Muerte en exilio
JACOBO MACHOVER
Todos se mueren, en exilio. Nunca lograron soportar ese alejamiento de la ingrata tierra que los vio nacer. Soñaban, gritaban o se callaban. No como yo. Se acercaban a nuestra tierra para seguir oliendo sus efluvios, del otro lado del mar, en el estrecho de la Florida. No como yo. Se concentraban en lo que pudiera suceder en las ciudades o en los pueblos donde había transcurrido su infancia y su juventud. No como yo.
Raúl Rivero se murió. Él no soñaba tanto. Había sido demasiado maltratado en la cárcel. Cuando estaba encerrado, nos mantuvimos en contacto permanente, mucho más que antes. Yo tenía entre mis manos, por entrega de un exiliado ya muerto también que, decía él, había sido amigo suyo de infancia, un poemario suyo, que me había puesto a traducir, lentamente, con esmero. Después del 18 de marzo de 2003, primer día de la primavera negra de Cuba, traduje sus poemas a toda velocidad, haciendo a la vez gestiones para publicarlo. Fue rápido, pero nada fácil. Yo sabía que su esperanza se iba a confundir con la mía que, de sus palabras transmitidas por mí, dependería su liberación. Así fue, en parte. Pero tuve que negociar arduamente. Todos y todas, entonces, pretendían apropiárselo, ya que se había vuelto un emblema. Yo no: estábamos en fusión, aunque a tanta distancia…
Una vez liberado Raúl, milagrosamente, a los dieciocho meses más o menos, antes incluso de irse de Cuba para siempre, ya yo me había volcado en un intento de liberación de otro poeta, su amigo Ricardo González Alfonso. Todos se habían focalizado sobre Raúl, únicamente, porque les hacía falta una personalización de las campañas de solidaridad. A mí me parecía que era un error —trágico. En efecto, si lo liberaban, producto de la presión internacional —y de sus propios versos, (mal) leídos en su versión francesa por actores y actrices que no lograban sentir ni la escansión ni los sentimientos ni el sentido de esas palabras sencillas y tan fuertes, desgarradoras—, todos se iban a olvidar de los que quedarían en la cárcel. Fue lo que ocurrió. A pesar de otra traducción, esta vez de los poemas de Ricardo, que me llegaron en unos minúsculos papeles sacados de la cárcel, con letra de prisionero, todos se olvidaron de los que quedaban, varias decenas de las 75 iniciales. Cumplieron alrededor de siete años y medio de penas que giraban alrededor de veinte años, como siempre. Tuvieron “suerte”: no cumplieron sus veinte años y muchos de ellos siguen vivos.
Con el anuncio de la muerte de Raúl es que me doy cuenta de cuánto aquella triste primavera me dejó marcado. Tal vez por la cercanía con aquellos presos cuando aún estaban en la cárcel —ellos se enteraban de todo, lo sé, pero no sé cómo— y por haber vibrado con su liberación. Les fui a dar discretamente la bienvenida a su llegada a Madrid, en un encuentro casi íntimo, en la Fundación Hispano-Cubana, que era como su verdadera casa. Les habían dado otras, dos albergues, donde no los recibieron como se merecían y algunos hasta les lanzaban insultos. La solidaridad era su hogar. Su existencia posterior fue la misma que la de muchos ex presos, los que los precedieron: la dispersión, la soledad, el olvido. Todo ello se fue produciendo progresivamente, a la vista de pocos. El exilio es un eterno recomenzar.
A mí, sin embargo, son los que me quedan más cerca, por el tiempo (diez o quince parece poco) y por la cercanía (espiritual) cuando estaban presos. Estuvimos en ósmosis permanente. Sentí su propio dolor y logré engullir sus palabras, hacerlas mías, igual que si fueran de mi propia familia. Ahora, con la partida de Raúl, me estoy preparando yo también. Durante un tiempo, largo, me dio la sensación de convivir con ellos, de ciudad en país, de residencia en apartamento, olvidando o recordando unos versos antiguos, algunos nuevos. No sé si llegué a formar parte de sus familias, pero me acogieron en lo más íntimo, sin desconfianza, con agradecimientos incluso, no sé si merecidos. No pude hacer más, sólo alabar su valor por haberse entregado en cuerpo y alma a la libertad. Años después, es lo que me queda. No es suficiente. En la isla, no hay memoria. Habrá que esperar un tiempo infinito hasta que se difunda la obra de los que se fueron, al exilio y a la muerte. Seremos pacientes. Después de todo, eso fue lo que pasó en otros lares, donde hubo poetas semejantes a Raúl Rivero, cuya obra no fue (re)conocida sino por unos pocos, que heredaron su ejemplo, bastante contradictorio en el tiempo, por cierto. No pretendo idealizar. Como muchos, como tantos, fue él un defensor a ultranza de esa mierda revolucionaria. Pero, tal vez por ello, su rabia posterior haya sido más profunda. Más radical, igual que la mía. Fue un cuestionamiento dirigido contra sí mismo, sin contemplaciones. En algún escrito mío, que él recordaba perfectamente cuando nos vimos por primera vez en Madrid, él libre, yo de visita y feliz de poder conversar con él, por fin, yo apuntaba sus anteriores posiciones erráticas. Le contesté como pude, diciéndole que yo siempre digo la verdad. ¿También sobre mí mismo? Eso creo.
