Razón de Bárbara

EUGENIO A. ANGULO

“Una razón machacada hasta el infinito se convierte en una sinrazón.”

José Triana

“Una sinrazón machacada hasta el infinito se convierte en una razón.” E. Angulo

Parte I

Yace aquí una mujer, yo, que, según dijeron, perdí la razón en vida. Como la vida es y no es sueño; y como la muerte es y no es muerte, he estado aquí como dormida.

Si perder la razón es como estar ya muerta, o muerto, yo estaba viva. ¿Había perdido la razón, o creyeron sin razón que la tenía perdida? ¿Era la razón de los hombres una sinrazón que me perseguía? ¿Demente, obsesivo-compulsiva? Si de verdad perdí la razón, creo que contigo la recupero ahora que me despiertas.

Aquí estoy, me levanto, ando y... entro en razón contigo, lectora o lector.

¿Qué es la demencia? Enfermedad terrenal y celestial al mismo tiempo. ¿Acaso no es demencial adorar compulsivamente a Dios −si es que no murió, según Friedrich Nietzsche, si no lo mataron los hombres−? ¿No son actos compulsivos los rezos, las letanías de los rezos, los mantras, el rosario, el ritual del agua sobre el cuerpo o el sumergirse en ella para comunicarse con Dios? Si existe Dios, ¿es hombre? Y, “si no existiera”, escribió Voltaire, “habría que inventarlo”. A mí me inquietaba siempre una duda, ¿obsesivo-compulsiva?, una pregunta que ya otros se habían planteado: ¿nos creó Dios, o lo crearon los hombres a su imagen y semejanza?

Fui arquitecta de profesión, y demente −las palabras que encasillan−, según los hombres. Si valía algo como mujer, no era por mis proyectos sino por las ganancias que éstos producían en un mundo machista, “el mejor de los mundos posibles”, como en Voltaire. Por eso quise desafiar la razón masculina. La obsesión por ser yo misma alteraba la razón del desafío. ¿Demente? No: de mente −dos palabras− insumisa; según ellos, “obsesivo-compulsiva” −las palabras que condenan o redimen, que aumentan o disminuyen−, su diagnóstico para reducirme.

Si en realidad los humanos son lo que ellos hacen con lo que han hecho de ellos, como escribió Jean-Paul Sartre, esa hechura se agravaba al referirse a las mujeres. La señora Simone de Beauvoir, amante de Sartre, lo había secundado diciendo: “No se nace mujer: se llega a serlo”; es decir, la sociedad machista la va haciendo desde su nacimiento; sólo puede ser lo que han hecho de ella los hombres. A mí, desde niña, me había inquietado un refrán referido a una realidad que parecía natural e inevitable:

“Árbol que crece torcido, jamás su tronco endereza”; y, al recordarlo de adulta, me parecía reflejar la imagen exacta de lo que se hacía, fatalmente, de la mujer: un ser humano “torcido” por la manipulación retorcida, de los hombres, con pocas opciones para enderezar su árbol sobre la tierra.

Desde los tiempos de mi vida escolar, pensaba y repensaba cómo el sexo biológico −hembra, varón− no era lo mismo que los géneros masculino y femenino, donde las diferencias no son naturales sino sociales y se convierten en desigualdades. Me daba cuenta de que así se programaba lo que mujeres y hombres debían ser y hacer mediante estereotipos impuestos. Esas imposiciones me sacaron de quicio desde que tuve uso de razón −de la que carecía, según ellos– y concitaron mi odio hacia nuestros programadores, machos machistas.

Consciente de que los llamados géneros masculino y femenino eran conceptos construidos socialmente, y convencida de que la mujer era objeto de manipulación de los hombres, yo quería deshacerme para reconstruirme. Si de verdad latía en mi ADN el gen de la “obsesividad”, su efecto era como el de un martillo taladrando mi cerebro. Quería deshacer de raíz aquel nudo gordiano de mi pensamiento...

Venía a ese pensamiento “demente”, obsesivamente, una fantasía, imaginándome que las mujeres nos convirtiéramos en amazonas modernas, irreverentes, rebeldes, dominadoras; que creáramos un matriarcado que nos reivindicara en igualdad de géneros y suprimiera para siempre la etiqueta de sexo débil. Al volver a mi realidad, buscaba respuestas en las variadas teorías del pensamiento feminista y en mujeres inconformes, incómodas, insurrectas como yo. Encontré criterios, reclamos y reflexiones como ésta: “Feminismo no es repartirse ‘el pastel’ entre ambos sexos; es hacer uno nuevo”, de Gloria Steinem.

En la vida real, los hombres continuaban sirviéndose la mejor parte de un pastel que, en los nuevos tiempos, resultaba ya agridulce. Si realmente había en mí −no quise recibir un diagnóstico de la ciencia psicológica liderada por los hombres− un trastorno obsesivo-compulsivo originado en mis genes, entonces se puede decir que la genealogía de mi tormento fue la causa que desató una última tormenta.

