Conversaciones con Gastón Baquero

FELIPE LÁZARO

Gastón Baquero, uno de los poetas más importantes de Cuba y de la lengua, nació en Banes, el 4 de mayo de 1914, y murió en Madrid, el 15 de mayo de 1997, donde vivió exiliado desde 1959 Destacado miembro del grupo Orígenes, se desempeñó además como periodista en el Diario la Marina hasta que se vio forzado a abandonar Cuba a raíz del triunfo de la Revolución.  Entre sus poemarios más conocidos se encuentran Saúl sobre la espada, Memorial de un testigo, Magias e invenciones y Poemas invisibles. Dentro de su obra literaria también destacan varios libros de ensayos. Insularis Magazine reproduce en su sección de entrevista las Conversaciones de Gastón Baquero con Felipe Lázaro, como parte del epílogo de la Antología Poética, Gastón Baquero lo que no se ve (Editorial Betania, 2024). 

Primera Conversación, 1987

Visitar la casa de Gastón Baquero, en la madrileña calle de Antonio Acuña, es como acercarse a una prolongación de Cuba en España, donde los retratos de José Martí acompañan a los de Rilke y Whitman, mientras las paredes desaparecen repletas de estanterías de libros, que son su cotidiana obsesión, sumergido constantemente en sus interminables lecturas. ¿Cómo influyó en tu formación y vida literaria el haber nacido en un pueblo como Banes, más en contacto con la naturaleza, el campo, los cultivos y tu posterior descubrimiento de La Habana, más cercana de lo foráneo, de la influencia extranjera?

–Mi pueblo natal –no era exactamente un pueblo campesino con predominio de lo rural sobre lo urbano. Por la presencia allí, desde el año 2, de la United Fruit Company (seamos justos, mal que moleste) la calidad de vida de ese pueblo, que presumía de haber sido la capital indígena de Cuba, Baní, era deseada y envidiada por muchos otros pueblos del contorno.

Una de las consecuencias o razones de esa calidad de vida era la abundancia de las escuelas públicas y privadas. Hasta los que por razón de pésima condición económica no asistíamos a la escuela a la edad conveniente conocíamos de la fama de los maestros y maestras, caracterizados casi todos ellos por el amor a los versos y por el hábito de decir poesías, en el aula o en a tribuna patriótica, en el café o en las reuniones familiares.

Tengo de esto una memoria tan viva que ahora mismo puedo recitar sin tropiezo tiradas enormes de los poetas más difundidos hacia los años veinte. En mi casa natal estaba representada la inquietud cultural del pueblo por el amor casi enfermizo de las mujeres por la lectura de poemas románticos (Darío, Silva, Nervo, etc) y de novelas populares (M. Delly, Carolina Invernizio, Alejandro

Dumas, Vargas Vila, Elinor Glynn, Maryan, ¡lo que fuera con tal que hiciera llorar!) y por la ansiedad de una joven tía mía por copiar y aprenderse cuanto poema llegaba a su conocimiento. Era moda tener cada muchacha una libreta, un libretón, donde ella y sus amigas y amigos escribían poemas, esforzándose en la caligrafía muy cuidada.

Me veo de muy niño, sin haber aprendido del todo a leer, con una libretas de ésas en las manos, leyéndole en voz alta poemas a la tía, para que los fuese pasando a la libreta suya. Poemas de Darío, de Nervo, de Díaz Mirón, de Heredia, de Zenea, de Martí, de Manuel Acuña, de Silva, de Julio Flórez... Esto, se afirma, deja huella.

Cuando me reprocho el énfasis, lo oratorio, lo demasiado elocuente a veces que hay en los poemas que escribo, me consuelo pensando que no sólo he nacido en el Trópico, en el retumbante mundo antillano, sino que además entré en el mundo de la poesía arrastrado por unas melodías que eran más bien sonsonete y trompetería, énfasis y sentimentalismo sin límites.

No guardo memoria de cuándo comencé a escribir, en secreto, naturalmente, enseñándole únicamente a la tía de los poemas aquellas cosillas. Tendría once o doce años –antes de ir para la capital–cuando mi confidente y guía me dijo: “Vamos a copiar eso en la libreta grande, porque me ha gustado mucho. Léemelo despacio”.

Y desarrugando un pequeño papel que estrujaba entre las manos, muy avergonzado y titubeante, leí para ella lo que había escrito sin saber bien por qué:

EL PARQUE

El parque de mi pueblo tiene

cuatro laureles y el busto de un patriota.

Cuando la tarde es hecha una lumbre tranquila,

arriban silenciosa las ancianas. (2)

La tarde es lo más bello de este pueblo,

y son tristes sus noches,

cuando el parque se queda desolado,

con sus cuatro laureles y el busto de un patriota.

El parque y los laureles eran literales, pero las ancianas me las inventé. Veía el cuadro completo, no cómo era exactamente, sino como yo quería que fuese. Instintivamente, había comenzado ya a arreglar el mundo, a poner en el escenario lo que yo quería que estuviese allí y no lo que en realidad estaba allí. Si es cierto aquello de que “el niño es padre del hombre”, en mi caso se confirma. Se es de mayor lo que se fue de niño, sólo que ampliado, deteriorado, echado a perder.

Sí. La poesía fue siempre para mí, y sigue siéndolo, un instrumento, una herramienta con la que se puede, o bien conocer a fondo el mundo que nos rodea, o bien rehacer y construir a nuestro antojo ese mundo. Me llega a la memoria, en este momento, como una visita inesperada, otro ejemplo de mi instintiva tendencia a reformar la realidad. Pasaba un río por el centro del pueblo. Era un río con la menor cantidad posible de río que se haya visto, pero hablábamos de él como de alguien que de tiempo podía dar la sorpresa de convertirse caudaloso y peligrosísimo. La verdad es que queríamos los muchachos tener un río importante y magnificábamos aquel hilillo de agua verdosa.