Los jóvenes cubanos rebeldes de ahora no pueden verlo de la misma manera. No han estado metidos hasta el cuello en el fango. Pueden rechazar sin problemas los excesos y los crímenes, con una gran ingenuidad, sin embargo. No saben lo que es el presidio por tantos años, no saben lo que es el silencio del mundo, no saben lo que es el oprobio de todos contra ellos. ¿Tendrán memoria cuando llegue el momento? Eso espero, por Raúl Rivero y por todos los demás. Y por mí. Él no se va a quedar solo mucho tiempo. Claro que ya no lo está: son tantos los que se han adelantado a él, con quienes puede conversar en verso libre, que es imposible contarlos, nombrarlos.
Mi querido Jesús Zúñiga, que no había estado en la cárcel durante años, pero sí a menudo en Villa Marista, la sede de la Seguridad del Estado, también se juntó con ellos. Él era diferente. No era poeta, era periodista, independiente del poder, de todo poder. Se expresaba con rabia, confusamente a veces, siempre con una convicción intacta. Fue mi amigo, muy cercano, íntimo. Murió casi al lado mío, en nuestra ciudad de exilio común, un tanto apartada de los lugares habituales de refugio. Pero en realidad siempre estuvo en su ciudad natal, que es también la mía. Una nostalgia viva. De su familia, de su vida anterior, hasta de sus terrores.
Me tocó a mí organizar la despedida, en tiempos de coronavirus. Una ceremonia limitada, casi a escondidas. Hablo con él varias veces al día, regañándolo a menudo, como si fuera, más que mi hermano de color, un hijo indócil, algo perdido en su nuevo mundo.
No regresó. Siguió batallando por la libertad de los presos, sus amigos, en la isla, gritando en cualquier foro en que se podía presentar o actuando en silencio por salvarles la vida, logrando convencer, con el apoyo de Amnesty International, al bravo Leonardo Bruzón que una huelga de hambre, después de otras muchas, le iba a ser fatal y que sería más útil vivo, aunque desterrado. Leonardo se lo sigue agradeciendo, ahora que Jesús, quien prefirió morir en libertad, ya no está.
¿A quién le toca ahora morir en esta Cuba libre en la distancia? Todos nos morimos, de exilio.
Jacobo Machover nació en La Habana en 1954 y vive en París desde 1963. Es actualmente catedrático en lengua, literatura y civilización hispánicas en la universidad de Aviñón, en Francia. Escribe indistintamente en español y en francés. Ha sido crítico literario y periodista en revistas y diarios como Magazine littéraire y Libération, así como corresponsal en París de Diario 16 y Cambio 16. Colabora en Revista de libros y Revista hispano-cubana. Entre sus libros se encuentran la novela Memoria de siglos (Madrid, Betania, 1991), la recopilación de relatos El año próximo en… La Habana (Madrid, Cocodrilo verde, 2001), y los ensayos La memoria frente al poder. Escritores cubanos del exilio: Guillermo Cabrera Infante, Severo Sarduy, Reinaldo Arenas (Valencia, Prensas Universitarias de Valencia, 2001), La dinastía Castro. Los misterios y secretos de su poder (Madrid, Áltera, 2007), La cara oculta del Che. Desmitificación de un héroe “romántico” (Barcelona, Ediciones del Bronce-Planeta, 2008), El terror “humanista”. Tribunales revolucionarios y paredón en Cuba (1959), Madrid, Editorial hispano-cubana, 2010 y El Sueño de la barbarie, Atmósfera Literaria, 2012 y El exilio lejos del paraíso, Atmósfera Literaria, 2016.