Del olvido, a la literatura como diagrama ontológico en las palabras y la memoria

ANTONIO CORREA IGLESIAS

Escribir, decía Reinaldo Arenas, es un acto de irreverencia, tanto en lo ético como en lo estilístico. Escribir solo puede ser un ejercicio de libertad no siempre cotejado por aquellos que se agrupan en el coro de las plañideras.

Huir de Cuba, no solo es vivir en libertad, es también acceder a una literatura que ha sido negada y que forma parte de un canon que no puede ser historiado desde la exclusión. No todos son conscientes de la responsabilidad que esto supone, no todos imaginan la magnitud del curso délfico que tienen ante sí; incluso, no todos los que viven en libertad han sabido calibrar lo que ésta significa como necesidad creativa.

El corpus narrativo y poético de eso que ha sido llamado literatura cubana, qué duda cabe, ha cobrado, históricamente, forma desde los exilios de sus escritores. No han cambiado mucho las cosas desde José María Heredia hasta Abilio Estévez, los apostatas, los tiranos, sin embargo, son los de siempre, solo sus nombres varían, no su naturaleza. «Escapar de una prisión -aun cuando a esa prisión se le llame “Patria”- es siempre un triunfo»[1]

«Son pocos los países que pueden darse el lujo, hoy en día, de albergar a un novelista. Es algo así como tener a un dinosaurio en una perrera; ni la pobre bestia puede sobrevivir allí, ni la perrera puede tampoco brindarle asilo.»[2]

Flaubert decía que la literatura era una orgía perpetua, sin embargo, ¿para qué sirve hoy un escritor? ¿para qué sirve hoy un escritor de ficción? La pregunta puede resultar ingenua, pero no lo es, sobre todo hoy cuando los sujetos ágrafos, la desmemoria a largo y corto plazo, la inmediatez que se persigue, el ser cauteloso, la voluntad de rehuir a los posicionamientos y el deber ser políticamente correcto, colman una vida donde todo es desechable.

¿Cómo conocí al sembrador de árboles?[3] es una pregunta que, sin ser inocente, articula una narrativa que termina convirtiéndose en un libro extraordinario y apasionante que a intervalos nos ruboriza. Abilio Estévez nos entrega un libro de cuentos que es sobre todo un ejercicio de peregrinaje, senderos de un rizoma, intersticios de un laberinto donde la nostalgia, los temores, los terrores y las añoranzas terminan vertebrando una Cuba persistente en la memoria.

«Paisaje que no existe» abre esta caja de ensoñaciones que llamamos libro y pauta la naturaleza de los itinerarios. Nada ha quedado de cuanto hemos dejamos atrás, todo ha sido abandonado, nuestra memoria carece de archivo, incluso la isla es un paisaje que solo existe en un pasado cada vez más remoto y desolador. «Como la huida había sido precipitada, con fuego y alevosía, carecíamos de recuerdos tangibles (e intangibles). Lo más preciso tenía que ver son las evocaciones».

Nada ha cambiado, desde Heredia evocando las palmas deliciosas, Que en las llanuras de mi ardiente patria, Nacen del sol a la sonrisa, y crecen, Y al soplo de las brisas del Océano, ¿Bajo un cielo purísimo se mecen? Hasta un Abilio Estévez que reconoce que «Un pueblo, el mío, enfermó de espera y terminó desesperado». Cuba ha sido el centro de un sufrimiento trágico y profundo de un exilio literario y político. El exilio de sus escritores, atestado de frustraciones y desvelos, de ubicuidades innecesarias ha hecho de estas evocaciones un territorio del cual emerge una nación imaginada, una isla empecinada por la grandilocuencia vana e insoportable, una isla donde «la elegancia desapareció como todo lo demás», una nación obstinada en «manifestaciones exaltadas de patriotismo».

Como en toda su obra, Abilio enrostra la racionalidad tardía con una prosa densa, con una narratividad que desbanca toda ligereza. Como diría mi colega y amigo Julio Lorente, los entornos profilácticos o acéticos no son su fuerte. La obra de Abilio Estévez está llena de sudor, de humedad, de sangre, de escombros, de «calor, polvo, oscuridad, olor a gas y a churre que termina conformando una combinación tan humana que es inhumana». En estas y en otras páginas, el ciclón, el mar que se desborda, las casas que se derrumban, la ciudad sepultada -Santa Cecilia- genera un sentido de lo grotesco que envilece a la alta cultura.