Los psicoanalistas dirán por qué soñé una noche que se había ahogado en el río una amiga pequeña, la más bonita del pueblo, la que en la iglesia escogían para vestirla de ángel el Domingo de Resurrección. El sueño me impresionó y quise contárselo a mi público, que era mi tía. Y a lo que escribí le puse encima el título de “Elegía”, porque la palabra me gustaba y sabía ya que se trataba de muerte. Aquí está cómo transformé, teniendo trece años como mucho, el sueño que había tenido:

A la niña que ha muerto esta mañana

le hemos puesto en el pecho una azucena,

y hemos puesto además una manzana

junto a su mano pálida y serena.

Los niños han venido. Y está llena

su habitación de leve porcelana,

parece que se mira en la azucena

y que tiende su mano a la manzana.

Nos alejamos quedos de su lecho

contemplando otra vez su faz serena,

y mientras rueda el sollozo en nuestro pecho,

y nos sigue el olor de la azucena,

la decimos adiós, vamos derecho

a llorar en lo oculto nuestra pena.

Dramatizar un hecho irreal, o convertir en irrealidad un hecho dramático, es cosa que nació conmigo. No creo que conduzca a nada interesante averiguar si se debe a inconformidad con el mundo en general, o a disgusto con uno mismo por sus defectos, o a rebeldía ante los aspectos feos de la existencia, que son tantos. Venga de donde venga esa tendencia, ese instinto irrefrenable, es de ahí y no de la literatura de donde extraigo los poemas, de donde los he extraído siempre.

Esta persona dominada por la fantasía –por la necesidad o por el gusto de fantasear– es la que sale un día de su pueblo y va a vivir a la capital. A la capital de un país con tradición larguísima de poesía. Y de poesía llena de fantasía, de imaginaciones, de poetas que por lo mismo que no han visto jamás la nieve, escriben cantos y cantos a la nieve, que es lo debido. Hablar de lo que no se visto es crear. Intentar describir lo visto es una utopía, porque lo real es inapresable por la palabra y aun por la mirada.

–Vivir de la literatura es casi un sueño imposible. Por eso te dedicaste, desde muy joven, al periodismo como medio que te permite continuar con tu carrera de escritor. Pero el periodismo no sólo ha sido una forma digna de ganarte el pan, sino una vocación; como bien señaló Juan J. Remos, tú eres un “ensayista periodístico”. ¿Qué nos puedes decir de esta ingente labor por la que obtuviste el premio nacional Justo de Lara, desde que te iniciaste como joven periodista en Informaciones (1943) hasta tu cargo de jefe de redacción del Diario de la Marina, ambos periódicos habaneros?

–Me hice ingeniero agrónomo para complacer a mi padre. Dicen que de muy niño, cuando me hacían esa pregunta idiota que se hace a los niños. ¿qué vas a ser cuando seas grande? (¡como si el niño pudiera saberlo!), yo respondía: agrómono. Seguramente, mi padre, burócrata, soñaba con lo que los burócratas creen que es una liberación: el título universitario, y si es de agricultura, de campo abierto, de aire libre, mejor. Para el burócrata, el agrónomo es como el corredor de 400 metros para quien le faltan las dos piernas.

Estudié con interés, sin esfuerzo ni sacrificio mental, porque todo me ha interesado siempre: todo lo que enseña algo, añade, descubre pedazos de realidad. Me hubiera gustado ser astrónomo por encima de toda otra ciencia, pero el estudio de esa ingeniería, a la que se acompañaban materias de ciencias naturales, me dio muchas satisfacciones culturales. El microscopio, la taxonomía, la zootécnica, la apicultura, abren un mundo maravilloso, inagotable. En cuanto oí en una clase de Química hablar de dos sales llamadas Rejalgar y Oropimente corrí y escribí un poema titulado “Fábula de Rejalgar y Oropimente”, que creo recordar se lo envié a Marcos Fingerit, un heroico editor de revistas poéticas de Buenos Aires. (A él le envié también, después, un poema titulado “Dafnis”, del que sé fue publicado, pero jamás volví a verlos).

Dejo indicado que al mismo tiempo que estudiaba, escribía poemas, de tiempo en tiempo, cuando tenía realmente deseos o necesidad de escribirlos, tal como me ocurre ahora. No concibo eso de “sentarse a escribir poesía” como si fuera a colocar ladrillo a ladrillo para levantar una pared, sino que sólo escribo cuando tengo verdaderos deseos de hacerlo. Y esos deseos me asaltan inesperadamente, asomándose a mí a través de un verso suelto, de un grupo de palabras enlazadas rítmicamente. De ese verso, simiente, sale todo el poema, y lo más frecuente en mí es que ese verso inicial me dicte el argumento.

Nunca me he planteado narrar un episodio, contar una anécdota, anotar una reflexión: lo que siempre me he propuesto, y me propongo, es hacer un poema, que es una entidad rigurosamente autónoma, desprendida por completo de la anécdota, de las ideas, de los antecedentes no poéticos que tantas veces pueden estar en el trasfondo de un poema. Lo que cuenta y lo que queda en definitiva, si queda, es el poema en sí. (Por eso es tan difícil hallar buenos lectores de poesía.

