Severo Sarduy, dramaturgo neobarroco

LUIS ÁLVAREZ


Severo Sarduy es, sin la menor duda, uno de los intelectuales cubanos de mayor relieve. Poeta, ensayista, narrador, crítico de arte, su multiforme obra se proyectó, con idéntica estatura, en diversos géneros y es, el más literal y estricto sentido del término, uno de los pocos verdaderos polígrafos cubanos: fue, también en este rasgo de su escritura, un ejemplo de esa difícil integración del neobarroco latinoamericano que él contribuyó a definir y ese postmoderno que ha venido produciéndose en Occidente desde la segunda mitad del siglo XX. De hecho, hay bastante consenso en cuanto a que Sarduy fue la figura capital del llamado Baby boom latinoamericano o etapa última y peculiar del llamado, quizás erróneamente, Boom de las letras de nuestra América. Autodefiniéndose como un heredero, en particular de la obra inmensa de otro de los grandes cubano, José Lezama Lima, el autor de Cobra aportó su propia perspectiva a la teorización del neobarroco en nuestras tierras y, si bien fue en efecto un heredero del pensamiento lezamiano sobre el tema, lo cierto es que su teorización de la expresión americana está marcada por otros puntos de vista. En efecto, Sarduy se asomó al neobarroco desde una óptica más amplia y, si se quiere, mucho más densa y fundamentada, que apeló incluso a la cosmología y nuevos modos de considerar la dinámica del espacio sideral para hallar una fundamentación más osada y magnética acerca del porqué la humanidad, a partir de fines del siglo XVI (ciertamente marcado por magnos descubrimientos astronómicos), transformó no solo su percepción del espacio físico, terráqueo o no, sino asimismo su autocomprensión. Igualmente, su enfoque de categorías asumidas como centrales para la comprensión del neobarroco, en particular las de retombée y trompe l’oeil, confieren un sello muy peculiar a sus reflexiones sobre el tema. Y ello mismo aporta un sello indeleble a la reflexión cubana acerca del neobarroco. Pues, a poco que se piense, aunque el tema del barroco y el neobarroco no es, desde luego, exclusivamente objetnodo centro de importantes aportaciones de cubanos, en particular (aun si obviamos el interés augural de José Martí sobre un estilo barroco que aún no había sido identificado en su época) en el caso de José Lezama, Alejo Carpentier y Severo Sarduy, sin que podamos obviar ciertas reflexiones de algún relieve en el caso de Roberto González Echeverría y otros ensayistas insulares del siglo XX y XXI.

El tema del neobarroco, como acabo de subrayar, ocupa un lugar importante en la reflexión ensayística cubana. El asunto tiene un interés peculiar, pero no simplemente porque se haya producido, en el tercio final de la centuria pasada, una especie de auge intensificado de reflexiones europeas sobre el tema, en particular a manos de semiólogos de relieve como Omar Calabrese. El neobarroco ha sido considerado un componente de importancia en la cultura de Cuba y de Hispanoamérica. Su interés mayor radica en que no se lo ha abordado desde una perspectiva orgánica, sino que, por el contrario, ha sido objeto de consideraciones de variado calado e intensidad. La revitalización del Barroco como encuadre estético-estilístico, se viene produciendo desde inicios del siglo XX, de hecho desde antes, a través de diversos momentos y autores de la literatura cubana. El propio Martí, al valorar el centenario de Calderón en Madrid en la década del ochenta del siglo XIX (1), asume por momentos en su texto modalidades estilísticas que evocaban la época barroca: era un juego de ingenio, adorno erudito de la propia escritura.

