MARÍA EUGENIA CASEIRO

A Zenaida, a la Peña de Sirique

“...por cierto que era día de San Bartolomé (...),

se suelta el diablo desde las tres de la tarde.”

Cirilo Villaverde (Cecilia Valdés)

En el muelle el sol calienta las espaldas de los estibadores, las gaviotas vuelan despreocupadas y voraces sobre la bahía en calma, pero Demetrio, el viejo que tira la cachucha con los avisos de la luna para capturar pequeños monstruos de sueños milenarios replegados en la confluencia de las aguas, pospone la redada y se encierra en su fortaleza de tablas con techo de zinc. Esta vez el fogonazo de luz de su farol dejará en paz a los camarones. Contrario a toda apariencia, el mal tiempo se aproxima emboscado en el enigma de un plazo.

En el solar Tirso acaricia el cuero al instrumento arrancándole los primeros repiques:

Pata-púm

pa tá, patapúm pa tá.

La melodía brota como un recién nacido a la luz. Las paredes del cuarto trepidaban mientras el olor agrio del sudor, la ardentía de los ojos irritados por el polvo de Los Muelles, le hicieron desconfiar de sus reservas de energía. Se recostó en el camastro para admirar la tumbadora cuyo cuero protegía con aceite de linaza. La fabricó con sus propias manos cuando cansado de estibar y apestando a bestia, regresaba en las tardes al solar.

¡El solar! Los cuartuchos miserables compartían las paredes y el techo, sin otras puertas o ventanas que no fueran las que comunican a cada cuarto con el patio interior, deslucido y pintoresco como una vieja litografía. Allí se agolpan elementos que nutren de vida la pobreza de sus moradores; vasijas con plantas medicinales y aromáticas, jaulitas con tomeguines, la palangana de Etelmira, el anafe de Eduviges, la jicotea de Laudelina, los contadores de la electricidad, los escusados, los lavaderos y los tendederos sostenidos por horquetas de palo, con hileras de ropa; alegres ahorcados danzantes expuestos al espléndido sol de aquel retazo de trópico de nombre Habana, en que confluye la opulencia con estampas desvencijadas como la del solar, por cuya techumbre el ñacurutú había volado despavorido la madrugada anterior emitiendo un terrible alarido. La sierpe de un escalofrío recorre a Tirso, pero él no es supersticioso como su abuelo; esboza una sonrisa que se abre hasta confundirse con el melodioso pregón, y ya parece que brota de su bemba, pulposa como zapote maduro:

−¡Casera, oooye!, ya llegó el fruteeero...

Tirso se incorpora, reanuda el retumbo que acalla definitivamente el pregón callejero:

Pata-púm pa tá

A través de la ventana, contempla la silueta turgente de la mulata que centellea en la espuma de los lavaderos. Allá en la cima de los sueños de Tirso, Clara columpia su alma traslúcida de hembra hacendosa. Pata-púm pa tá. Clara en apogeo de burbujas… Pata-púm pa tá… Tirso de ébano sudoroso, sumergido en el sopor del cuarto.

El perfil arqueado del abuelo emerge detrás del fogón. Chilla el viejo: −¡Juyiz!, ¡fantasma’e’ negro! − Con las pasas blancas como cascarón de huevo de avestruz volteado en la cabeza, cruza el cuarto como un aparecido. Bebe con fruición el sorbo de café directamente del jarro bajo la tetera rondada por las guasazas, enciende el mocho de tabaco, absorbe el humo, lo exhala por los boquetes de la raíz de ceiba fósil que tiene por nariz. Alcanza el taburete colocándolo de manera que al sentarse, queda entre sus piernas el respaldo en cuyo alto borde descansa la barbilla sobre el dorso de las manos cruzadas. Contempla al nieto desde la postura heredada de los ídolos africanos, con aquella singular expresión que anidó en su rostro desde que fue perdiendo los dientes y los párpados le cayeron sobre los ojos como un par de sábanas. Con las primeras volutas de humo cree ver, allá en la lejanía, el espejismo que augura el cumplimiento de un plazo.

