Fragmentos de “En el Coliseo”
JESÚS ALBERTO DÍAZ HERNÁNDEZ
Veneris díes VIII/II
Los días de invierno, que tienen también su encanto, arrastran consigo la gracia de un adagio, ese tempo que estimula la memoria: los largos ocasos, los pintorescos paisajes, la nieve que es el fuego del frío. Solo que aquí, en el sureste de la Florida, el invierno es algo así como una metáfora, una esponja inmensa que surge del cielo, y absorbe todo el frío. Estamos en febrero, y mientras en otras ciudades hace un frío que pela, tenemos un luminoso clima de 80ᵒF, con aisladas nubes. El cielo parece el ala extendida de un pájaro azul, aquí y allá salpicada de tonalidades grisáceas, que igualmente estimulan la memoria. El numen de la memoria, tan ubicuo como la internet, de modo que en fracciones de segundos pudiéramos estar en un lugar o una calle que transitamos 40 años atrás. Es como mirar a través de una bola de cristal, donde vemos fragmentos de una vida alejada; una época más inocua, más sana, por lo menos así me gustaría que fluyeran mis recuerdos, es lo único que nos queda del pasado. Igual aguardo los que vendrán más adelante, cuando ya esté lejos de este lado del cristal. Desde hacía algún tiempo venía dándole vueltas a la idea de adentrarme en el ámbito de la narrativa. Hace muchos años, estaría yo en 6to grado, comencé a escribir un diario, el cual llevé durante un par de meses, no más. Desde luego, eso fue tan solo un impulso aniñado, un embullo tal vez. Pronto perdería el interés, en cambio, seguí con mis juegos de infancia. Por aquella época tomaba clases de piano en las noches, y por otro lado, me preparaba para la prueba de ingreso a la escuela de arte, cuya admisión me fue negada. Eso que acabo de decir, no dejaría de aportar sus consecuencias: razón de ello, no volví a dibujar, lo mismo ocurrió con el diario. La irreverente adolescencia había destronado a la infancia. No sabría decir a dónde fueron a parar aquellas páginas pueriles. Solo recuerdo que en ellas me refería a los almanaques que adornaban las paredes mustias en casa de mi abuela paterna, y a mi colección de sellos, hobby que entonces me ocupaba. Es posible que haya hecho también alguna alusión a Madelén, mi Venus de infancia; lo demás se lo llevó el céfiro del olvido. Sin embargo, siempre hay algo que misteriosamente despierta la rancia necesidad de volver sobre nuestros pasos y revisitar esas estancias clausuradas por Cronos. El viernes 24 de febrero del año pasado, asistí a la presentación de Ido a hurgar, los diarios de Rolando Jorge. El libro fue presentado por la Editorial Silueta en el estudio de Delio, una presentación bastante pintoresca que, a decir verdad, además de inundarme de ideas, me motivó a retomar lo que había dejado en la infancia. El fluido de las ideas, tan sutil como la brisa suave. Pero no pienso intentar descifrar lo que escribí en el ayer, en cambio, me propongo tejer mi telaraña a partir de las preocupaciones que me invaden consuetudinariamente, incluyendo aquellas relacionadas con el gremio. Ese gremio que desde ahora llamaremos coliseo.