Lo habitual es que la gente se distraiga con el asunto y no vea el poema, o no se dé cuenta de que lo que está admirando es el poema en sí, que se impone por su propia entidad y realidad, libre de lo real antecedente. No todo el mundo ve el poema, y mucho menos la poesía. Puede haber poesía sin poema, pero no hay poema sin poesía. Y estoy convencido de que la poesía se escapa, no se deja apresar, cuando a la intención de escribir un poema se le impone lo que llaman “fidelidad a la realidad”, el relato exacto de lo ocurrido. No es que la poesía consista en mentir, en enmascarar la realidad, los hechos; sino que al hombre le es casi imposible apresar de veras la realidad, y mucho más difícil le es describirla, traducirla en palabras. La realidad es siempre inefable. Cuando se quiere ser exacto uno se embrolla y se vuelve laberíntico. Ante esa imposibilidad ontológica de dominar la realidad, existe para el hombre el instrumento de la poesía, llave que permite entrar e instalarse en el doble imaginativo o fantástico de toda realidad.)

Me detengo aquí, y compruebo que, como es inevitable en mí, estoy siendo menos conciso que en la respuesta anterior. En el segundo tema, se me habla de periodismo, y se habla de lo difícil que es ganarse la vida ( Por qué se llamará así a lo que en rigor es perder la vida?) con la literatura. Aquí hay mucha tela por donde cortar. Yo fui al periodismo profesional cuando advertí que como ingeniero no iría más allá de un cargo en el ministerio, eso que llaman un destino.

Quiero tratar ese asunto con guantes de seda, porque en general se me ocurren cosas bastante desagradables cuando pienso en lo que es el periodismo. Balzac dijo una verdad tremenda: “Si el periodismo no existiese, habría que no inventarlo”. Lo contrario de lo que se ha dicho de Dios. Porque el periodismo –no los periodistas– es una cosa que no está en la inteligencia. Como se le entiende habitualmente, como se le practica, es algo deplorable y dañino para el espíritu, porque es una escuela cotidiana y pertinaz de vulgaridad (de vulgaridad impuesta por la demanda del mercado). ¿A qué seguir?

Uno está en el periodismo y no debe, ni puede, subestimarlo, porque tampoco es una prisión ni un infierno. Sólo que es una profesión que apenas si tiene que ver con la literatura, no obstante que se hace con letras, y apenas tiene que ver con la filosofía no obstante que maneja ideas. El periodismo cotidiano gasta y vuelve roma la sensibilidad de un artista, de un pensador, de un poeta. Comprendo el horror con que vieron algunos amigos de la juventud mi entrada en firme en un periódico. Por cierto buen concepto que tenían formado sobre mis posibilidades en lo literario, se enojaron bastante, y me tuvieron por frívolo y por sediento de riqueza, cuando no sólo entré en el periodismo, sino que a poco fui en la profesión esa cosa nauseabunda que se llama un triunfador.

Sobre que soy fatalista y pienso que siempre ocurre lo que tiene que ocurrir, influyó mucho en esa decisión el hecho de que nunca me he creído llamado a nada importante en la literatura. A los que me decían, con severidad o con ternura, que hacía muy mal en “dejar las letras”, les respondía, más o menos, esto que respondería ahora mismo: “Mire usted, yo sé que no soy ni voy a ser Rilke, Elio o cosa parecida. Necesito un trabajo bien retribuido, por motivos familiares. Si no atiendo esos motivos, y resultara después que no iba más allá en lo de la literatura, tendría para siempre un remordimiento que sé muy bien no voy a tener porque deje de escribir este o aquel poemita, este o aquel ensayejo. Como aprendiz de poeta me siento corriente y dentro de una muchedumbre de semejantes.

Tengo entusiasmo, pero no vanidad. Creo en la poesía, pero no en mí. Sé que el deber verdadero de un aspirante a poeta es exponerse a no comer, y a que su familia no coma, a cambio de “hacer su obra”. Sé lo que sacrificó Rilke, y sé que Cezanne no fue al entierro de su madre por no perder un día de pintura, pero amén de que no me creo llamado a hacer nada grande, sé también que José Martí dijo: “Ganado el pan, hágase el verso”. ¿Qué quizá por eso Martí no fue un Homero, un Dante, etcétera? Pero fue el que quiso ser, el que prefirió ser. A esa preferencia o acomodación es a lo que llamamos Destino. Yo no puedo hacer nada contra el Destino: yo acepto el Destino. No me quejo, no doy explicaciones. Aprendí en Shelley que lo propio del ser humano, de una-víctima-más-entre-las-garras-de-la-naturaleza, que eso es el hombre en definitiva, el inocente, es tomar por escudo la divisa de Prometeo: Never complain, never explain.

–¿Qué recuerdos tienes de la visita de Juan Ramón Jiménez a La Habana y tu opinión sobre su famosa Antología de la poesía cubana, publicada en 1937?

–Los recuerdos que tengo de Juan Ramón Jiménez en La Habana los reviví no hace mucho en el número especial dedicado a Juan Ramón por la revista Cuadernos Hispanoamericanos, que dirige el poeta Félix Grande. Mi evocación la titulé Juan Ramón Jiménez, vivo en el recuerdo.

Como me parece pueril eso que llaman “contar recuerdos”, relatar anécdotas, dediqué esas páginas a tratar el tema del Juan Ramón en el teatro, quiero decir, recibiendo visitas, ofreciendo una conferencia, etcétera, en contraposición al Juan Ramón Jiménez a solas, en la intimidad.

Tengo la convicción de que estas personalidades de tanta vida interior, como Juan Ramón, como Borges, como Unamuno, dan al público, al periodista, a la visita, etcétera, el personaje que saben se espera que ellos den, el ficticio personaje de las anécdotas y de las tontería inevitables en las tertulias, en la conversación corriente y en las declaraciones para la prensa. Ni Juan Ramón, ni Borges, ni Unamuno son capaces de escribir bobadas. Pero los tres, en la tertulia, en la conversación con las terribles visitas, decían las tonterías más fuertes que cabe imaginar.