Cuando empecé a desempeñarme como arquitecta, ya había notado que la arquitectura era profesión en la que predominaban los hombres; pero no había sentido en carne propia la distancia que ellos interponían. La convivencia en la oficina se me hizo intolerable. Había que aceptar la autoridad y la supervisión masculinas. En el trato, yo era como una extensión de la mujer domesticada por ellos −novia, esposa, madre, hermana−; la inferioridad parecía un hecho probado.

No pude evitar, un día, en una discusión sobre sueldos y especificaciones laborales, reaccionar como Medusa moderna, cargada de rabia contra los Poseidones arquitectos que me rodeaban, como en el mito −otro cuento− en que, a ella, mortal como yo, la convierten en peligroso monstruo dotado de la facultad de petrificar con su mirada. En mi obsesión, aquel día, arquitecta al fin, sentí el deseo de convertir en piedra a aquellos compañeros de oficina, de incrustarlos en un muro como castigo. En aquella reunión, tras aquel trance de rabia contenida, sufrí un infarto que me provocó la muerte.

¿Ha cambiado el contenido humano de la arquitectura? ¿Hay otra visión del cuerpo y la mente de la mujer como “diseño-otro” de “arquitectura-otra” en toda su magnitud? ¿Se ha reconstruido su edificio vital? ¿Ha variado la mente demente de los hombres?

Te pido, entonces, si eres lector, que seas de mente −dos palabras− “razonable” al leer, asumiendo yin y yang, yang y yin, como fuerzas iguales, mancomunadas, del universo. Si eres lectora, te sugiero que refuerces tu yang, y tu jean −si no llevas la falda que nos “feminiza”−, repensando nuestra vida.

Entonces, lectora −las damas primero− o lector de mente sana, interactuemos: yo con mi sueño despierto, y tú para que yo sobreviva.

Parte II

[Bárbara, en la oficina de una empresa de diseño arquitectónico:]

−¡Un momento! ¿Por qué antepone usted la palabra “arquitecto” cuando me llama por mi nombre? Estoy harta de que se refieran a mí recurriendo a un título profesional masculino. Si se usa el adjetivo “perfectos” para referirse a los hombres, creyendo que lo son, en género masculino −escatimando el mérito a muchas mujeres “perfectas” posibles−, aun sabiendo cuál es el género femenino del idioma, por lo menos razone usted −si es que quiere razonar− lo siguiente: a las mujeres como yo, aunque no sean “perfectas”, se les debe llamar, con la corrección debida, “arquitectas”. Así que, por favor, aplique la regla: no me llame “arquitecto”.

Y, fíjese, curiosamente, qué feminismo esencial hay resumido en una palabra de nuestra profesión: el arte al que nos dedicamos, tanto arquitectos como arquitectas, es la arquitectura, de género femenino en el idioma español.

Le cuento lo que un día me explicó un profesor de gramática:

“El género de los nombres de las cosas fue convencional en el nacimiento de la lengua: al sonido ‘o’ del final de una palabra se le tuvo como masculino; y al sonido final ‘a’ como femenino”. Y sepa usted que, aunque no soy ni profesora ni miembro −o miembra, como debería decirse− de la Real Academia de la Lengua, rechazo las arbitrariedades tóxicas en el uso de un idioma programado por los hombres desde los primeros tiempos. ¿A una mujer del ejército se le llama generala, o comandanta, y a una de menor grado, caba? La que maneja un avión, ¿es pilota? Pues yo soy arquitecta, con la vocal “a” al final de la palabra.

Si usted persiste en lo de “arquitecto”, me quejaré formalmente a la administración de la empresa. No tolero que los hombres dirijan hasta mi modo de utilizar mi lengua.

Y aún más. Ese trabajo que me han asignado, el diseño de la torre de ese edificio, es un proyecto machista, y no lo acepto. ¿No se dan cuenta? La forma de la torre es un símbolo fálico. ¿No pueden construirse torres diferentes, o edificios sin torres puntiagudas? ¿No pueden diseñarse a dos aguas, a dos vertientes, todos los techos? Diséñenlos que evoquen a la mujer, a los genitales femeninos, como el abrir de piernas en la maternidad.

Y si las torres son inevitables, ¿por qué no diseñar más a menudo dos torres iguales, bajas, simétricas, moderadas, con casquetes redondeados como pechos femeninos?

Sé que la humanidad ha cargado hasta ahora con el machismo, como en los cuentos −siempre los cuentos− machistas de la Biblia. La mujer se estrenó mal en la noche de los tiempos. Dios −por supuesto, dios hombre, creado a imagen de los hombres− le impuso el acto del paritorio y los consiguientes dolores como castigo a un presunto pecado original. El caso es que, ya fuera por idea “divina” o por diseño original de la propia naturaleza −¿naturaleza machista?−, al hombre se le negó la capacidad anatómica del embarazo en la reproducción de la especie.