Empecemos por rememorar mi eclosión. Llegué al coliseo un domingo por la tarde, como una hoja seca que surge de la nada, arrastrada por el viento. Corría el mes de julio, y hacía un calor pegajoso, típico de esa época del año. La calle 8 del Southwest, incluso, era una olla hirviente. Aun así, la gente andaba como si nada, los lugareños, los turistas con sus sombreros y sus camisas playeras, los homeless. Las puestas en escena florecían de prisa, y las tertulias brotaban a borbotones. Un panorama que acontece una y otra vez. Esa tarde, Odette Alonso estaba invitada a leer en Zu Galería. Yo había quedado en encontrarme allí, alrededor de las 6pm, con el poeta Joaquín Badajoz, un amigo de infancia, a quien no veía desde la adolescencia. Llegué media hora antes, había pocas personas, pero era temprano todavía, así que me puse a ver los cuadros. Siempre me ha costado entablar conversación con quienes no conozco, cualquier rostro nuevo por afable que pudiera parecer, al principio me inhibe. Zu Galería, me pareció un espacio grato, buenas vibras, algo linajudo, desprendía esa esencia solariega que flota en torno al origen de las galerías, podemos decir que tenía el toque del buen gusto y la delicadeza. Pasados unos 35 minutos el lugar se llenó, y me vi rodeado de rostros extraños que se saludaban unos a otros. La estancia principal se conecta con otra intermedia pero más chica, a través de la cual se llega al patio, donde se efectuaría la tertulia. Joaquín llegó cuando la lectura estaba a punto de comenzar. Me saludó de una manera afectuosa pero concisa, quizá un tanto sorprendido de ver que no había cambiado mucho desde la última vez que nos habíamos visto, y con la misma siguió saludando a los presentes. Un rostro que asomó un instante para desvanecerse luego entre los otros rostros, aunque no del todo. Han pasado más de 2 años desde entonces, y algunos espacios han cambiado de lugar: hoy ando desaliñado, saco casual, blue jeans, tennis Converse, y otra visión de las cosas, a la que entonces tenía aquel domingo de julio del 2010. Uno se prepara de muchos modos para darle forma a las ideas, sea acumulando material para el libro que escribirá mañana, o recopilando pasajes irrevocables que nuestros pequeños sentidos no pudieron procesar en el momento que ocurrieron, o simplemente una constancia de nuestro estado emocional. De modo que me entrego a la tarea de sacar mis diarios a la intemperie, mis evocaciones, mis inquietudes, mis retóricas, como una forma de reencontrarme, o de estimular el intellectus. ¿No es esa la función de un diario?
Sin embargo, el estado adecuado para comenzar un diario, es algo engañoso, en cierta forma uno responde a un impulso, muchas veces a manera de gimnasia, pero casi siempre, es una inquietud lo que nos impulsa. De cualquier modo, es viernes, día correspondiente a Venus según los latinos, y no puedo sentirme mejor. Volviendo a mí reencuentro con Joaquín en Zu Galería, debo decir que reanimó recuerdos dispersos de mi niñez y adolescencia: los juegos de ayer, los carnavales, las fiestas caseras, un cassette de Santana, y un sencillo de The mamas & The papas. Pero, en el fondo noté que mi amigo ya no era el mismo, eso me chocó un poco, no voy a negarlo, aunque en realidad, yo tampoco era el mismo; no éramos los mimos desde luego, ambos estábamos próximos a los 40s, pero no es eso a lo que me refiero: sentí cierta tibieza, fue la impresión que tuve. Comprendo que la gente cambia, y tiene sus razones, sobre todo cuando las prioridades se imponen, además cada uno de nosotros ve a sus coterráneos a su manera. Por otro lado, muchas veces, esperamos que los amigos de ayer continúen perennemente adolescentes, o sea, con la misma mentalidad, y no es así, las personas cambian, física y mentalmente, en eso, todos estamos de acuerdo, las personas cambian, con todo y eso de lo que decía Horacio: Coelum non aninum mutant qui trans mare currunt <aquellos que cruzan el mar cambian de cielo pero no de alma>, la migración transfigura a las personas. La migración es como un invierno que cubre todo con su manto blanco. Si me preguntaran mis impresiones sobre el exilio contestaría, es la nieve. Pero ahora, mientras voy escribiendo estas evocaciones me viene de inmediato a la mente la academia de ajedrez del barrio. Joaquín vivía a unos portales de la academia, en la esquina de la avenida Rafael Ferro y la Calle Real <hoy en día le llaman Calle Martí>. Yo vivía bastante cerca, en la calle Máximo Gómez, entre Colón y Rafael