Me di cuenta inmediatamente de que Juan Ramón sacaba a la luz el que se esperaba, el de los papanatas, y reservaba el Juan Ramón verdadero. Su presencia en La Habana fue para mí, como para todo amigo de la poesía, un espectáculo maravilloso, una incitación al rigor, a la existencia propia. Juan Ramón callado, solo, tranquilo, o leyendo sus prosas y sus versos era una lección de poesía viva. Él era un poema de Juan Ramón Jiménez. Con su sola mirada obligaba a tomar en serio a la poesía.

En cuanto a la antología del 37 (o del 36, que fue cuando se hizo, no cuando se publicó) recuerdo que se le llamó “cajón de sastre”, por el enorme número de personas incluidas. Naturalmente, una antología así no puede ser sino un catálogo, y como tal, la Antología de Juan Ramón y Chacón y Calvo, fue útil. Yo no estoy en ella, o creo recordar que no estoy. No tengo el libro a mano. Se decía que ante ciertas críticas acerbas, Juan Ramón Jiménez explicaba, en privado, no en público, que toda la culpa era de Chacón y Calvo. Chacón era tan buena persona que no podía en modo alguno ser un crítico, lo que merece llamarse un crítico, que no es un malvado por fuerza, pero es alguien que debe tener el valor de enjuiciar con libertad y con objetividad, y de decir francamente lo que piensa, y sobre todo, por qué piensa y cree eso que dice.

Chacón era una maravillosa persona como ser humano y como erudito. Pero como crítico era un desastre. Una vez le escuché responder a alguien que le reprochaba sus elogios excesivos a un verdadero matarife de la poesía: “¡Es tan buen hijo, es tan buen hijo!”. Juan Ramón confesaba que se sentía coaccionado por las recomendaciones de Chacón a la hora de seleccionar los poemas para la Antología. Suavemente, suasoriamente, Chacón acababa siempre por salirse con la suya, porque Juan Ramón estaba en situación de inferioridad: invitado, bien acogido, tratado por Chacón con enorme delicadeza y respeto, ¿qué iba a decir? Pero me consta que cargó con la Antología como con una cruz, y que se ruborizaba de ella como de un delito monstruoso. No era para tanto.

Pero un hombre tan exigente consigo mismo como Juan Ramón, que tenía además un ojo infalible para “ver” el poema, tenía que reaccionar forzosamente como una víctima ante las cataratas de la antología.

–¿Y de la estancia en La Habana de otros escritores españoles como Fernando de los Ríos, Manuel Altolaguirre, María Zambrano y otros?

–De la estancia en La Habana de los intelectuales españoles aventados allí por la guerra civil, no hay que decir más que aquello fue el mayor regalo que pudimos recibir nunca los que éramos en ese momento “la juventud universitaria”. La conducta de los catedráticos y autoridades de la Universidad de La Habana para con esos maestros –María Zambrano, José Gaos, Ots Capdequi, Xirau, Ferrater y tantos otros maestros genuinos– fue una verdadera vergüenza. Y una vergüenza, además, recubierta de una capa de hipocresía casi diabólica. Se les ofreció unas conferencias, algún cursillo muy breve, alguna velada literaria, etcétera..., pero no se les dio cátedras, no se les ligó fuertemente a la Universidad, como era lo debido, y lo que convenía más, no a ellos, sino a la cultura cubana.

Los mexicanos fueron infinitamente más inteligentes y lúcidos que los cubanos. Véase lo que hizo en México el exilio español: lo hizo todo, lo renovó todo: lo engrandeció todo. Cuando un país tiene la oportunidad de “hacerse”, de la noche a la mañana, con figuras como María Zambrano, José Gaos, Joaquín Xirau, Claudio Sánchez Albornoz, Domingo Barnes, José Rubia Barcia y los deja escapar, por pequeñeces, por miedo a la competencia, por cominerías., ese país puede clasificarse como tonto y desdichado.

De este asunto hablé alguna vez en el periódico, en un artículo titulado maliciosamente: Antifranquistas en la escalinata y franquistas en el rectorado, que me trajo cóleras y maldiciones sin cuento.

Todo aquello fue mezquino; una página tenebrosa en la historia de la cultura entre nosotros. A Gustavo Pitaluga, una de las glorias de la medicina europea, le obligaron a sentarse en un banquito y contestar quince preguntas para permitirle trabajar como médico. ¡Puro tercermundismo cultural y subdesarrollo mental!

–A partir de 1940 surgen en Cuba numerosas revistas literarias: Verbum, Espuela de Plata, Nadie Parecía, Clavileño (de la que fuiste fundador), Poeta, etcétera, formando lo que Roberto Fernández Retamar llama la generación de poetas trascendentalistas, que gira en torno a Lezama Lima y la revista Orígenes (1944-1956) y la integran contigo Ángel Gaztelu, Justo Rodríguez Santos, Virgilio Piñera, Eliseo Diego, Cintio Vitier, Octavio Smith, Fina García Marruz, Lorenzo García Vega, etcétera. ¿Qué nos puedes decir de esas revistas, de Orígenes en particular, del llamado Grupo Orígenes, de sus tertulias y ediciones?

–Ese tema de la “generación de Orígenes”, los trascendentalistas, etcétera, tiene que ser tratado, me parece, con mucho cuidado, para no dejarse arrastrar por el tópico, por el juicio que por inercia se hace lugar común y acaba por convertirse en tradición o en ley fija.