El camagüeyano Severo Sarduy fue uno de los grandes ensayistas cubanos del barroco y el neobarroco. Su diferencia con Lezama y Carpentier —con quienes, como apunté, forma el núcleo duro de la teorización cubana sobre el barroco hispanoamericano— se asienta en la visión de la cultura que contextualiza el arte barroco —ya europeo, ya hispanoamericano—. Sarduy construyó un discurso teórico, donde la reflexión culturológica se mantiene en primer plano por encima de la vivencia del poeta o el entusiasmo del narrador. Como Lezama, y como Carpentier, Sarduy asume el artificio barroco como inseparable de la lengua literaria en español. Sarduy consigna: “He tratado de significar este universo con el mínimo de elementos: un vocabulario reducido, repetitivo, «vaciado». El barroco es la tendencia natural del español. Vaciar la frase es postular, otra vez, la literatura como artificio”. (2)

La consideración no es ni vivencial ni sintética: su mirada es esencialmente culturológica, en un sentido amplio que valora profundamente la interrelación entre el Barroco histórico y el desarrollo cosmológico de la época. Si Sarduy, como Carpentier, comprende que el Barroco se relaciona intensamente con una concepción del espacio, también percibe con nitidez que el Barroco, en tanto arte, no es la única reflexión humana que, en los siglos XVI y XVII, se concentra en este tema. La astronomía se lanzaba entonces a definir, a la vez, el espacio de la Tierra y el del cosmos. Sarduy considera que los hallazgos astronómicos interactúan con la actitud estética y gnoseológica:

La reforma copernicana y la sumisión del espacio a la ley terminan con esta concepción de la Tierra como extensión propicia a lo casual, a lo discretamente irracional. El planeta dejará de ser un escenario borroso que duplica sin acierto al celeste, ámbito del fenómeno opacado, cubierto —como el cielo se cubre—; al mismo tiempo que postula su marginalidad, el Cosmos copernicano, heliocéntrico, afirma su autonomía: no refleja ningún exterior, no es una región; lo que en él ocurre no es una repetición degradada. Ninguna esfera ideal lo modela. La retombée de este gesto epistémico —su preparación mediata, su etiología inconexa— está, rigurosa isomorfía, en la transformación radical de sentido que tiene lugar en el espacio urbano y notablemente en el discurso que lo enuncia y así lo objetiva [...]. (3)

Su visión de la perspectiva barroca tiene una doble dimensión, a la vez culturológica y noética. Sarduy suscribe igualmente la vocación barroca y neobarroca de la América Hispánica; de modo semejante, las transculturaciones del continente también son consideradas terreno fecundante para la aventura barroca de la cultura hispanoamericana. Sarduy cala muy hondo, tanto por su interés obsesivo en explicar la curiosidad barroca que Lezama había vivenciado poéticamente, como por su valoración de una serie de teorías que a fines del siglo XX, adquieren gran prestigio y en por su reflexión sobre la cultura. Así, Sarduy no se detiene en la superficie temática del mestizaje, sino que se proyecta hacia un substrato cultural que Carpentier había intuido: la profunda transculturación hispanoamericana ha conducido a una carnavalización intensa, donde continúan apareciendo inversiones de valores culturales, aprovechadas en la maquinaria cultural del Continente.

Añade Sarduy una percepción eminente del dialogismo, como peculiaridad hispanoamericana en la cual se intensifican los cruces de códigos, las transcodificaciones, la hipertelia semiótica. Para él, en nuestra América se construye un ámbito destinado a una multiplicidad de dialogismos (lingüísticos, míticos, rituales, arquitectónicos, culinarios, etc.). Todo eso ha llevado al paroxismo del diálogo imposible, de la autonomía nómica del mensaje escrito, de manera que, como expusiera Martin Lienhard en La voz y su huella (4), el proceso de la Conquista resultase acompañado por una desmesura de la palabra, y en particular de la escritura. Sarduy percibía, pues, en la aventura astronómica y en la aventura estética de la época barroca, una verdadera epopeya cosmológica:

Espacio del dialogismo, de la polifonía, de la carnavalización, de la parodia y la intertextualidad, lo barroco se presentaría, pues, como una red de conexiones, de sucesivas filigranas, cuya expresión gráfica no sería lineal, bidimensional, plana, sino en volumen, espacial y dinámica. En la carnavalización del barroco se inserta, trazo específico, la mezcla de géneros, la intrusión de un tipo de discurso en otro —carta en un relato, diálogos en esas cartas, etc.—, es decir, como apuntaba Bakhtine, que la palabra barroca no es sólo lo que figura, sino también lo que es figurado, que esta es el material de la literatura. Afrontado a los lenguajes entrecruzados de América —a los códigos del saber precolombino—, el español —los códigos de la cultura europea— se encontró duplicado, reflejado en otras organizaciones, en otros discursos. Aún después de anularlos, de someterlos, de ellos sobrevivieron ciertos elementos que el lenguaje español hizo coincidir con los correspondientes a él; el proceso de sinonimización, normal en todos los idiomas, se vio acelerado ante la necesidad de uniformar, al nivel de la cadena significante, la vastedad disparatada de los nombres. (5)