Pata-púm pa tá, pata-púm pa tá

El vapor como un duende legendario, invade la estampa habanera que parece pedir a gritos una brisa fresca para destronar al resol. El humo del tabaco y el polvo del atracadero alcanzan la niebla amalgamados en la visión. Enfundada como momia en un luto ancestral, Eduviges cruza el portón. Sus manos y su rostro embozados bajo el almidón de los encajes, yacen marcados para siempre por la lengua del fuego. El sonido inclemente de los pasos se filtra a través de las paredes del cuarto. Tirso se estremece: el espectro de su madre surge como una emanación. Más allá, el recodo en que el miedo paraliza y sopla el viento de las frustraciones. Quiere abandonarse en el peldaño que determinó al abuelo en el dogma del fatalismo, cerrar los ojos, aherrojarse para siempre a la visión clavándola al envés de sus párpados, pero la tumbadora viene a rescatarlo del vértigo y es como si aquel sopor desapareciera de repente y la tan ansiada brisa se colase de manera fortuita por la ventana del cuarto oreándole el cuerpo y llevándose el sudor. Evoca el debut. Los vecinos lo habían acompañado con latas vacías, cajones de bacalao, sartenes, y toda suerte de cacharros. Pata-púm pa tá, pata-púm pa tá… retumbó una y otra vez la tumbadora. Se abrieron las compuertas del ritmo desatando las cuerdas del lenguaje universal, transgrediendo los límites del cuarto.

¡Jay!, ese’epíritu gira.

¡Jay!, ese’epíritu danza,

poc’que así como a la güira

jay que sacudí la panza.

¡Jay!, ese neg’gro!,

¡juh!, ¡cómo baila!

Noche en la piel y carnaval en la sonrisa desdentada del abuelo. Ánima errante con ojos de lechuza, quimera de pretéritos revueltos que alborota las sábanas de los párpados, revitaliza el tronco de los años y despierta de la fosilización a la ceiba enraizada en su nariz. Se incorpora sin sentir el peso de las piernas. Abandona el taburete en un viraje que lo devuelve a otro tiempo. La caricia de un fantasma benévolo le aligera el esqueleto. Reaparece Mandinga en cada una de sus progresiones, pezuña de fiera que se agita ante el risueño monarca de la juerga.

Pata-púm pa tá, pata-púm pa tá

Canta el negro: “Eta’e la última rumba... El rayo de la tumbadora se le metió en el cuerpo −

Pata-púm pa tá, pata-púm pa tá− aseverando los tendones de su estirpe selvática − Pata pá,

pata pá− “que yo bailo en tu morá.”

Improvisa, se desdobla en una danza frenética al compás de los repiques que brotan cada vez con mayor intensidad de la tumbadora. Azufre, alcanfor, luciferino trueque de naipes que destapa la fidelidad de las raíces del almácigo en la tierra del fuego.

Pata pá, pata pá, pata pá, pata pá pá pá

¡Jay!, ese’píritu jabla,

ese’píritu é’baturro.

¡Jay!, !qué resuene la tabla

‘e la chancleta del curro

y ‘e su neg’gra la diabla!

Ňacurutú que’é tan neg’gro

como’ánima e’zarabanda

¡Ese neg’gro!, ¡juh!, ¡cómo baila!

El solar rompe con su apatía, los vecinos se arrojan al patio como lava vomitada del cráter de un volcán, cumplimiento del oráculo, estratega redomado que celoso, espía cabalmente el instante en que debe voltear la clepsidra. El espectro del Rumbero Mayor, el propio Changó de las legiones, sale del arcano con sus siete rayos, envuelto en un palio escarlata. Protegido por un séquito de hacheros, derrama el fuego de su rayo vindicativo en aluvión alucinante.