En rigor, no hay tal generación de Orígenes. Usted no puede hallar nada más heterogéneo, más dispar, menos unificado, que el desfile de la obra de cada uno de los presuntos miembros de la generación. Siempre he tenido la impresión de que Lezama, que era una personalidad muy fuerte, que tenía un concepto exigentísimo para la selección y publicación de un material en “su” revista, aceptó a muchos de nosotros a regañadientes, porque no tenía a mano a nadie más. Creo que literalmente no nos estimaba en lo más mínimo. Lo que cada uno de nosotros hacía estaba tan lejos, a tantos kilómetros de distancia, de lo que él hacía, que la incompatibilidad era no sólo obvia, sino escandalosa.

En lo personal mismo nos llevábamos bastante mal. Pero esto es propio del ambiente literario, o de los literatos de todos los tiempos. Mi veneración y mi respeto por la obra de Lezama y por su actitud ante la cultura, no me impidieron nunca reconocer que su carácter era muy fuerte, intransigente, con rigor excesivo para enjuiciar personas y obras. Casi siempre estábamos, como los niñitos en el colegio, “peleados”. No nos reuníamos en grupo jamás, porque no existía tal grupo, sencillamente. Cuando por una simpleza, nos echó de Orígenes a Cintio, a Eliseo, a mí y a otros, puso una nota que me produjo una risa enorme, porque decía que a partir de ahí la revista iba a ser “más fragante”. ¡Y metió a Rodríguez Feo! La palabra “fragante”, que nos calificaba de apestados, tenía una gracia enorme, como producto de una rabieta infantil que era.

Esto no quiere decir que desconozca o niegue el valor de la revista Orígenes. Una cosa es la revista y otra es lanzarse, por comodidad y por obediencia al lugar común, a hablar de “la generación de Orígenes”. La revista fue la expresión de unas tendencias literarias actuales (actuales en aquel momento, por supuesto), pero no fue sino una expresión más del amor sempiterno de los cubanos por la literatura y por la publicación de buenas revistas. Es explicable que los extraños hablen de Orígenes como si si se tratara de algo único, insólito y excepcional en Cuba. Dejando a un lado la cuestión de la calidad, que es, en definitiva, cuestión de preferencias y de gustos, ¿cómo desconocer la importancia de revista como la de la Universidad de La Habana, como la Revista Cubana, como la Bimestre, como la del Lyceum, como la de la Biblioteca Nacional, como la de los arquitectos, etcétera? Desdeñar olímpicamente todo lo que hacen los demás, todo lo que no responda textualmente a nuestro criterio, es una agresión a la cultura, es un acto de barbarie. Siempre, en todo tiempo, la nueva generación de poetas hace heroicamente “sus revistitas”, como decimos peyorativa e injustamente.

Las hemerotecas cubanas deben estar llenas de publicaciones modestas, humildes en la presentación, pero llenas de fe en la poesía. Piénsese en una revista como Orto, de Manzanillo, la revista de Sariol, y se tendrá un ejemplo magnífico de lo que quiero decir. O en aquella santiaguera que tenía el estupendo título de Una aventura en mal tiempo. ¿Y Cuba contemporánea y tantas otras?

–¿Cómo era el ambiente literario en La Habana de los años cincuenta?

–Creo justo responder que era igual al de los años 40, y al de los años 30, y al de los años 20. Un ambiente reducido, corto en cuanto número y la extensión, la penetración quiero decir, pero apoyado o mantenido, siempre, por una élite muy inteligente y muy enterada de las letras extranjeras, muy al día. Hay que recordar que nuestra cultura, como transfundida por la España de los siglos XVI y XVII, estaba pensada, al igual que en todos los países hispanoamericanos, para una casta, para un sector seleccionado, privilegiado, de la sociedad. Este hecho produjo en todos los territorios culturizados por España, el enorme desequilibrio entre la masa analfabeta o semianalfabeta y la élite cultivada, refinada, minoritaria. En el cuadro general de sociedades que leen tan poco como las hispanoamericanas, Cuba ocupó siempre una posición relativamente privilegiada, diferenciada de la mayoría de los países de su propio origen cultural.

El ambiente cultural de Cuba era, lo fue siempre, desde el siglo XIX, de los mejores de América, valga lo que valga esta clasificación en el escenario de la cultura mundial. Los jóvenes de los años 50 pecábamos de filoneísmo y los viejos de misoneísmo, como en todas partes, y como siempre, desde que el mudo literario existe.

Podemos quejarnos de que la élite fuese muy reducida (no tanto como se piensa habitualmente), pero este fenómeno no resta importancia al valor de las personalidades producidas en el mundo de las artes o en el de las letras, las ciencias, etcétera, ni al puesto que el país merece ocupar en la historia general de la cultura en el Nuevo Mundo.

–¿Cómo crees que te influyó, desde el punto de vista literario, tu larga amistad con José Lezama Lima? ¿Qué recuerdos y valoración te merece el gran poeta cubano?

–La relación, literaria primero y literaria y de amistad después, con Lezama, es, para mí, el hecho más importante de mi vida. Me acerqué a él por carta, en los años treinta y tantos, creo que hacia el 35 o el 36, no puedo precisar, ni tiene interés alguno la exactitud de las fechas.

Por pura casualidad, que yo interpreté y sigo interpretando como una señal, un signo, un aviso, hallé en la calle, en una revistita que acababa de salir, llamada Compendio, el poema titulado “Discurso para despertar a las hilanderas”. Nunca, ni antes ni después, me ha producido tal impacto la lectura de un poema. Firmaba aquello “José A. Lezama”, porque todavía él usaba la inicial de Andrés, su segundo nombre. Se hablaba allí, al pie del poema, de que se trataba de un joven poeta “que cultivaba lo onírico” y que preparaba un libro titulado Filosofía del Clavel.