Severo Sarduy, colocado muy cerca del puente conector entre la reflexión hispanoamericana y la europea sobre el neobarroco, anticipa, en esa década del setenta en que apenas comenzaba a discutirse el asunto, la reflexión sobre la crisis de la cultura moderna. Su pensamiento sobre el Barroco histórico se proyecta inconscientemente a preparar el camino al debate sobre la postmodernidad. La brasileña Irlemar Chiampi comenta: “Artificio y metalenguaje, enunciación paródica y autoparódica, hipérbole de su propia estructuración, apoteosis de la forma e irrisión de ella, la propuesta de Sarduy —sobra decirlo— selecciona entre los rasgos que marcaron el barroco histórico los que permiten deducir una perspectiva crítica de lo moderno”. (6)

Sarduy insiste en la relación entre Hispanoamérica y el Barroco, puesto que adelanta una explicación asentada en su propósito culturológico y, al hacerlo, subraya la interrelación entre el exceso y el vacío, entre el horror vacui y el mero juego despojado de solemnes significaciones referenciales, la agresión continua al lenguaje y la ambición de establecer una gramática:

El barroco, sobreabundancia, cornucopia rebosante, prodigalidad y derroche —de allí la resistencia moral que ha suscitado en ciertas culturas de la economía y la mesura, como la francesa—, irrisión de toda funcionalidad, de toda sobriedad, es también la solución a esa saturación verbal, al trop plein de la palabra, a la abundancia de lo nombrante con relación a lo nombrado, a lo enumerable, al desbordamiento de las palabras sobre las cosas. De allí también su mecanismo de la perífrasis, de la digresión y el desvío, de la duplicación y hasta de la tautología. Verbo, formas malgastadas, lenguaje que, por demasiado abundante, no designa ya cosas, sino otros designantes de cosas, significantes que envuelven otros significantes en un mecanismo de significación que termina designándose a sí mismo, mostrando su propia gramática, los modelos de esa gramática y su generación en el universo de las palabras. Variaciones, modulaciones de un modelo que la totalidad de la obra corona y destrona, enseña, deforma, duplica, invierte, desnuda o sobrecarga hasta llenar todo el vacío, todo el espacio —infinito— disponible. Lenguaje que habla del lenguaje, la superabundancia barroca es generada por el suplemento sinonímico, por el “doblaje” inicial, por el desbordamiento de los significantes que la obra, que la ópera barroca cataloga. (7)