Ferro. Si volvemos de la casa de Joaquín y caminamos hacia Máximo Gómez que es la próxima calle, y en la que hemos de doblar a la derecha en dirección de Colón, llegamos a mi casa que queda justo al lado de la farmacia. Nuestra pequeña ciudad consiste en hileras de casas, pegadas unas a otras como gemelos siameses. Recuerdo que, frente a la casa de Joaquín, levantaban la tribuna en la temporada de carnavales, era ahí donde terminaban los paseos de las carrosas y las comparsas. Clasifico más o menos mis recuerdos entre, los que profieren alegría, los melancólicos, y los que prefiero olvidar. Los clasifico para no mezclarlos, y cuando surgen en mi mente, brota con ellos la razón de ser, ¿a qué viene entonces esa imagen de la academia de ajedrez? ¿Qué tiene que ver con toda esta retórica? Hay veces en las que debemos dejar que los recuerdos fluyan sin atadura del pensamiento. En cuanto a la lectura de Odette, no puedo elaborar sobre los poemas que leyó; no me asiste la memoria, según Joaquín, leyó buenos textos. De hecho, fue él quien sugirió encontrarnos en Zu Galería, y así matar 2 pájaros de un tiro: vernos por primera vez después de tantos años, y de paso invitarme a una buena lectura. A decir verdad, era la primera lectura seria a la que asistía. Por aquellos días yo era parte de un espacio que se llamaba El desalmuerzo literario, que al final resultó una experiencia ulcerada en el campo del afecto; la palabra falsía se ajusta como un guante, y ahí lo dejo. En estos 3 años, he comprendido una pila de cosas acerca del gremio, sobretodo que, la boca viene siendo una caja de pandora que uno debe mantener en sótano, o en un desván. Una caja cubierta de polvo y de telaraña, si la abrimos encontraríamos al demonio. ¡Ah! Siguiendo con el evento, ahora que recuerdo, la actividad era con una cantante, ¿cómo se llama esa muchacha? El nombre empieza con M. ¡Oh, ya! Migdalia, y Odette como invitada especial. Sin embargo, no recuerdo tampoco lo que cantó Migdalia. Por aquella época yo estaba intelectualmente desnutrido, tan intelectualmente desnutrido como los poemas que, entonces escribía. En suma, terminada la lectura, como se dice inglés, we went our separate ways. Migdalia aún cantaba. Unas semanas después Joaquín me invitaría a una lectura de Orlando Rossardi, en ese mismo espacio, en el que él sería el presentador. Rossardi es un poeta académico con el que siempre he simpatizado, porque no se cree cosas. Recuerdo que en aquella lectura regaló varios ejemplares de sus libros.
Ahora lector, para entender la intención literaria que aquí me propongo, conviene repasar algo de historia, lo digo por mí, no lo tome personalmente, no olvide que todo trabajo involucra una función retórica. ¿Por qué Del Coliseo? Vayamos primero a la raíz etimológica, al coliseo romano: conforme a los anales de la historia la construcción del coliseo comenzó aproximadamente entre 70. dc y 72. dc por orden de Vespasiano, sin embargo, fue su hijo Tito quien en 80. dc culminó la obra. El anfiteatro más grande jamás construido en la Roma clásica, aunque de acuerdo a fuentes que he acudido, durante la regencia de Domiciano, el último emperador de la dinastía Flavia, fue modificado con la construcción del hipogeo <túneles subterráneos> y una galería en la parte superior, por lo que se conoce también, en honor a la mencionada dinastía, como Amphitheatrum Flavium. Mientras, Colosseum, su más célebre denominación la debemos a la estatua vecina de triunfal bronce Colossus Neroni. Una vez completada la obra, como ya habíamos dicho, por Tito, eclosionaron los juegos inaugurales cuya euforia duró 100 días, reclamando la sangre de una cantidad considerable de gladiadores y fieras que perdieron la vida por el gozo de las masas. Sin apartarme de las festividades cabe destacar, caso único en la historia del coliseo, la lucha entre Vero y Prisco, 2 gladiadores amigos quienes hicieron gala de su destreza con las armas cual si fueran reencarnaciones de Herácles enfrentándose una contra la otra en la arena del coliseo; dejando sin aliento a todos por igual, César y senadores incluidos. Lo insólito del combate es que ambos gladiadores resultaron vencedores. Ese combate magnífico quedó registrado en los versos de Marco Valerio Marcial:
Prisco y Vero Como alargasen el combate,
Y el valor de ambos fuese el mismo durante largo rato
Se pidió repetidamente y a grandes voces gracia para los hombres,
Pero el mismo César obedeció su ley:
la ley era acudir al dedo tras dejar el escudo.