Me hice con la revista y me fui a mi casa decidido a escribirle a quien había escrito aquello que, de acuerdo con mi enorme pedantería y spenglerismo de entonces, no se podía producir en Cuba.

Envié a Lezama, cuya dirección averigüe con mucho trabajo, una carta larguísima, pedantísima, llena de citas: una vitrina infantil para exhibir lecturas abundantes, dispersas y mal asimiladas, pero impresionantes. A poco llegó a mi casa –en la calle Virtudes, 880– una larga carta de Lezama, que terminaba con estas palabras:

“Salud, arcos y flechas”.

Tardé no sé cuántos meses en conocer personalmente a quien ya yo llamaba, sin la menor ironía, Maestro, como le sigo llamando cincuenta años después. La relación personal estuvo, en los primeros años, llena de alternativas, de “baches”, de tropiezos. A veces estábamos meses y meses sin tratarnos, porque mi carácter le resultaba demasiado blando con los demás, poco exigente. “usted es muy politiquero”, me decía, refiriéndose a que yo tenía trato, superficial, pero cordial, con personas por las que él sentía un desprecio total (me refiero a la cultura, a valor intelectual de esas personas).

Un día me dijo, muy encolerizado: “¡Usted es capaz de cualquier cosa, usted es capaz de hablar hasta con Jorge Mañach”. Llamarme pastelero, politiquero, salonnier, era lo más suave que me decía. En ese tiempo era un verdadero ogro, un puercoespín hecho y derecho.

Pero nada de eso tiene interés, pienso. Lo importante, para mí, y creo que para el lector interesado en la cultura, no en el chisme, es su obra, es la realización de esa obra en un medio nada propicio, nada favorable. ¡Cuánto sacrificio, cuánta energía, cuánta fe en la inteligencia y en sus exigencias hay en la labor de este hombre!

Jamás hemos tenido un artista tan responsable, tan heroico. Haberle conocido es una dicha. Recuerdo que una vez, una persona muy famosa, muy conocida, me dijo: “No puedo explicarme cómo tiene usted tanta veneración por este sujeto, y llega a llamarle maestro; para mí él no es más que un gongorino retrasado e indigesto, un anacrónico. Me manda sus libros y yo ni los abro, no los leo”.

En respuesta a este ilustre “hombre público” (es curioso, de paso, esto de que llamarle a alguien “hombre público” sea un elogio, mientras que se lo decimos a una mujer la estamos ofendiendo), le dije con la mayor serenidad posible: “Mire, don Fulano, de usted y de mí se hablará el siglo que viene en función de lo que hayamos hecho con Lezama. Yo tengo un puesto asegurado, para siempre, en la literatura cubana, porque fui la primera persona que publicó un artículo en elogio de la obra de este hombre”. (Me estaba refiriendo a un trabajo publicado en el periódico El Mundo, a página entera, con dibujo de Lezama por Portocarrero, año 1942. Este trabajo fue reproducido hace poco en Nueva York por Florencio García Cisneros, en su revista Noticias de Arte).

Sobre el tema de “la influencia”, sólo puedo decir que si se llama influencia a la imitación, a la búsqueda de un parecido, o a la copia de un estilo, creo que nunca existió una influencia de la poesía de Lezama en lo que yo hacía. Su influencia sobre mí, como sobre muchas otras personas, fue más bien de ambiente, de personalidad. Tratarle era acercarse a un mundo intelectual riquísimo, a una constante apelación a la inteligencia, a la seriedad, a la búsqueda de una expresión más depurada. No he conocido nunca persona con mayor proyección, irradiación si se quiere. Su magisterio efundía de su actitud ante la cultura. Eso que atribuyen a Rilke de que el poeta es poeta hasta cuando se lava las manos, se daba a la perfección en Lezama. Aun su glotonería estaba llena de literatura.

Sin proponérselo, porque en el fondo era muy modesto, ejercía una influencia arrolladora. Tenía una de las risas más estrepitosas y agradables, por sonoras, por musicales, que he escuchado nunca. Un hombre que sabe reírse a gusto es siempre una buena persona, y más si es grueso, corpulento. Si algún día me convenzo de que tiene interés la rememoración de lo estrictamente personal tratándose de un artista de esta categoría, puede que cuente anécdotas, frases, chistes. Pero, ¿qué interés tiene nada de eso, que es trivial, que se da en todo el mundo, si tenemos delante una obra de la magnitud y de la significación de la forjada por Lezama en toda una vida de creador, de artista? La cercanía de su persona nos impide ver su grandeza. Hemos asistido a todo un gran siglo, y no lo sabemos, no lo advertimos.

–En 1942 publicas tus dos primeros poemarios: Poemas y Saúl sobre su espada. ¿Qué críticas suscitaron estas primeras entregas poéticas?

–Sobre las primeras críticas a cosa publicadas por mí, no guardo memoria. Nunca me interesó, ni me interesa, eso de los elogios o de las diatribas. Como no tengo formada opinión sobre lo que pueda valer o no valer en lo que he hecho y creo que publicar (no escribir, publicar) es como arrojar al mar botellas con mensajes, sin destinatario, una vez cometida la debilidad de publicar un poema, no vuelvo a pensar en él por nada del mundo, y no lo releo jamás, entre otras cosas, porque veo lo que falta, lo que flaquea, lo que falla. Y como ya no hay remedio, no consigo sino disgustarme y prometerme no volver a publicar.

Es frecuente la pregunta: ¿y entonces, para qué escribe? Es posible que, en efecto, se escriba con el único objeto de publicar, pero entiendo que eso es una de las tantas claudicaciones que la vida en sociedad impone a la inteligencia. Se escribe para explicarse el mundo, para arreglar los defectos del mundo (lo que uno ve como defectos); por ejemplo: el crepúsculo, el arcoíris, la maldad humana, la fealdad del hipopótamo, y, sobre todo, la monotonía y la insulsez del mar, ese hombre tan tonto, pero no se escribe para publicar.