La narrativa, la poesía de Severo Sarduy trasuntan esta vocación apasionada por la estética neobarroca. De dónde son los cantantes, por ejemplo, evidencia una poética que obliga a reconocer ese libro como una obra que se ubica, en cuanto a voluntad de estilo, como un texto que trasciende el marco específico de, por ejemplo, una gran novela carpenteriana como El siglo de las luces. Es como si Sarduy delinease su espacio narrativo precisamente después de la amenazadora explosión en la catedral de Carpentier. Esta novela suya resulta una especie de recomposición prodigiosa de fragmentos incontables de códigos culturales, en una inmensa alegoría no sólo de la cultura cubana en sí, sino también de la cultura humana en su sentido más amplio. Pero no es la superposición de factores, en cadenas secuenciales especialísimas, a la manera en que Carpentier trabaja su “real maravilloso americano”. Sarduy, muy lejos de esto, en De dónde son los cantantes se transparenta una deconstrucción permanente de secuencias semánticas de la cultura cubana, y, por lo mismo, de las culturas que, en su transculturación, configuraron la de la Isla. De aquí que el lector enfrente en esta novela un microcosmos donde, bajo la apariencia de un eje estructural constituido por los personajes recurrentes, éstos se transforman proteicamente, una y otra vez, y asumen rostros diversos de la cultura cubana, en un diluvio de matizaciones, frases hechas (truncas), alusiones míticas, folklóricas, musicales, incluso del mundo de la más rasa propaganda comercial. La novela se levanta en un dinamismo que no tiene ya que ver necesariamente con la acción argumental ocon la psicología de los personajes, sino con una inacabable y torrencial muestra de factores de la cultura de la isla, un caleidoscopio nacional que no se limita nunca al mero ejercicio lúdico, porque opera con una poderosa mimesis de las grandes fuerzas centrípeta y centrífuga del cosmos. Todo devuelve al lector a la médula misma de la cultura nacional en su devenir, pero, simultáneamente, todo parece disolverse en su propio movimiento interno, creando espacios vacíos que, al instante, se llenan de imprevistas alteridades, de importaciones descaradas, de transformaciones de la perspectiva, de revalorizaciones prodigiosas. Esta técnica, que aparecerá, con otros perfiles, en el resto de la obra de Sarduy, en esta polifónica novela adquiere un paroxismo y un fervor verdaderamente extraordinarios. Por ello De dónde son los cantantes es una trasgresión de la novela canónica en la cual el argumento era el eje sustentador. Sarduy, en una actitud esencialmente postmoderna —sobre todo neobarroca— concentra su atención fundamental en el juego y rejuego de interconexiones de signos, jirones del lenguaje, alusiones traviesas, ecos que se asordinan gradualmente en la memoria cultural. Así construye un edificio extraordinario que, en su sorprendente dinamismo, trasunta la fragancia poderosa del (neo)barroco criollo, de lo cubano indoblegable, trágico, sensual, atormentado y sonriente.

Su creación como dramaturgo, por lo demás, resulta tal vez la zona menos transitada por la crítica cubana, a lo que ha contribuido también el hecho de que escribió apenas seis textos para la escena: La playa, La caída, Relato, Los matadores de hormigas, Tanka y Je vous écoute. Estas obras, sin duda extraordinarias, revelan perspectivas peculiares de construcción escénica. Su brevedad, su carácter profundamente cuestionador —en primer término, del propio hecho escénico—, su integración de lenguajes específicos de diversas áreas de la cultura, muestran que Sarduy, en su veta de dramaturgo, asumió su escritura con marcada concentración creativa.

