De esnobismos y otros equívocos en el panorama actual de la poesía
JOAQUÍN GÁLVEZ
En su artículo "¿Gusto o moda o qué?"*, el crítico literario José Prats Sariol aborda el tema del gusto y la moda en literatura. Ambos han signado el quehacer de la crítica para incidir en la valoración de una obra; sin embargo, no ha escaseado la exégesis ejercida con el más flagrante esnobismo, con esa dosis de petulancia que no le concede margen al disenso, ni a la duda, y, por lo tanto, no oculta su afán de arribar gloriosamente al pináculo de la verdad absoluta. Este artículo del crítico literario cubano, que abunda sobre la vigencia de esta problemática en literatura, merece un acercamiento más específico, nombrando las cosas por su nombre. Lo haré centrándome en la poesía, género que sufre un caos interpretativo -apto para la manipulación y el embauque- que lo ha llevado a convertirse en la gran estafa de la literatura.
En la actualidad, entre los equívocos que aporta la moda se encuentra el del performance, el cual hace que las cualidades histriónicas del poeta sean más valoradas que las de su texto poético. También la cuasi religiosa exaltación de la estridencia verbal (incluido lo vulgar) como supuesto garante de calidad por su halo “irreverente”. En cuanto al gusto, hay que citar, por su notoria persistencia, al trasnochado culto vanguardista. Y no se puede soslayar el activismo político como plataforma promocional de poetas, una moda social cuyas razones extraliterarias tienen más peso que el imprescindible rigor estético que se requiere para evaluar toda obra. El panorama de la actual poesía cubana tampoco está a salvo de esos equívocos que han contribuido a acentuar el caos interpretativo que sufre este género.
Por supuesto, en el caso cubano se pueden añadir otros factores -o esos “qué”-, como la escisión política (las dos orillas, oficialismo y no oficialismo), las preferencias por afinidades generacionales, gremiales, afectivas y de otras índoles. Esto se ha puesto de manifiesto en la creación de proyectos editoriales influyentes (con apoyo institucional) que realzan la militancia ideo-estética de cierto grupo de creadores –cuyo epicentro es el canon oficialista- y que tienden, culturalmente, a homogeneizar y centralizar. Es así como existe la vanidosa tendencia snob de sentirse parte de una “élite”-aunque sea impostada-, a la que muchos quieren pertenecer para ostentar el "caché" o quizás para no quedar "señalados”. Claro está, dicha jerarquización se sostiene más por las preferencias de su colectivo y el impacto de su maquinaria divulgativa, que por una incuestionable superioridad demostrada prolijamente en las obras y en estudios críticos.
De ahí que cierta capilla literaria (orgullosamente dogmática desde su intransigencia crítica) no le otorgue a Heberto Padilla el lugar que le corresponde en la poesía cubana, o, en el contexto literario hispanoamericano, considere a José Emilio Pacheco un poeta menor por no ser un oficiante neobarroco (o neobarroso) con estilete de medusario. Entonces qué podemos esperar de esos "eternos innovadores de la poesía" y sus críticos viciados al aproximarse a la poética de Jaime Gil de Biedma en tiempos en que la vanguardia ya daba señales de agotamiento. Acaso Harold Rosenberg no vislumbró que “la tradición de lo nuevo” podía encontrar su vejez en el camino, pues lo nuevo no está reservado para todos los tiempos, ni para todos los creadores.
Lo que alguna vez fue innovador y novedoso, como consecuencia del auge vanguardista, ha pasado a ser una forma más de escritura, como lo fueron otros movimientos literarios del siglo XIX, ya sea el romanticismo, parnasianismo, simbolismo, etc. Muchos bardos y críticos olvidan que durante siglos prevalecieron las formas clásicas del verso, las cuales fueron también ejercidas por poetas que no innovaron, pero si dejaron una impronta en la memoria de sus lectores, razón por la que hoy continuamos leyendo algunos de sus poemas. Resulta harto utópico (y sobre todo pretencioso) creer que todas las generaciones venideras de poetas puedan ser capaces de innovar indefinidamente la poesía. Crear esa ilusión de lo imposible ha sido el mayor daño de la vanguardia y su prole contemporánea (la retaguardia), pues ha llevado a la poesía a un callejón sin salida y, en consecuencia, a una constante deformación y rechazo del lector.
A los movimientos de vanguardia, como el cubismo, futurismo, dadaísmo, surrealismo, etc., se les cumplió su tiempo de epifanía. Lo que hacen muchos poetas en la actualidad es recrear o versionar lo que otrora se consideró ruptura e innovación. Lo demás es solo preferencia estética, otra alternativa; aunque, en muchos casos, sea encumbrado por sus exégetas, entre los que no faltan esnobistas de la moda y del gusto.
Hoy podemos leer un caligrama de Guillaume Apollinaire(modernidad) y un proverbio de su contemporáneo Antonio Machado(tradición), de la misma forma que lo podemos hacer con el imagismo cosmopolita de Ezra Pound y el lirismo reflexivo y bucólico de Robert Frost. Por supuesto, tomando en cuenta la concepción dialéctica de algunos de estos militantes de la eterna innovación vanguardista, Machado y Frost son poetas desfasados con respecto a Apollinaire y Pound.