Les entregó a ambos una y otra vez platos y regalos, lo que se permitía.
Se halló, sin embargo, un final de combate igualado:
Lucharon iguales, cayeron iguales.
César envió a ambos la palma y la vara del honor…
De ese interesante poeta latino leeremos más adelante en el transcurso de estos diarios. Lo que quiero decir <y por eso es que hallé necesario un poco de historia> es lo siguiente: mi visión sobre este, nuestro coliseo, es universal. El panorama que ilustraremos aquí ha acontecido siempre, no se olvide que partimos de una construcción de aproximadamente 1951 años. Pero, el eco de las acciones, la sangre, los conflictos, se dilata más allá de Rómulo y Remo. Se dilata incluso hasta el momento que la humanidad tuvo consciencia de los diferentes estratos, hasta la prehistoria, cuando aún no había nacido la palabra. La razón por la que abrimos esos abismos es la necesidad de establecer dogma, asignarle palabras al sonido, de ahí al juego de las jerarquías, y a la expansión de la arrogancia de nuestra ciencia humana.
El día de hoy transcurrió bastante bien, las 8 horas de trabajo se fueron como hojas que el viento arrastra. Como dije, es viernes y no puedo sentirme mejor. Esperamos la semana entera por este día. La tarde es fresca con un sol ocre, y tenue. Hay momentos en que la Providencia toca sus mejores notas. Cosa rara, pero acontece. En la esquina de la 173th St y la 52Ave, cerca del tugurio donde vivo, hay un parque alrededor del cual las personas caminan y pasean sus mascotas. Dentro del parque hay una cancha donde los chicos juegan al basketball. Por cierto, tuve que pasar por el banco a sacar dinero porque debo pagar la renta. Una vez en el tugurio, tomo una ducha, me sirvo una copa de vino, y leo unos cuantos capítulos de Billar a las nueve y media, una novela de Henry Bӧll que había comprado la semana pasada en La Universal. A eso de las 5:45pm, llama Beatrice, preguntándome a qué hora pienso ir a recogerla. Le digo que esté lista de 6:45 a 7:00pm. “Ok”, responde, pero es algo que pongo en tela de juicio.
Esta noche: Presentación de Rondas y Presagios (Obra poética, 1969-2012) de Reinaldo García Ramos en el Koubek Center, con palabras introductorias a cargo de Juan Carlos Valls. Pensé que íbamos con retraso pero cuando llegamos al Koubek Center la lectura no había comenzado. Vale la pena decir, por mi propio bien, que, a pesar de mi fastidio a consecuencia del tráfico y de la demora de Beatrice, pasé un rato ameno y, por otra parte, el vino siempre ayuda. ¡Ay las mujeres, patronas de la tardanza! La introducción de Juan Carlos fue escueta, concisa, como debe ser, lo cual siempre se agradece: Ilustrar los matices del autor sin tener que excederse. He observado atentamente a Reinaldo durante la presentación. Le asiste esa nostalgia característica de las viejas ciudades europeas, de Roma, por citar un ejemplo. Incluso tiene la fisonomía de un romano. En cuanto a su lectura: leyó demasiado poco.