Se interesa ante todo por impulsar una dinámica del texto mismo. Obedece en ello a una personal concepción de la literatura, actitud resultante de su enorme cultura, de su insaciable perspicacia estética, de su vinculación, estentórea a veces y otras latente, con distantes territorios del saber y la cultura humanos —de la cosmología al kitsch, del estructuralismo a la teoría del neobarroco, de los lenguajes de los medios de comunicación masiva, al alquitarado tejido del idioma—. Así, el espacio escénico de sus obras suele ser un área de estirpe borgiana —otro aleph donde confluye el universo, pero matizada de pasión sensual, sarcasmo enraizado en el insular choteo y clarividencia conceptual, que son sello inconfundible del autor de Escrito sobre un cuerpo—, y en su ámbito confluyen voces diversas, que se intercambian, más que información, matices connotativos. La linealidad temporal es sustituida, con deliberación palpable, por una serie de alternancias: en particular, en La playa, los personajes —voces más bien, escritura libre de toda otra atadura convencional— entrecruzan, en el mejor sentido neobarroco de traslapamiento e incluso de trampantojo estilístico (indefinición, por ejemplo, de las identidades de los personajes) tanto líneas de conducta como de perspectiva temporal, de modo que pasan del pasado al futuro con la misma inconsciente ligereza con que, en nuestro tránsito vital, los seres humanos atravesamos las imprecisas cámaras del tiempo vivencial. Esos personajes, tanto los de La playa, como los de sus otros textos escénicos, dígase La caída, buscan funcionar como una verdadera materialización lingüística en la que se integran —por y para un lenguaje neobarroco— de fuerzas dinámicas y de la acción dramática. Por eso, con más fuerza que en cualquier constructo teórico de Propp, Souriau, Greimas o Ubersfeld, personajes y trama se disuelven en un proceso de esenciales intercambios entre voces concurrentes en una peculiar cámara de ecos. Pero Sarduy está buscando algo mucho más intenso que una mera ilustración de la conceptualización de actantes, procurada desde el formalismo ruso hasta la semiología del teatro. Alto teorizador, Sarduy está persiguiendo en su teatro algo muy diferente del ejercicio de ideas; en verdad, su obra dramática tiene como personajes centrales al Lenguaje, al Receptor y al Emisor, como entidades que, a la vez, integran y rebasan el texto teatral. Los seres de esta escena peculiar son significativamente seis, tanto en La playa como en La caída. En ningún caso se trata de seres pirandellianos en busca de un autor o director que los materialice; el juego intertextual es mucho más profundo y sutil: en cada una de estas dos obras singulares, las seis voces se traslapan, se transfiguran, en un juego a la vez de travestissements y de rotación de roles y de temporalidades, mientras el espacio objetivo subyace en apariencia inalterable a pesar de las transformaciones entrañadas por los diálogos y los diversos juegos especulares. Al cabo, este teatro sarduyano constituye una de las formas más acabadas de escritura barroca latinoamericana, en la cual, por lo demás, confluyen desde los más esquématicos textos de la propaganda comercial hasta la música del Tibet, de Angola, de Mozambique, de Goa, Mushroom Ceremony of the Mazatec Indians of Mexico, la música árabe innominada de Je vous écoute, o el pueril sonido de un humildísimo juguete popular italiano, cuyo clic-clac va jalonando La caída. En el fondo, se presiente la nostalgia de la integración total que, entre todas las piezas teatrales sarduyanas, evidencia con mayor nitidez Je vous écoute, donde uno de los dos personajes, la Ella que, en realidad, es un muchacho —fusión de los sexos—, evoca la brusca luminosidad en que, al escuchar la música, surge de ella la voz grabada de un hombre rodeado de muchachos, imagen de un rito sexual que apenas se adivina en su crudeza y su total angustia, donde domina una visión fundamental: el exceso de nitidez conduce al desdibujamiento, la vida de los cuerpos exhibe una vocación de muerte. No la dualidad, sino la fluencia entre vida y muerte, el caos detonante, la inestabilidad barroca dominan con su esplendor sombrío y centelleante las piezas de Sarduy.

Si La playa es un homenaje al cuerpo desnudo, y, en cierto sentido tácito, al erotismo ciego, arrasador e incontrolable, La caída se adensa en la degradación de lo corpóreo, en el barrunto de la muerte como forma de aniquilar al ser de un modo tan insensible como se cortan, en un helado proceso de edición radial, los segmentos ya no deseados de infinitas grabaciones.

Relato juega a la incógnita temporal, a lo irremisible —y, por ello, en alguna medida eterna— del presente, que si resulta inadvertido para el hombre, tiene también su faceta demoledora y ominosa para el texto literario. En Relato, la escritura se empina como una cabeza de yeso sobre la cual se hubiesen dibujado indescifrables ideogramas negros: este es uno de los perfiles del conflicto dramático de la obra, donde la voluntad de cortes bruscos e interrupciones del diálogo alcanza el paroxismo. Porque se trata, ante todo, de una visión fluyente del arte, pero sobre todo de la existencia humana, donde la comunicación fática, las interrupciones dialógicas que aparecen de forma reiterada, ya sea en Los matadores de hormigas, ya sea en Tanka —esa violación de uno de los más perdurables cánones dramatúrgicos—, las reiteraciones escalonadas de frase, dan cuenta de una voluntad de creación en la cual la obra escénica se presenta en su esencial desnudez de escritura: son voces descarnadas las que encarnan conflictos y fluencia de la acción. Una audacia tal queda asumida, en su total franqueza, en la acotación que antecede su obra Relato, donde Sarduy declara que en ella participan —y se añade con sabrosa ironía insular— textos, como la página de anuncios del Justice Weekly, la página científica de Le Monde, el texto de Hopeless —un cuadro de Lichtenstein—; una página de Naked Lunch, de William Burroughs; una descripción de Récits d´une vie fugitive, de Chen Fu, y, desde luego, pasajes de su novela Cobra. Tales intertextos cobran una dimensión activa—son cuasi-personajes, sustentos de acción, atmósfera barroca— a lo largo de esta obra escénica.

