LOURDES TOMÁS FERNÁNDEZ DE CASTRO

Con frecuencia, se oye decir que las cosas en la vida suceden por algo, o que la vida misma sucede para que aprendamos algo. Supongo que tales  aseveraciones comportan el propósito inmediato de conferirle un sentido práctico a nuestra existencia, y el fin ulterior de encontrar en ese sentido alguna esperanza o algún consuelo. Lo que sí no se oye decir con frecuencia es que nuestra muerte tenga un objetivo, o que nuestra conciencia de ser mortales resulte imprescindible para que nuestra existencia cobre significado. Yo, al menos, no se lo oído decir a nadie.  Lo he leído, sin embargo, o, más bien, lo he inferido de mi lectura de dos obras literarias. Una de ellas es una narración breve en primera persona, cuyo autor es Jorge Luis Borges, y cuyo título, muy sugerente, por cierto, es "El inmortal".  La otra obra de las dos a que aludía es una de las mejores novelas de la literatura cubana: Los pasos perdidos de Alejo Carpentier. ¿Cómo aciertan estos autores a justificar la muerte, o a explicar por qué es necesaria? Comenzaré con "El inmortal" de Borges. Su narrador, un anticuario que en el siglo XX se presenta con el nombre de Joseph Cartaphilus, y que diecisiete siglos antes dice haberse llamado Flaminio Rufo, nos refiere que a resultas de su frustración como militar en tiempos del emperador Diocleciano, dio en el propósito de hallar la secreta ciudad de los inmortales. Después de un arduo y peligroso viaje, nuestro narrador, que inspira cualquier cosa menos confianza, llega, nos dice, a la dudosa ciudad, y, pese al hermetismo de los muros que la rodean, consigue penetrar en ella, si bien sólo para descubrir unas edificaciones caóticas, completamente deshabitadas. Allí no vivía nadie. Sin embargo, fuera de los compactos muros, sobre las arenas del desierto en que se erigía la ciudad, yacían, desnudos, unos hombres que no sabían hablar, o que tal vez hubieran olvidado hacerlo, pues no se comunicaban entre sí. A veces cazaban una serpiente y se la comían, pero no hacían nada más, ni nada en el mundo les suscitaba interés; como las bestias, existían indiferentes a todo. ¿Quiénes eran? El narrador no tarda en descubrir que aquellos sujetos, a quienes califica de trogloditas, eran los inmortales. Y poco después concluye que La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. El significado de todo esto me resulta evidente: si no fuera porque vamos a morir, y si no fuera, sobre todo, porque, a diferencia de las demás criaturas de este planeta, los humanos nos sabemos mortales, pospondríamos indefinidamente el trabajo creador, la comunicación con los demás, el amor, la compasión: pospondríamos la vida misma, en fin, y llegaríamos a ser como las bestias.  Es significativo que el narrador de este cuento nos diga que uno de los trogloditas había caído en un hoyo, y había permanecido allí sesenta años, padeciendo hambre, sed y desesperación, sin que nadie acudiera a rescatarlo. ¿A qué  brindarle ayuda o apresurarse a hacerlo, si el infortunado, por más que sufriera,  no se iba a morir?  La muerte y la conciencia de ese plazo definitivo y terrible nos hace preciosos (valiosos para nosotros mismos y los demás) y capaces de dolor, de piedad, de sensibilidad creadora. Nuestra vida vale, porque sabemos que se nos acaba. Somos compasivos y laboriosos, somos humanos, porque no somos inmortales y no lo ignoramos.

Y precisamente en esa capacidad para el dolor y la piedad Carpentier identifica el origen de la música y, por extensión, del arte.  El narrador de Los pasos perdidos reconoce el nacimiento de la música en el canto fúnebre que entona un aborigen en la selva sudamericana. El dolor, vinculado aquí también a nuestra conciencia de la muerte, ensancha nuestra sensibilidad y de esta suerte nos capacita para crear arte y para degustarlo. Paradójicamente, en la suma fruición de la gloria encuentra el dolor su fin, su sentido.

Aun así, la muerte me sigue pareciendo terrible, pero Carpentier y Borges me persuaden de que no por terrible deja de ser indispensable ese plazo de plazos. Y quizá alguien afirme que Dios no se equivoca: porque nos quería humanos, nos hizo mortales y conscientes de ello. De todas las criaturas de la Tierra, el hombre fue la única que mereció la ardua y honrosa expulsión del paraíso.  


Lourdes Tomás Fernández de Castro (La Habana, Cuba). Ensayista y narradora. Ha publicado el libro de cuento Las dos caras de D (Sibil, 1985); Fray Servando Alucinado (University of Miami, 1994, Premio Letras de Oro (ensayo); Espacio sin fronteras ( Premio Casa de las Américas, 1998 (ensayo); y la novela El domador (Vinciguerra, 2007). Reside entre Miami y Buenos Aires.

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