*Sabbátum díes IX/II
Aunque el aire acondicionado tapa la ventana, la blancura de la mañana penetra a través de las rendijas en proyecciones suaves. No es sol sino una claridad blancuzca lo que llega, una claridad dócil, silenciosa, tranquila, una atmósfera de invierno que no es realmente invierno, sino más bien un verano tenue. Pensé que sería más tarde, pero son apenas las 8 menos 10, igualmente me hago el remolón, después de todo me levanto a las 5:00 am durante la semana, así que sigo acostado, intentando no pensar en nada, claro, una cosa piensa el borracho, otra el bodeguero; mi mente errante es incontrolable: nada revela tanto como los contragolpes de la mente cuando nos resistimos a pensar. ¿Por qué será que el cerebro no descansa?, ¡una buena pregunta! De la estancia contigua llega un olor a café que me da una envidia jupiterina, Beatrice me enseñó a hacer café en una cafetera pequeña que me regaló el año pasado, en la aurora de nuestra relación, cuando pasaba las noches en el tugurio, pero apenas la uso, de hecho, no la he vuelto a usar. En fin, sigo aquí, tumbado en este camastro, ante el resplandor del televisor. Normalmente mantengo el televisor encendido toda la noche, es una forma de no sentirme solo: pongo una película y la dejo rodar hasta que caigo vencido por el sueño, si me despierto a media noche, repito la misma operación, a veces paso semanas enteras con la misma película. Por fin, me levanto alrededor de las 10:30, tomo una ducha, me visto, caliento en el microwave un arroz con carne mechada que había comprado el jueves, bajo eso con una cerveza <costumbre holandesa que copié de las cartas de Van Gogh a Théo>, y salgo a hacer mis gestiones.
El cielo flota sobre la ciudad como una inmensa pantalla blanquecina en la que rueda una película de época, cuyas vistas de ciudades mustias y amplias praderas asoman un sol pálido que surge entre obesas y sedentarias nubes. El clima es parco, afable, por lo menos no hace ese calor luciferino ni ese frío dientudo. Se ha dicho que, aquí el invierno no es invierno, sino un verano suave. Muchas ciudades del país, en estos mismos instantes, respiran bajo la nieve, mientras otras, tiritan de frío. Sin embargo, aquí en Miami respiramos bajo un cielo lechoso con fugaces apariciones del sol. Así son las cosas, la temperatura varía de un Estado a otro, de una manera radical. El caso es que el verano dura todo el año: hay muchas personas de otros Estados que compran, o alquilan casas en la Florida para pasar las temporadas de invierno. Naples, por ejemplo, una pequeña ciudad en la zona suroeste, correspondiente al Condado Collier, a 100 millas de Miami, muy popular por sus playas y sus campos de golf, se ha convertido prácticamente en una ciudad norteña en el suroeste de la Florida, a consecuencia de los norteños que se han instalado en esa localidad. Sucede algo parecido con Marco Island.