Mi propuesta es que se debata el hecho, supuestamente natural o divino, de existir dos sexos con ventajas de uno sobre el otro; que se considere la posibilidad, aunque sea utópica, de modificar o variar las funciones biológicas aplicando la ciencia y nuevas tecnologías no regidas por el criterio de los hombres; que las decisiones sean tomadas, por igual y en mutuo acuerdo, por hombres y mujeres.

El machismo, tan antiguo como el dios que crearon los hombres, ha sido una enfermedad histórica y endémica. Sin embargo, ha habido, y hay −como en mi caso−, mujeres que se han rebelado obsesivamente contra la autoridad impuesta. A mí desde niña me sedujo el cuento −los cuentos memorables− de una reina insumisa y temeraria, Urraca de León, que desafió las convenciones reales −de la realeza− enfrentando intrigas, escarnios, abusos físicos y psicológicos aberrantes, y hasta un encarcelamiento ordenado por su esposo, prefigurando, inspirando, la rebeldía de muchas mujeres de tiempos posteriores. Lo que me seducía de esa historia de Urraca I, la primera mujer europea en ejercer un reinando en pleno derecho, era su frase-lema: “Soy mujer y soy el rey.”

De vivir hoy, reina extemporánea de la realeza, obsesiva y desafiante, muy probablemente usaría las palabras de una bien conocida −y trasnochada− canción machista: “Pero sigo siendo el rey...”

Y ahora, colegas, por favor: a un asunto de higiene laboral. Que los hombres de esta oficina no toquen más los papeles de mi escritorio. Si quieren ver mis diseños, pídanlos cortésmente, escuchando bien mis razones. Cuando el jefe-hombre quiera revisarlos, me levantaré, se los llevaré y se los explicaré razonablemente, razonadamente, en su despacho.

Y no, no acepto la diferencia de sueldo, ni las prioridades y prerrogativas que “los arquitectos” se arrogan; ni las concesiones, ni la representación de la imagen de esta empresa en la figura masculina, ni la toma de decisiones, ni las ganancias acaparadas, ni el trato falsamente cortés o “condescendiente” que dan a las mujeres de la empresa...

No me someto a que los hombres me den palmaditas en el hombro para felicitarme o para compadecerme, ni que me rocen el brazo cuando me hablan, ni que intenten agarrarme una mano para congraciarse. Ya habrán notado, muchas veces, que me lavo las manos después que alguno de ustedes me ha tocado.

¿Obsesivo-compulsiva? Si uno cree que es así, pues así es, según Luigi Pirandello. Padezco, sí, de una enfermedad causada por el machismo: soy obsesivo-compulsiva frente a los hombres. A fin de cuentas, tal parece que el agua que utilizo para limpiar físicamente impurezas, también puede limpiar bien y, además, purificar espiritualmente, o al menos psicológicamente, a quien entra en contacto material con ella, en los ritos de las religiones creadas por los hombres, o por los dioses-hombres. ¿Qué es el bautismo? ¿Qué es el agua bendita de la Iglesia? ¿No provoca una práctica material “bendecida” y, sin embargo, obsesivo-compulsiva?

Quiero mantener la verdadera pureza que hay en mí, biológica y espiritual. No me refiero a la exigida, por mucho tiempo, en torno al sexo y la virginidad, verdadero dilema en la mujer moderna. Hablo de la pureza de pensar, de utilizar nuestro natural raciocinio con libertad, descontaminada del veneno milenario que es el machismo; liberada de prejuicios, estereotipos y estigmas creados en nosotras y sobre nosotras, limpias y sanas, independientes, razonables, razonantes, racionalmente purificadas.

Obsesiones, compulsiones mías...

(Bárbara ha terminado de hablar, exhausta, pero satisfecha de haber alzado la voz para decir lo que piensa.)

Parte III

Di tú, razonable lectora o lector, considerando mi razón: ¿crees que Francisco de Goya tenía razón −permíteme esta redundancia razonada− al referirse a la razón humana, cuando, muy racionalmente, dio a uno de sus cuadros más famosos este título: El sueño de la razón produce monstruos?:

[ _____________________________________________...]

Una mujer influyente, Cocó Chanel, opinaba: “El acto más valiente es pensar por una misma en voz alta”. Ella contribuyó a liberar a la mujer de trapos púdicos a principios del siglo XX.

Te contaré más la próxima vez que me visites.


Eugenio A. Angulo. Poeta y escritor cubanoamericano. Doctor en Filosofía y Letras Hispánicas, ejerce como profesor de Español en la Universidad de Miami. Ha incursionado en el periodismo y la dirección teatral. Es autor de varios libros, entre ellos: Dudas del idioma español (Editorial América, 1987) y de los poemarios:  Voces que dictan ( 2003 ) y Reinvenciones. Poesía desde el pensamiento, pensamiento desde la poesía ( 2014 ). Algunos de sus poemas y reseñas literarias han aparecido en revistas de los Estados Unidos de América y Europa.

 

Previous
Previous

La tumbadora

Next
Next

Año 1959: inicio de la pústula lancinante