–Desde 1959 resides en España, donde desarrollas una gran labor literaria y cultural, trabajando en el Instituto de Cooperación Iberoamericana, como en la docencia (en la Escuela Oficial de Periodismo o en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo), en la prensa, hasta tu labor diaria para Radio Exterior de España. Intensa actividad que no te impidió, además de pronunciar innumerables conferencias y charlas, entregar tu libro Poemas escritos en España (1960) y publicar en la colección ADONAIS tu primordial poemario Memorial de un testigo (1966), donde, según señalan Matías Montes Huidobro y Yara González: “lo cotidiano se mezcla con lo mágico, particularmente dentro de un plano histórico... El testigo anónimo parece por momentos la permanencia; es la figura que se mueve de un contacto humano a otro: Juan Sebastián Bach, Rafael, Mozart, Waterloo... De ese modo Gastón Baquero se vuelve refinado y humano a la vez”. Este refinamiento y humanidad de Gastón Baquero es perceptible para todo aquel que lo conoce y trata, aunque no cesa de decir como Raimundo Lulio: “Ningún hombre es visible para otro”, en incluso, parafraseándolo:

“Ningún poema es visible por entero para el lector”, agregando que ni acaso para el autor. ¿Es esta incomunicación con los lectores lo que te ha llevado a un largo silencio de dieciocho años hasta la publicación de Magias en invenciones, en 1984?

–Yo no he estado tanto tiempo sin publicar porque me moleste o me preocupe la incomunicación. En todo ese tiempo no he dejado de escribir, sólo que he roto más de lo que he conservado, no sé bien por qué, quizá sí por vanidad, por querer seguir “figurando”. Siempre digo, en autobombo, que no soy vanidoso, pero basta con mirar todo lo que he publicado, para comprender que tengo una vanidad gigantesca. Porque publicar es un acto de vanidad y de arrogancia.

En cuanto a lo de la comunicación con el lector debo decir que todavía me sorprende comprobar cómo cada cual lee en un poema (o en un artículo de periódico, o en un ensayo), no lo que está ahí, o el autor cree que está ahí, sino lo que quiere leer. Me río mucho con las interpretaciones que he oído y oigo sobre poemas míos.

La gente lee la poesía como si fuese un acta notarial, y no hay manera de que se detengan en el poema: van al argumento, en busca de confesiones, de chismes posibles, de tonterías. Nunca me he propuesto plantear problemas, sino plantar, sembrar poemas. Uno intenta inventar, y a la postre comprueba que la gente sólo ve en el esfuerzo el relato más o menos “bonito” de algo que ha ocurrido. Y yo creo que lo que ocurre, lo mismo si es el nacimiento de un niño, que el pisotón en el autobús, es algo que por el hecho de haber nacido, de estar ya ahí, se sale de la poesía, ya no puede ser poesía. Poesía es lo que no está. La poesía es siempre lo lejano, decía Amiel.

Casi nadie admite, si lee el poema “Discurso de la rosa en Villalba” que yo no he estado nunca en Villalba, que no vi allí ninguna rosa, que todo es una invención mía. ¿Por qué procedo así?, ¿por miedo a la realidad, por temor a confesar algo desagradable? No. Aparte de que estoy convencido de que la tragedia de la inteligencia es que siempre escribimos nuestra autobiografía y nada más que nuestra autobiografía (por eso aciertan los grafólogos y los fisionomistas), lo ocurrido, lo que está ahí, es inefable, no hay palabras con que describirlo.

Por eso son tan horribles casi todos los poemas a la patria, a la madre, a la Virgen, al primer hijito, a la esposa, porque esos sentimientos y esas nociones están encarnados, poetizados ya en el hecho, porque todo hecho es un poema. Si Dante llega a acostarse con Beatriz no tendríamos la Divina Comedia. Si el padre de Jorge Manrique hubiese sido un buen padre y un buen esposo, no tendríamos las Coplas por su muerte. Dante y Manrique tuvieron que inventarse un mundo, y como poseían los materiales, la materia prima necesaria, lo inventaron maravillosamente.

–Ya en La Casa del silencio, antología poética de Mariano Brull, ordenaste su producción lírica comenzando con sus últimos poemas y terminando con los primeros. En Magias e invenciones, donde reúnes tu obra poética, haces lo mismo, aunque faltan poemas –que celebras se hayan perdido– como los sonetos “Del pan de la muerte” y “Soneto para no morirme”, etcétera. ¿Por qué haces esto?

–Creo que todos los poemas que se han perdido, míos y de quien sea, están bien perdidos. Si de veras tienen algún interés, ya aparecerán algún día. Sólo echo de menos un poema titulado “Teoría de la línea y de la esfera”, publicado, creo, en la revista Grafos, donde mi inolvidable y generoso amigo Guy Pérez Cisneros era Jefe de Redacción. Y le echo de menos porque no recuerdo nada del poema; pienso que con ese título puede ser interesante. Seguramente, si vuelvo a leerlo, no me gusta nada, y lamentaría su salida del limbo en que se encuentra. Sobre viejos poemas inéditos o perdidos hay que tomarle la palabra a Peyreffite: “Lo pasado, pisado”. Lo que se pierde es porque fatalmente tenía que perderse.

Sobre el orden inverso en la publicación de los poemas de un autor que ha escrito desde hace mucho tiempo, la explicación está en que se supone (yo al menos lo supongo) que vamos mejorando con el tiempo. Esta idea es una tontería agradable, porque la historia literaria nos muestra que casi siempre es al revés: con el tiempo se va empeorando. El envejecimiento del cerebro y de la sensibilidad son inevitables, salvo contadísimas excepciones: Goethe, Verdi, Miguel Ángel, unos pocos más, muy pocos.