Pata-púm pa tá, pata-púm pa tá

El ritmo ardiente en las manos del negro, marcó el tableteo de las chancletas de palo, los ladrillos del muro carcomido tronaron de júbilo. Las mulatas cautivaban con ondulación de caderas a los machos presumidos que como el camaleón ondeaban al aire los pañuelos en una señal que pretendía ignorar, en malogrado intento, el ímpetu de la hembra y mostrar así que es el macho quien da inicio a la conquista. Pero es la seducción como un ritual que rinde a sus orígenes un culto. Y así brama el guaguancó :

¡Pa pa pá, pa pá! ¡Pa pa pá, pa pá!

Ritmo vehemente, fervor mestizo, esencia de canela, efluvio de aguardiente y clavos de olor taumaturgia que subyuga:

Pa pa pá, pa pá. Pa pa pá, pa pá

¡Jay! a ese’epíritu loco

con la’pasas jerizá

báj’ñenlo con agua’e’coco

¡Jay! a ese’epíritu congo

con la cabeza rapá

sec’le tuercen lo’mondongo

al bailá

al bailá.

Clara se agita en el vértice del universo de burbujas que refractan los colores de la ropa. Un efluvio inconfundible de potasa invade el patio pregonando a los cuatro vientos que la pobreza no está reñida con la limpieza y que el jabón más barato, aplicado con habilidad, arranca de cuajo la mugre y el mal olor.

Pata-púm pa ta pá

¡Cómo le gusta al negro Tirso el olor a limpio de la pobreza, las piernas, las caderas, los pechos de Clara!

Los negritos de Esperanza bailaron en cueros con los mocos aflorándoles en las narices y las barrigas hinchadas por los parásitos. Su madre los miró con asombro salir de la inocencia para identificarse con la pureza de la tierra que emanaba del sonido. Pigmeos de chocolate, ángeles de chapapote salidos de un calabazar.

Pata-púm pa tá

“La comparsa e la’nueve

con su rimo epirituá”...

Pata- pá, pata- pá

¡Jay!, dale duro en ec’ cuero

ac’ viejo Matusalén,

saca e’car’bón ded’ bracero

ji métanlo en la sac’tén,

que preparen ec’ cacdero

que lo’ vamo’a comén.

¡A bailá!, ¡a comén!

Con la apariencia de un fantasma arrullado por el sempiterno vaivén del sillón, Etelmira sacude mecánicamente la penca de yarey como si tratara de espantar a los espíritus que vienen con la canícula. Súbitamente alcanzada por el fragor de la tumbadora, se sacude el letargo, lanza las chancletas, destapa el ánfora del cuerpo, se libera. Arde en la fragua de la danza, descalza como una Terpsícore africana escapada de la ciénaga, sangre de esclava, bronce bruñido al sol del trópico, café y melao de caña.

Pata pá, pata pá

“mira queaí viene’l mayorá...”

La luz del día se fue apagando, un manto de sombras se tiende sinuoso y el fuerte viento se cuela por el portón de madera llevándose el calor, arrancando de cuajo la sonrisa a los alucinados. Se corta el fluido eléctrico, enmudece la tumbadora. Silba el viento, espanta. Una mano sin nombre atenta contra la oscuridad incipiente, se alarga hasta el conmutador de la electricidad, pero resulta inútil: el torbellino azota con violencia. La palangana de Etelmira gira como un platillo volador pasando por encima de la turba para estrellarse en algún punto desconocido. El palio escarlata busca amparo entre las nubes que a su paso se tiñen de un magenta irrepetible cuando la cabalgadura del Rumbero Mayor remonta el azul plomizo. Brama el viento sobre el techo de zinc, arranca de cuajo las tendederas y en el cárdeno del infinito se abre una brecha centelleante que exhala puñalillos de luz atronadores.

Se desencadena la tormenta, el viento azota los tejados y del pellejo de las paredes se desprende un polvo blanco, remolino que arrastra a los negritos de Esperanza envolviéndolos en una nube de cal. Los convierte en estatuas de cementerio congelándolos en el instante del encantamiento, provocándoles en la tenacidad de la inocencia. Quedaron petrificados, endurecidas sus arquetípicas panzas.