En ¿Cómo conocí al sembrador de árboles? Abilio coloca a Cuba, una vez más en el centro de su indagación literaria. Esa misma Cuba donde era indispensable hacerse invisible para poder existir. Abilio sigue siendo un escritor invisible, en Cuba al menos lo es, aunque la socarronería no le impide saltar la cerca y burlarse de los censores. «Qué no me dejan publicar? Eso es un pormenor. La perla es la enfermedad de la ostra. Y ¿cuántas ostras enfermas, que nadie verá nunca, no habrá en el fondo de los mares de la Polinesia?»

Desde «Tuyo es el reino», «Archipiélagos» hasta «¿Cómo conocí al sembrador de árboles?» asistimos a una búsqueda ontológica, pero, sobre todo, a una recuperación de cuanto hemos olvidado. Abilio desde las herramientas de una ficción, desemboca en la escritura y recupera una historia subrepticia que arroja luz sobre los olvidos de la historia oficial. La escritura no solo es un ejercicio de libertad, es también como diría Maurice Blanchot un ejercicio de recuperación desde el olvido. El olvido es la no presencia, «olvidar una palabra es encontrar la posibilidad de que toda habla sea olvidada»[4]. Olvidar una palabra, significa olvidar el lenguaje, de modo que reescribir esa palabra, desde un recurso literario es hacerla re-nacer no solo como palabra sino como una narratividad lo suficientemente novedosa como para constituirse en cuerpo. El cuerpo resucitado desde la palabra.  

Abilio es un renegado político como diría Jünger[5], un emboscado que recupera, desde la memoria, las palabras. Cuba no solo requiere hoy una crítica desde la performatividad del cuerpo como oposición, Cuba demanda, hoy más que nunca un ejercicio de recuperación de la memoria. Todo escritor que escapa de los totalitarismos de izquierda y derecha y que conserve un ápice de moral, debe afrontar el descomunal abismo de la desmemoria. Por eso Estévez se afinca desde su condición de exiliado y narra los episodios del espanto a través de heterónomos, es decir, a través de sí mismo.

La estirpe de lo que hemos sido, de lo que pudimos ser, de lo que hemos aparentado ser no es un fatuo argumento como hilo conductor, sin embargo, presupone un viaje agotador. Cuba es una presencia persistente, una pesadilla, un fatum trágico incluso cuando se escribe «un librito de poemas titulado Elogio de la guillotina».

¿Cómo conocí al sembrador de árboles? es un libro al que hay que regresar, como se ha de regresar a toda la obra de un autor irreductible. Su diagrama ontológico de este mapa nacional, es la excusa para escarbar en las entrañas de una nación que, sin serlo, es una cicatriz en el cuerpo de aquellos que huyeron de eso que han llamado Patria.


Referencias

[1] Arenas, R. (1986). Necesidad de libertad. Ediciones Universal p.163.

[2] Arenas, R. (1986). Necesidad de libertad. Ediciones Universal p.210.

[3] Estevez A. (2022) Tusquets Editores

[4] BLANCHOT, M. (2008). La conversación infinita [1969], trad. Isidro Herrera, Madrid, Arena. P.249

[5] Jünger, E., & Pascual, A. P. S. (1988). La emboscadura. Barcelona: Tusquets.


Antonio Correa Iglesias. Filósofo, Escritor y Crítico de Arte. Coordinador del Progama de Filosofía y Etica en Cuba, Universidad de Miami, US [2011 – 2022] Miembro del Consejo editorial de CdeCuba Art Magazine. Escribe para Hypermedia Magazine, El Estornudo, Rialta Magazine, Artepoli y Cuban Studies Journal Pittsburgh University. Es autor de los libros "Estéticas inasibles: ensayos sobre teoría y crítica de arte" Buenos Aires, 2022 y "Nuevas formas del entendimiento" España 2011

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