La tradición de lo nuevo, que comenzó con la vanguardia, ha abocado a la poesía a una concepción totalizadora y a la vez reduccionista, cuyos parámetros tiranizan la estética y tienden a cerrar posibilidades múltiples de creación e interpretación. De ahí que la pedantería y banalidad, que emergen del vicioso enfoque experimental y sus patrones efectistas, se acepten como componentes de “alta poesía” entre muchos poetas contemporáneos (¿alegarán que son daños colaterales?). Lirismo, emoción, intimismo, y otros elementos expresivos tradicionalmente valorados en toda obra poética, se han convertido en anatemas debido a la más empedernida intelectualización de la que blasonan ciertos pontífices de la poesía. Si la afectación sentimental puede llegar a ser cursi, la afectación intelectual puede llegar a ser pedante.
En el ámbito de la poesía cubana existe el agravante del aislamiento por razones políticas, así como la influencia de una cultura institucionalmente centralizada bajo la égida del Estado, en la que la cosmovisión del ser poético ha quedado supeditada a la del gregarismo poético. La poesía cubana de la era revolucionaria ha oscilado entre dos polos opuestos: el de temática sociopolítica, con su mal panfletario, y el de estirpe postvanguardista, con su mal de superticiosa innovación. Ambos polos tienen en común la visión sectaria de algunos de sus exégetas, ya sea estética o temáticamente.
Nuestra condición insular, con su consiguiente afectación sociopolítica, nos aísla también intelectualmente para no ver más allá de nuestras narices y enarbolar, hasta en literatura, nuestro mal ombliguista. Paradójicamente, Martí, nuestro paradigma nacionalista, recomendaba a los escritores nutrirse de literaturas foráneas escritas en otras lenguas.
En la actualidad, sería saludable para los poetas cubanos ampliar sus referentes estéticos con larga vista mental, pues, del mismo modo que la fruta no termina en la cáscara, la calidad poética va más allá de los patrones establecidos en una isla del Caribe: nunca antes la originalidad (e innovación) poética se vio con tantos rostros al mirarse en el espejo. Pero lo más deplorable es que esos patrones establecidos -propiciados también por una cultura centralizada en la que no escasea colectivamente el esnobismo de la moda y del gusto - son aupados por el poder de una casta cultural por medio de revistas y demás filiales editoriales, para dejar fuera del juego a toda voz (disidente) que esté al margen de su concepción estética e ideológica.
En rigor, el gusto por la poesía debe retomar sus valores atemporales, los cuales sobreviven -y superan- a todo afán rupturista postmoderno. La poesía ha de reencontrarse con su tiempo circular de creación, para su continuo renacimiento, y abandonar el tiempo lineal que la estraga. Quienes aún son tentados por “la tradición de la ruptura”, para atribuirse exclusividades artísticas y literarias, que no sean por razones espurias, deberían antes considerar lo dicho por Octavio Paz: “Hoy somos testigos de otra mutación: el arte moderno comienza a perder sus poderes de negación. Desde hace años sus negaciones son repeticiones rituales: la rebeldía convertida en procedimiento, la crítica en retórica, la transgresión en ceremonia.” A sabiendas de esto, al poeta solo le queda hallar su voz ateniéndose a su propia cosmovisión y no al gusto de cierto colectivo influyente o casta cultural. Por más que se empeñen los esnobistas, con su caterva de bardos, críticos y académicos, la calidad trascendente de un poema siempre existirá más allá de toda jerarquía estética impuesta por el glamour de la moda.
*Artículo de José Prats Sariol publicado en Diario de Cuba el 10 de julio de 2024.
Joaquín Gálvez (La Habana, 1965). Poeta, ensayista, periodista y promotor cultural. Reside en Estados Unidos desde 1989. Se licenció en Humanidades en la Universidad Barry. Cursó estudios de postgrado en Literatura Hispanoamericana en la Universidad Internacional de la Florida y obtuvo una Maestría en Bibliotecología y Ciencias de la Información en la Universidad del Sur de la Florida. Ha publicado los poemarios “Alguien canta en la resaca” (Término Editorial, Cincinnati, 2000), “El viaje de los elegidos” (Betania, Madrid, 2005), “Trilogía del paria” (Editorial Silueta, Miami, 2007), “Hábitat” (Neo Club Ediciones, Miami, 2013), “Retrato desde la cuerda floja” (Poemas escogidos 1985-2012, Editorial Verbum, Madrid, 2016) y “Desde mi propia Isla” (Editorial El Ateje, Miami, 2022). Tiene inédito “Para habitar otra isla” (reseñas, artículos y ensayos). Textos suyos aparecen recogidos en numerosas antologías y publicaciones en Estados Unidos, Europa y América Latina. De 2015 a 2017, fue editor y miembro del Consejo de Dirección de la revista Signum Nous. Desde 2009, coordina el blog y la tertulia La Otra Esquina de las Palabras. Es editor de Insularis Magazine, revista digital de Literatura, Arte y Pensamiento.