Fascinación insular: la poesía de Osmán Avilés

LUIS ÁLVAREZ

Los vínculos históricos, culturales, incluso perceptivos (modos de percibir el mundo) entre el archipiélago cubano y las Islas Canarias es no solo muy antiguo, sino también esencialmente misterioso, a la vez sensorial y prodigiosamente estilizado. Incansablemente se ha mencionado la posible peculiaridad de los modos insulares de asomarse al mundo, tal vez incluso a los universos varios, materiales o no. Todo intento de explicación racional es, desde luego, en vano. El secreto resorte de las semejanzas allí permanece. José Lezama Lima, uno de los dos poetas enormes de Cuba, talló para siempre el rostro de la noche insular paradisíaca, cuya primera imagen poética fue abocetada por un gran canario, mi antepasado Silvestre de Balboa Troya y Quesada, lanzado desde sus islas guanches hasta el Trópico devorador. No podía haber mejor sello para los nexos insondables de estas islas que el origen canario de la madre de Martí, amor y duro peso en las entrañas del prócer cubano, que se vio dividido entre la pasión por su patria de nacimiento y elección, la trágica isla del Caribe, que le pedía ser su libertador, y su madre de entrañas y de cultura, que esperaba de él una protección de vida. Esta imagen retrata los cauces secretos entre ambos archipiélagos: la terrible opción entre la tierra y la madre, entre la raíz telúrica y la deuda de vida. Como si no bastara, un nexo deslumbrante más habría de trazarse: Dulce María Loynaz levantó un monumento extraordinario a esa unidad intangible entre Cuba y las Canarias. Al hacerlo en Un verano en Tenerife, también construyó un muro total de defensa de lo panhispánico esencial: su maravilloso libro de memorias líricas es el contrapunto a la terrible narración de George Sand, ciega ante la belleza un poco brutal de las Baleares, de lo hispánico real, tan diferente de las panderetas y colores de olvido que varios soñadores franceses (de Dumas a Merimée) dibujaron para escapar de la frustración de la Francia postrevolucionaria. Dulce María Loynaz esgrimió, desde lo más alto tal vez de su tono poético (sí, eso he dicho, creo que Un verano en Tenerife  es una cima de la expresión lírica de la gran escritora), el rescate profundo de una hispanidad que, precisamente en su interminable variedad regional, confirma su orgánica y prístina pureza: el mundo tinerfeño de ese libro cubano, a la vez crónica de viaje, trasmutación de herencias culturales, confesión de amor (explícitamente al archipiélago canario, implícitamente a su esposo, pero sobre todo al hecho y proceso de creación poéticos). Las Canarias se convierten, una vez más, en un hecho inmortal de la palabra.

            Este nuevo poemario de Osmán Avilés sigue estos pasos, a su propia manera lírica. La isla amada de su título, ¿a cuál geografía pertenece? No importa, no puede importar en ninguno de los dos bordes del Atlántico: se refiere a ambas, que le pertenecen por igual. Se trata no de una dimensión geográfica objetiva, sino de una dimensión esotérica, más allá incluso de la cultura misma y la poesía: Atlántida, Tartesia, entelequia del alma, la isla abordada aquí por el poeta corresponde a la ínsula interior, la de la fe, la belleza y la equidad insuperable, esa que recorre en secreto tantas páginas en lengua española, Barataria del alma inmortal de todas las Hispanias, porque es cierto, ominosamente cierto que la poesía se propaga por todas partes, sea cual sea su intensidad, su deseo, su ambición extraña.

Por eso cruzan los versos de Avilés tantos rostros mezclados, menceyes soturnos y zahoríes visionarios. No importan las diversidades epocales o culturales: el peso sobre el hombre y en particular sobre el poeta es el mismo, indescifrable. Un verso libre, alígero y ceñido traza en todo el libro la reflexión del sujeto lírico sobre su destino. Como no podía menos de suceder, también en este libro se narra un viaje, pero en este caso es uno desnudo, deshojado, y sin embargo en busca de descifrar a la vez una brújula (el poeta indaga en la razón de su estancia, de su viaje por las otras islas que desde un extremo atlántico dialogan con las suyas tropicales, lejanas, perdidas para siempre) y unos símbolos (de su cultura, de su ser insular y hondamente transmarino, afincado en dos extremos de la inmensidad atlántica).

