reflejar a su lector, sin dejar de ser él mismo. Un Virgilio de cristal y azogue.
Lourdes Tomás Fernández de Castro (La Habana, Cuba). Ensayista y narradora. Reside entre Miami y Buenos Aires. Ha publicado el libro de cuentos Las dos caras de D (Sibil, 1985); Fray Servando Alucinado (University of Miami, 1994), Premio Letras de Oro (ensayo); Espacio sin fronteras (Premio Casa de las Américas, 1998 (ensayo) y la novela El domador (Vinciguerra, 2007)