El juego de imágenes que se producen y autorreproducen, es característico del barroco desde la época venerable de La bella y la bestia, de Leprince de Beaumont hasta el lezamiano Paradiso, asoma el rostro en el teatro de Sarduy. Las imágenes visuales —el ser y su reflejo especular; el espejo y su doble, el ser y sus sosias infinitos— tienen un correlato en imágenes acústicas, que adquieren un relieve inusitado y, por sí solas, transgreden y festejan la audacia con que se levantan estos edificios de escritura escénica: de aquí las resonancias diversas, las acotaciones que insisten en que los textos en cursiva —o subrayados—, tienen que ser pronunciados simultáneamente por los actores, sin cuidarse de la inteligibilidad de la frase. Esta exigencia del dramaturgo confirma que, de modo perceptible y aun declarado, lo que importa no es la comprensión lógico-comunicativa, sino la confirmación del caos raigal de una visión barroca de la interrelación humana como movimiento y, también, como purificación. Por eso, el preciosismo de indicar la música para esos textos: se trata de convocar a un lenguaje más, que no se superpone ni acompaña, sino que se integra al torrente de las voces, imágenes visuales —lámparas de neón, hipocampos, taburetes turcos, — y malabarismos contextuales. Para usar una frase de una de sus acotaciones, se trata de una galaxia de voces, donde, en efecto, como él ha querido, los tiempos verbales se contradicen entre sí y se anonadan en un lenguaje único, amalgama lujosa de instantes que, entre todos, develan un ángulo furtivo del rostro de la eternidad, esa noción de trampantojo en la existencia humana, pero, sobre todo, en la monumental obra de Severo Sarduy.

Notas

1 Cfr. José Martí: “El Centenario de Calderón”, en: Obras completas. La Habana. Ed. de Ciencias Sociales, 1975, t. 15, p. 119-120.

2 Severo Sarduy: Prólogo del autor a “La playa”, en: Severo Sarduy: Obra completa. Edición crítica. Gustavo Guerrero y François Wahl, coordinadores. Madrid. ALLCA XX, 1999, t. II, p. 1010.

3 Severo Sarduy: “Barroco”, en: Obra completa, ed. cit., t. II, p. 1212.

4 Martin Lienhard apunta, entre otras ideas: “El texto escrito, legitimado a su vez por otras «escrituras», expresa en última instancia la voluntad divina.” [La voz y su huella. La Habana. Ed. Casa de las Américas, 1990, p. 31].

5 Severo Sarduy: “El barroco y el neobarroco”, en: Obra completa, ed. cit., p. 1395-1396.

6 Irlemar Chiampi: “La literatura neobarroca ante la crisis de lo moderno”, en: Criterios. Revista de Teoría de la Literatura y las Artes, Estética y Culturología. La Habana. Número 32. Cuarta época. Julio-diciembre de 1994, p. 177.

7 Ibid., p. 1396.


Luis Álvarez. Camagüey, Cuba, 1950. Poeta y ensayista. Premio Internacional de Pensamiento Caribeño en el 2003. Premio Extraordinario de Ensayo sobre José Martí Casa de las Américas, 1995. Mención de Honor en el año 2007 en el Concurso Internacional René Uribe Ferrer sobre pensamiento y lenguaje, convocado por la Universidad de Bogotá, Colombia, y el Instituto Cervantes de Madrid. Ha publicado más de cincuenta libros y decenas de ensayos sobre literatura, cine, crítica de arte, pensamiento cultural, filosofía y otros temas en su país natal, España, México, Alemania, Corea del Sur, Brasil y Argentina, entre otros. Doctor en Ciencias y Doctor en Ciencias Filológicas por la Universidad de La Habana. Profesor Emérito por la Universidad de las Artes de Cuba. Actualmente es periodista en las revistas en Madrid Árbol Invertido y Alas Tensas, ambas en Madrid.. Reside de modo permanente en Brasil.

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