             Todo el poemario, pero en especial su primera parte, transcurre en una dualidad de lo hondo de la tierra y la líquida fugacidad del mar: es el dilema esencial del hombre insular, a horcajadas entre dos destinos y modos de percepción, de los que el sujeto lírico pueda obtener, como solidez fluyente, una esperanza; “el aire contagioso de un desfiladero, /los versos que emergen del alabastro”. Y porque “Cada uno es un náufrago”, el poeta traza una imagen de la búsqueda de sí mismo como una aceptación del naufragio en la profundidad del yo. Es esta la esencia del libro: la indagación de lo propio esencial en lo inmenso sensible, el yo, sumergido en sus islas, en una constante y traslúcida ubicuidad, patente, entre otros momentos, pero sobre todo aquí, en el poema “Canción por la Orotava”:

 

Miro desde mi balcón habanero,

un valle de sterlitzias.

 

 Tanta belleza

 barranco abajo,

dueña de la mirada,

de un minuto

para siempre en mi memoria.

 

No hacen falta palabras,

recorrer el camino del agua,

entre viejos molinos,

verticales calles,

escala de hortensias.

 

Allí, en La Concepción,

mis ojos estrechan la distancia.

 

Miro la florida estela:

en casa, nadie entiende ese paisaje.

            Pues en efecto se trata de amalgamar en un único destello, en una sola isla amada, las dos dimensiones mágicas de la memoria lírica, por la vía de la evocación transmutadora, como se aprecia en versos de otro poema:

la memoria desplazando

lentamente

el último fuego. 

                         (Dacila)

            Las islas resultan, pues, no tanto un tema como una fórmula de magia personal, un modo de rescatar la ausencia infinita del ser. Así se infiere del poema “Inmanencia”, donde la voz lírica empieza a adquirir una tonalidad de angustia ensombrecida:

¿Qué flecha abraza al miedo?

¿Qué albor le circunda?

La duda será borrasca.

La isla, otra inmanencia.

        Y en efecto ya en el poema “Silbos” irrumpe la percepción espectral tan a menudo ligada a la imagen, incluso paradisiaca, de lo insular:

 

El velero llega en el crepúsculo

presto a reclinarse en tierra firme.

 

Soy el capitán

así me exhibo

a los que en el puerto 

nos dan la bienvenida.

 

Desconozco si son náufragos 

si recogen su soledad

la corriente

que despierta el amor.

 

La claridad amaina desde la borda

descubre siluetas bajo el mástil

- fatua brisa frente a los mangles -.

 

El velero llega en su ola de silbos. 

No hay hombres en el muelle.

Solo un saludo de fantasmas.

       Es una presencia que sobrevuela varios momentos de la percepción del sujeto lírico y va dejando una marca tangible en la parte final del poemario:

 

Los difuntos

se adhieren a destiempo

al almirante que se hincó

en la espesura

al imposible regreso de un héroe 

en brazos de su aldea.

                         (El rapto)

     Pues bajo la aparente serenidad de esta poesía fluye una angustia perdurable. Por eso se hermanan la visión esplendorosa del paisaje canario con el horror de la historia secreta del archipiélago tropical, que en un violento ramalazo se impone sobre la fragancia del archipiélago español para retrotraernos al espanto mismo de la llamada Reconcentración de Weyler en Cuba a fines del siglo XIX: edén e infierno, pues, pueden asentarse en la visión de las islas. Es un tópico antiguo, y enormemente fuerte, pero cuya reiteración ha sido, quién sabe por qué, eludida. Cintio Vitier quiso trazar una geografía de lo cubano en la lírica de su archipiélago, pero no señaló nunca este perfil del horror agazapado tantas veces bajo sensible insular. La poesía cubana lo hizo patente muchas veces: está en La isla en peso, de Virgilio Piñera; está, marcado en poemas enormes como “Saúl sobre su espada” y en mucho de la poesía de Gastón Baquero. No digo Lezama, porque es obvio y marcado el terror con que se cruzan en su poesía los abismos.

         Simple, desasida, trémula: la poesía de este libro rescata, una vez más, el sello profundo del diálogo entre islas, quizás como rescoldo palpitante de una unidad perdida, un estremecimiento misterioso de una fragmentada y trágica Atlántida del alma lírica hispánica.


Luis Álvarez (Camagüey, 1951). Poeta, crítico literario e investigador cubano. Es Doctor en Ciencias (2001) y Doctor en Ciencias Filológicas (1989), ambos por la Universidad de La Habana, donde trabajó durante varios años. Distinguido con el Premio Nacional de Literatura (2017), recibió además el Premio de Pensamiento Caribeño que otorgan la Universidad de Quintana Roo y la Editorial Siglo XXI.

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