Al publicar primero en un libro los últimos poemas, se le tiende una trampa inocente al lector. Se le dice: esto es lo que creo mejor mío: Por ejemplo, en el caso de la antología de Brull, procedí así, dando primero lo último que dejó el poeta, porque pensé que siendo su obra poco conocida en España, si el lector corriente tomaba el libro en las manos y comenzaba por leer el primer libro de Mariano, se formaba ya una idea falsa, o incompleta, de la obra poética total de un hombre que evolucionó tanto. Sobre todo los lectores jóvenes tienen que ser atraídos por textos que no le suenen a “cosa vieja”, a antigualla. Casi todos nos arrepentimos de los primeros poemas, y hay personas (como fue el caso de Juan Ramón), que consideran una agresión, una ofensa, que se les resucite un pecado viejo. Hay horribles primeros poemas de Huidobro, de Neruda, de cien autores más. Gabriela comenzó que daba pena. Juan Ramón llegó a prohibir que lo incluyesen en antologías no hechas por él mismo, debido a que le sacaban a la luz poemas de los que él estaba avergonzado.

Pero todas estas aclaraciones son inútiles. Porque, ¿quién sabe en definitiva cuál poema gustará o no el día de mañana? De todo mi libro Memorial de un testigo, el gran Humberto Díaz Casanueva se detuvo especialmente en “Plenitud de la manzana”, poema al que yo le daba menos importancia que a un sombrero viejo.

En esto, como en todo, el misterio acaba por dominar. Cervantes murió convencido de que había escrito una gran obra, el Persiles, y estaba muy seguro de que por la gloria de ese libro le daría, la posteridad iba a perdonarle la ligereza y la frivolidad de haber escrito Don Quijote. Así es la cosa.

Después de 28 años de residir fuera de su país, a pesar de la lejanía, Gastón Baquero todavía nos asombra con su evocación a Cuba, en sus más recientes poemas, como en “Brandenburgo, 1526”:

El barón lloraba silenciosamente, día tras día en noche

y alborada,

y en su habitación entraban las exquisitas damas de

Bandenburgo

para escucharle una y otra vez el relato de sus

alucinaciones. Hablaba

de ríos absolutamente cristalinos, de rojas mariposas

sonoras,

de aves que conversaban con el hombre y reían con él.

Hablaba

de maderas perfumadas todo el tiempo, de translúcidos

peces voladores, de sirenas,

y describía árboles golpeantes con sus fustes en la

techumbre del cielo,

y se le oía runrunear, transportando en su sueño al otro

mundo

cancioncillas que jamás resonaron en los bosques del

castillo. Y cantaba:

Senserení, color de agua en la mano

y sabor de aleluya en bandeja de plata;

Senserení cantando a través del verano

con su pluma de oro y su pico escarlata.

Madrid, 1987.

Notas

1. Las dos preguntas iniciales de la primera conversación fueron publicadas en la revista literaria La Burbuja (Madrid, No 5-6, 1985), bajo el título “La rosa oculta en la yaciente rosa”, y las ocho restantes en El Gato Tuerto (San francisco, No 7, 1987), como “Conversación con Gastón Baquero”. Título que se mantuvo en la primera edición del libro Conversación con Gastón Baquero (Betania, 1987) que reunió las diez primeras preguntas. En 1994 se publicó una segunda edición –aumentada y revisada– con ocho nuevas preguntas, un prólogo del poeta y crítico colombiano Juan Gustavo Cobo Borda y un epílogo del crítico y escritor cubano José Prats Sariol.

2. En la primera edición (1987), este verso se lee: / acuden silenciosas las ancianas./ y en la segunda edición (1994), Gastón Baquero lo cambia por: / arriban silenciosas las ancianas./ ,por lo que así apareció también en las Entrevistas a Gastón Baquero (Betania, 1998) y, por ello, lo mantenemos en la presente edición digital.

3. En la revista habanera Credo, dirigida por Iván González Cruz en la Cátedra de Estudios Cubanos de Instituto Superior de Arte, se publicaron en su número inicial (octubre de 1993) diez poemas inéditos de Baquero hallados en el Archivo de Lezama Lima por Cintio Vitier, Eliseo Diego y Jorge Luís Arcos, autor del estudio “Gastón Baquero o la poesía en el jardín de la muerte”. De esos poemas dice el autor: “Como sospechaba, el encuentro con estos desconocidos me dejó estupefacto. No tengo ni la más leve reminiscencia de estos huéspedes inesperados y poco deseables. Salvo el soneto del marqués de Acapulco, no recuerdo nada. Admitir a estos intrusos en mi interior es como yacer junto a Julia Pastrana, la mujer más fea del mundo”.

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Felipe Lázaro( Güines, Cuba, 1948). Poeta, narrador y editor cubano. Obtuvo la Beca Cintas. Fundó y dirige la editorial Betania (1987). Autor de varios poemarios, libros de ensayo, entrevistas, y de diversas antologías de la poesía cubana, como: Poesía cubana: La isla entera (1995) en colaboración con Bladimir Zamora; Al pie de la memoria. Antología de poetas cubanos muertos en el exilio, 1959-2002 (2003) e Indómitas al sol: Cinco poetas cubanas de Nueva York (2011). Sus últimos títulos publicados son: Tiempo de exilio. Antología poética, 1974-2014 (2014 y 2016), el libro de relatos Invisibles triángulos de muerte. Con Cuba en la memoria (2017) y Conversaciones con Gastón Baquero (5ª edición, 2019).

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