Fragmento de la novela "Solo con el fuego"

LUIS MARCELINO GÓMEZ

 

―Joder ―exclamó el doctor Francisco Hernández―, dejen al medĭcus tranquilo. Fue el último en llegar. Y el que llega último, llega mejor.

―No sé si mejor, o peor. El hecho es que ya estoy montado en mi jaca burgalesa y de aquí no hay quien me baje. Y lo que voy a deciros os importará a todos y hasta a Xi Jinping. Noté que no fue nombrada la sífilis de Philippus ni se han mencionado en él episodios de sarpullido. Quiero afirmaros que traté a Su Majestad por su avariosis. Y que también determiné, desde el inicio, que había contagiado a la distinguida Isabel de Valois, por quien estuvo a punto de ir a la corte mi colega el doctor François Rabelais, lo que me fue impedido por el Rey. No obstante, lo convencí de que no nominara más su mal morbus Gallicus, por el que odiaba a Francia, pues se especulaba que, por allá por el año de 1300, había sido trasmitido a los vikingos en Senisterra…

―Ese maldito paraje donde María Salomónica desapareció como Persina ―execró Florentino, sin que se detuviera el discurso del doctor Díaz.

 ―…y al regreso nos la trajeron de regalo. Dádiva que se aclimató en Kingston upon Hull, paraje de la Bloody Mary. Y que, por ende, correspondía llamarlo morbus britannicum, denominación con la que se deleitó. Y, en última instancia, morbus canadensis. Merced a esta explicación y de persuadirlo de que tal apodo provenía de un poeta, erudito y cirujano, el veronés Girolamo Fracastoro, a quien incumbía la fobia gálica gracias a su poema Syphilis sive morbus gallicus de 1530, Su Majestad, al fin, me admitió el tratamiento con las lecturas rabelaisianas, si bien habían sido prohibidas en el Index librorum prohibitorum, promulgado por el Papa Pio IV a petición del Concilio de Trento. De ellas le brindé todos los tomos: y empecé por La muy horrífica vida del gran Gargantúa, padre de Pantagruel. Con ellas logré que sus achaques mejoraran, aunque no curaran. Las disfrutó, y bien que le saqué asaz de carcajadas, mas a partir del tercer libro se me aburría y me dijo que, para su gusto, el texto de los dos primeros era demasiado escatológico, que prefería la Vida de la Madre Teresa de Jesús. En aquella etapa, a pleno sol o en días lluviosos al lado de una pira, tuve cada semana que incitarlo a embarrarse ungüento sarraceno que yo mismo confeccionaba con euforbio y litargirio, seis onzas de cada uno, onza y media de estafisagria, doce onzas de manteca de verraco senil y tres onzas de mercurio. Y esta fue la causa de sus salivaciones y sudoraciones. Usé también la famosa zarzaparrilla, que ya han mencionado antes. Y el guayaco y el palo santo y el sasafrás. Yo, en realidad, utilizaba de todo lo que me enteraba, previa consulta con Su Majestad, que estaba ansioso por recuperarse y de ahí su interés en las plantas, pócimas y unciones. Así que probé con él la manteca caliente de ánade, de oso, de vaca; aceite de manzanilla, de eneldo, de laurel, de ruda, de almácigo, de zorro, de lombrices; petróleo, pan de puerco; la aristoloquia hembra, la macho y la marimacho; las raíces de la cedoaria de la India Oriental, la raíz de China, los lirios de Florencia, los iris siberianos, el filonio pérsico, la resina de Xalapa, el mineral etíope, el bálsamo peruviano seco, y el mojado, la ipecacuana de Brasil; y una hierba proveniente de un villorrio distante de esta Muy Ilustre y Orgullosa ciudad, el ajenjo de San Germán de Holguín, que me remitiera por vía marítima, desde las Indias Occidentales, don Luis Mariano de Austria y que pasó por tres urbes antes de alcanzarme: Cádiz, Sevilla y Toledo. Con esto el Rey se me enojó de tal modo que temí me expulsara de sus servicios. Arguyó que no era por lo muy amargo del remedio, sino porque aquella era plaza de maricones alevosos, desleales, difamadores, embusteros, pendejos y presuntuosos, que solían ostentar nombres que no eran cristianos. Me justifiqué. Sostuve que me había llevado por Avicena, por lo que me pidió perdón por su exabrupto, luego de lo cual juré no mencionarle más aquel perdido rincón de sus posesiones. Y pasé a suministrarle apócemas de buglosa, escolopendra y marrubio blanco; a aplicarle tártaro rubro y polvos angélicos y a darle baños tibios con agua cocida de nenúfares, a la vez que lo hacía libar electuarios con dátiles marroquíes. A esta fecha, debéis imaginar, que yo le conocía los más íntimos secretos a Philippus, a quien le gustaba, como a todo mortal, pasar su noche con Venus. Y quien era tan fariseo como cuanto católico pisa la faz de la tierra, pues aparentaba severidad, empero, visitaba las casas de lenocinio, donde comerciaba con las mujeres del partido, quienes le legaron, en bandeja de oro, la vérole de Rabelais. Por eso se prestaba a todo, pues quería sanar y, en definitiva, follar sin el miedo que en estos siglos os ha regresado. Así que os será fácil entenderme. Philippus se obsesionó con su restablecimiento. Y ya sabéis que el monarca, como el de estos lares, tenía legiones de agentes de la seguridad en cada ángulo del orbe. De ese modo nos enterábamos de los remedios cifrados que inundaban tanto a Amberes como a París, dicho sea de paso, muchos en boca de charlatanes, analfabetos y gente sin decoro ni ética. Mas Philippus me insistía en que no me admitiría nada más del Regnum Francorum; que ya había cedido lo suficiente al permitirme que le leyera las obras de Rabelais; menos aún toleraría el ungüento de los condenados sarracenos, que lo habían mejorado, pero no puesto bien. Y de ahí no pude sacarlo, que terco era. Así pues, dada su peculiar religiosidad, ya no había santo al que no le rogara por liberarse de su calamidad. Es ahí donde medró su colección de reliquias que le ayudé a catalogar junto a la infanta Isabel Clara Eugenia. Allí contabilicé, para resumiros, diez cuerpos enteros, momificados; ciento cuarenta y cuatro cabezas, muchas de ellas de las que habían volado de un lado a otro en los Países Bajos y que alguien aquí nombró realismo mágico; trescientos seis brazos y piernas, que ya no se sabía a quiénes pertenecían…