Hacia el mediodía, paso por la Librería Universal, veo algunas cosas interesantes, pero todo demasiado caro: La isla de Sanjalín de Chéjov = $69.00, Las cartas de Freud = $49.00, una antología poética de Verlaine = $80.00, Boarding Home de Guillermo Rosales = $40.00. Sin embargo, adivino una edición de Fausto por $7.00 y Cantos del centinela de Esteban Luís Cárdenas por $8.00. Cuando salgo de la librería, una vez en el carro, saco el celular del bolsillo, marco el número de mi amigo Kevin, después de dar timbre varias veces, sale el contestador automático: “you have reached Kevin Luckett, I’m sorry I missed your call, but if you leave your name and number, I’ll get back to you as son as possible”. Antes había llamado a Garland, y tampoco contestó. Seguido llamo a Fonseca, y hablamos un poco sobre la presentación de anoche: le gustaron varios poemas, sobre todo, los de la primera etapa de R. García Ramos. Luego me cuenta unas anécdotas graciosísimas, medio enloquecidas, sobre Delfín Prats: la vez que declamó su poema Agua, completamente borracho parado en el borde de una piscina, y sus andancias por el puerto cual si fuera un Hart Crane bajo los excesos de Baco, habló también de las barrabasadas de Reinaldo Arenas. De este último terminó diciendo que no era una buena persona. Le cuento que compré los Cantos del centinela, de Esteban Luis Cárdenas, a mi parecer un libro redondo, que tiene el gancho de la buena poesía. Señalo además un poema que me llamó la atención, Mi mujer más negra que un hechizo, cuyo título deriva de un verso de Baudelaire. Coincidimos en que es un buen texto. A continuación, me dice que compartió con Esteban Luis Cárdenas, incluso lo visitó varias veces cuando enfermó. “Fumar, fumar, lo que quiero es fumar”, expectora Fonseca sonriente, imitando la voz de Esteban Luis Cárdenas. Por otro lado, me recuerda que el jueves 21 es la inauguración de su espacio Zona Franca. Ya lo tiene todo cuadrado.
*Mercurii díes XX/II
Llevo varios días soñando con difuntos: mi tía, mis abuelos, María Antonia la espiritista, Lidia la vecina de enfrente, Vicente el chino. Se presentan en su forma material como si estuvieran vivos, sólo que se comunican a través de voces cifradas, o imágenes que olvido al despertar. Anoche soñé con Pedro Torres <Pedrito>, un amigo de infancia, compañero de clases, que murió de un repentino ataque de asma mientras se bañaba en una laguna. De Pedrito, aun abrigo la imagen de su cara afilada, su nariz ganchuda, de inmensas fosas abiertas, y sus largas piernas delgadas, salpicadas de vitíligo. Tenía tan solo 10 años de edad cuando lo encontró Azael. Ese día andaba con Ramón, amigo inseparable, también compañero de clases, con quien solía frecuentar la laguna. Una laguna negra, enclavada en un monte detrás del Reparto Llamazares, cerca de la vega de Elpidio, si no me equivoco. Había ciertos mitos rurales en torno a esa laguna: apariciones, y cosas de esa naturaleza, pero es algo sobre lo cual no puedo elaborar; han pasado muchos años, la cosa es que a Pedrito y a Ramón les fascinaban esas historias. La última vez que vi a Pedrito estaba tendido en un ataúd, pálido como suelen estar los recién fallecidos. Recuerdo que, después del almuerzo, llevaron a todos sus compañeros de aula a la funeraria, para decirle adiós, estábamos entonces en 4to grado. Algo de aquel día, sin embargo, algo abstracto, quedó impreso en mí; esa idea de la muerte que nos persigue a lo largo de la vida, ese vacío negro de la nada que nos espera, viéndonos en ataúd, y nuestros seres queridos llorando alrededor de nosotros, y en algunos casos desde la distancia. Aunque a veces pienso que no hay nada más vivo que un muerto, porque está siempre cerca. Siempre presente. Cambiando el tema, acabo de acordarme de que hoy, precisamente, cumple años papá.
Jesús Alberto Díaz Hernández «Tinito» (29 de mayo, 1971, Pinar del Río). Escritor, dibujante, traductor. Estudió licenciatura en lengua inglesa en el Instituto Pedagógico de Pinar del Río. Tiene publicado dos poemarios: «Discurso en la penumbra» (Editorial Hoy no he visto el paraíso, 2012) ”Sanctasanctórum” (Editorial Eriginal Books, 2012), “Deltedio” (Editorial Hoy no he visto el paraíso, 2014) y Aurea Mediocritas (Eriginal Books, 2014), así como “La estancia”, apuntes y recuerdos, Editorial Primigenio(2020). Sus poemas han aparecido en varios blogs y revistas literarias, tales como: Otro Lunes, Caña Santa, Inactual y La Peregrina. Textos suyos han sido traducidos al francés. Actualmente reside en Miami, Florida.