Tirso se aferra a la tumbadora. Por un instante lo envuelve la confusión. La ventisca y la polvareda descontrolaron la balanza de su escala musical. Violentado por la demanda del momento, el abuelo retornó del pasado. Sintió un alfilerazo en el pecho. Volvió a la frustración.

Cuando murió su hija, la madre de Tirso, el ñacurutú voló despavorido sobre el techo del solar como lo había hecho la noche anterior. En aquella ocasión lanzó un chillido que hizo temblar las paredes, la mesa, las sillas, y el altar desde donde cayó hecha añicos, la cabeza de Oddudúa .

El viejo volvió a la herrumbre. Claudicaba ante el dolor físico, la casmodia, el hipo, los espasmos, la tos que lo acompañara desde que se inició en el arte del tabaco; partículas del tiempo que se le acumuló en el cuerpo. Regresó a la rigidez de sus carcañales, de sus rodillas.

Regresó el castañeteo a las encías despobladas. Tembloroso, se arrinconó en el ángulo formado por las paredes en que yacían empotrados los lavaderos. Creyó escuchar, como si viniera de muy lejos, una voz dulce de mujer que lo llamaba…

Tú va’ carg’gando tu sombra,

tú va’rrastrando tu cuerp’po

como Diag’blo, o como Neg’gro

al bailá, al bailá.

Los negritos de Esperanza lucían su apariencia de personajes encantados en medio de un vendaval, se miraban entre sí, fascinados con la nueva estampa de muñecos de nieve; ánimas traviesas bifurcándose en su propia ambivalencia. Finalmente la lluvia se precipitó afilada cincelando el mármol de los tres negritos. Quedaron mudos de desilusión, chorreados como espantajos luego de perder la gloria que habían alcanzado como en un cuento de hadas.

Tirso atravesó la penumbra en busca del abuelo, lo llevó en brazos al cuarto. Tanteó la oscuridad sorteando los obstáculos que se interpusieron, tropezó con el garabato que fue a golpear la escupidera en horrísono cacharreo. Depositó al viejo en el catre. Intuyó la cercanía del espíritu de su madre. Un relámpago le alumbró por un instante en que vio agigantarse en la pared, la sombra de las flores secas como garras de rapaz dispuesto a atraparlo por el cuello. Percibió la imantación de aquella sombra. Sintió el peso del destino oprimiéndole el pecho. La sierpe de un escalofrío le perforó la nuca, lo recorrió cuesta abajo hasta pulsar la nervadura de sus piernas, cuando pudo por fin encender un fósforo.

Una ráfaga helada se coló por la puerta que aún permanecía abierta. Se apagó la llama del cerillo dejándolo en las tinieblas del principio. Allá afuera el temporal desarmaba los confines de la tierra.

Como en un sueño, sintió el contacto de una mano invisible que rozó su hombro y luego fue a perderse en la oscuridad del cuarto hasta posarse en la tumbadora:

¡Pata- pá!

Su abuelo no respiraba.


Miami, Florida. 1994

(publicado en El Escarmentador, Cuentos de azotea, Volumen II, VITRALES C.E., 2018)

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María Eugenia Caseiro. La Habana, Cuba, 1954. Narradora, poeta, ensayista. Comenzó a escribir con cierta formalidad a la edad de once años, cuando apenas graduada de 5to Grado de la escuela Dolores Borrero, su maestra Editha Johnson la lanzó de cabeza al pozo de la literatura. Fue así que se alzó con el Primer Premio del Certamen Provincial de Composición de La Habana 1965. Mrs. Johnson acotó en aquella oportunidad que “cuanto fuese leído, estudiado, obtenido en premios y reconocimientos presentes o futuros, no es tan digno de ser reseñado, como la persistencia de esta niña en continuar con un oficio cuya recompensa consiste en no claudicar”.

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