―Como la osamenta que de estudiante de medicina guardé debajo de mi cama, aquí en esta Muy Ilustre Ciudad, y a la que temía mi amada abuela Cruz Fidelina Cáceres Sánchez ―interrumpió Luis Marcelino, quien se excusó con el doctor Díaz―. Perdón.

―Perdonado está. Y Sigo. Le conté, además, miles de huesos de santos; que a mí me parecían una hipérbole barroca, pues, si lo hubieran sido, no les hubieran acaecido tal cantidad de fatalidades. En total, y no os exagero, sumé siete veces, sin fallar una, siete mil quinientas reliquias. Las más apreciadas y cuidadas eran los seis cuernos de unicornio, que ya no recuerdo quién había mandado ni de dónde; así como un botín sustraído a Selim II el Poeta, durante la Batalla de Lepanto, y enviado a Philippus por Pío V en las manos de don Juan de Austria, comandante de la Liga Santa, que incluía siete lágrimas embalsamadas de la virgen María; las pestañas de Jesucristo, fragmentos originales de la cruz del Gólgota y trozos de su corona de espinas. Y os juro que todo esto que digo es la verdad, porque yo lo vidi. Pero ya ni sus reliquias lo aliviaban. En su recámara se le ofrecían los más deliciosos manjares palaciegos, sus preferidos, los pollos fritos y asados, las perdices, las palomas, las tajadas de venado. Mas no le apetecían. La anorexia iba de mal en peor, así como su abulia. Entonces, nos llegó la grata noticia de la curación de las enfermedades venéreas en el Imperio Celeste de Catay. Un jesuita, venido del tal emporio, nos informó cuán usual era la enfermedad, en especial en Pekín…


Luis Marcelino Gómez. Ciudad de Holguín, 1950, cubano-estadounidense. Escritor, psiquiatra y doctor en letras hispánicas. En 1985 se le confirió el Premio Nacional de Cuento en La Habana, Cuba. En 2007 fue Finalista del Premio de Cuento Juan Rulfo en París, Francia. Entre los años 1980-1982 fue médico civil en Angola, donde reunió la primera colección de relatos escrita en África por un latinoamericano. A mediados de los años 80, en viaje hacia el Sahara enviado por su gobierno, se asiló en Madrid. Luego de concluir su doctorado en la Universidad Internacional de Florida, se desempeñó como profesor de letras hispánicas, lengua portuguesa y talleres de Escritura Creativa en la Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill. Ha publicado varios poemarios, tres colecciones de relatos: Donde el sol es más rojo (1994), Oneiros (2002), Cuando llegaron los helechos, Monte Ávila Editores Latinoamericana (Venezuela, 2009) y una novela, Solo con el fuego, Editorial Betania (España, 2024), a la cual pertenece este fragmento.

 

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